viernes, 17 de noviembre de 2023

  

   Adentrándonos en aguas agitadas

Se podrá decir de alguien cualquier eufemismo que justifique sus errores y vicios, pero sus actos siempre se explican por sí solos.

Quizás, no hemos abordado la crisis debidamente, y, como los cometas errantes alrededor de los planetas, solo orbitamos en torno a la crisis. No deseo empero, descalificar otras opiniones, en tanto que, aunque mejor fundamentadas unas que otras, son solo eso, y, por lo tanto, tonto sería tenerlas como verdades, y por ello, me atengo, dentro de lo posible, al análisis de los hechos.

     Sabemos bien que la esencia del gobierno revolucionario (epíteto endilgado por sus más altos jerarcas) es un tema controvertido. No voy a incluir a quienes abiertamente abrazan la causa. Me limito a quienes, dentro de los diversos grupos opositores, creen que es tan solo una gestión deficiente, acaso envilecida por una depredación escandalosa de los dineros públicos, y quienes, tildados por ello de radicales, lo consideran una dictadura e incluso, una con vocación totalitaria.

     Viene al caso pues, zanjar esta incógnita. Sé que para muchos pensarán que se reduce a meras opiniones, y que, por ende, apegado a planteamientos lógicos, carece de solución. Sin embargo, si leemos el enunciado de la Declaración de Independencia estadounidense, veremos que sí es posible calificar un régimen político objetivamente, y que de esa valoración depende su legitimidad y el derecho ancestral a desconocer su autoridad (razón que justifica de iure la independencia de los pueblos americanos). Si nos hacemos pues, las preguntas pertinentes, entonces podremos resolver esta interrogante.

     Las crisis políticas son como los tonos grises, que varían entre el blanco y el negro. Si bien unas se originan en la gestión negligente o errada del Estado, pero que en modo alguno representan una amenaza para la alternabilidad democrática (prevista en la constitución como uno de los elementos definitorios del gobierno), otras tienen su origen en la voluntad autocrática de los jefes, que con maniobras ilegítimas no solo cercenan la posibilidad de alternar al gobierno, sino que concentran el poder político (uno de los atributos del Estado) en una persona o grupo.

En el primer caso, aun cuando la popularidad del mandatario decaiga estrepitosamente, no perderá su legitimidad y en todo caso el propio sistema ofrece mecanismos razonablemente eficaces para generar cambiar a los gobernantes. En el segundo, la actividad del gobierno se orienta esencialmente a la preservación del poder, sin importar si sus actos son ilegales y aun criminales, y, por ello, no solo pierden la legitimidad que eventualmente pudieron tener por su origen democrático, sino que la gestión gubernamental y la respuesta del Estado a las exigencias ciudadanas pierde interés, con el resultante colapso de las funciones propias del Estado y del gobierno.  

En uno y otro caso, el tratamiento no puede ser el mismo, ni las estrategias para resolver la crisis, las mismas.

Antes de continuar, viene al caso aclarar que el derecho es una ciencia y por ello, está subordinada al método científico. Tiene reglas y formas, tiene principios bajo los cuales se interpreta el Estado de derecho. No basta pues, que un organismo, aun si se trata de uno de los tres poderes públicos convencionales, en nuestro caso, la cabeza del Poder Judicial (el TSJ), emita dictámenes y decrete medidas, sino que, como órgano técnico, está subordinado a la juridicidad y, desde luego, al Estado de derecho. Podemos decir por ello, que el respeto por ambos concede la legitimidad indispensable al gobierno para ejercer la autoridad.   

Viene entonces al caso hacerse preguntas cardinales, cuyas respuestas deben ceñirse a las circunstancias, y, en modo alguno, a las opiniones. Distinto del periodo comprendido entre enero de 1958 y febrero de 1999, con sus faltas, el Estado de derecho se respetaba dentro de márgenes razonables, hoy por hoy, cualquier examen jurídico de la actividad gubernamental de los últimos veintitantos años desnudaría la violación sistemática del Estado de derecho, de la ley y de las mínimas normas de convivencia democrática.   

¿No existe un juicio ante la Corte Penal Internacional por la perpetración de delitos de lesa humanidad? ¿No se suman los informes de variadas comisiones multinacionales sobre violaciones sistemáticas de los derechos humanos? ¿No se ha cuestionado gravemente en los foros internacionales competentes la independencia de los distintos Órganos del Poder Público? ¿No han migrado, por variadas razones, millones de venezolanos, aun por caminos inadecuados? ¿No se han violado normas procesales penales en los juicios contra los presos políticos, y no se cuentan alrededor de 300 personas acusadas de sedición y traición a la patria sin que medien un mínimo de evidencias para procesarlos? Son más, y estas, solo unas cuantas preguntas. No puede responderlas el gobierno con un repugnante positivismo, semejante al que permitió las Leyes de Núremberg.

Para unos, entre ellos medio centenar de gobiernos verdaderamente democráticos (cuya definición como tales tampoco procede del capricho de los intérpretes), las respuestas a esas preguntas, basándose en los hechos, deben responderse afirmativamente, y, por ello, el régimen revolucionario perdió su legitimidad de origen. A la luz del derecho contemporáneo, el gobierno venezolano ha violado sistemáticamente tratados internacionales suscritos por la República sobre Derechos Humanos y principios democráticos (Carta de San Francisco, Carta de Bogotá y un largo etcétera que incluye el Estatuto de Roma), y que por ello se tiene como ley aplicable en Venezuela.

No podemos concluir sin hacer mención al colapso causado por políticas erráticas, el dogmatismo, la política internacional del compadrazgo y, desde luego, el descarado y ciclópeo latrocinio, acaso comprable con el que manchó al régimen liberal amarillo durante la segundad mitad del Siglo XIX.

Entiendo que los altos funcionarios del gobierno defiendan su legitimidad y su derecho a ejercer la autoridad. Sin embargo, no podemos los venezolanos, ignorar estas interrogantes, estas consideraciones de hecho, que, en todo caso, justifican y legitiman el allanamiento de una solución cuanto antes sea posible, porque, y he aquí un hito determinante en este asunto, la alternancia no solo peligra realmente, sino que, en lo que parece ser una estrategia para hegemonizar el poder, el gobierno aspira eliminarla de facto, aunque de iure exista (apenas como una probabilidad ciertamente remota).

No creo que el atajo del golpe de Estado sea pertinente, como sí lo creyó en su oportunidad el expresidente Chávez. Por lo contrario, me opongo al mismo, porque más que una solución a la crisis, es un salto al vacío, que por lo general acaba en órdenes mucho peores. Sin embargo, a diferencia de tantos, no solo considero al voto tan solo como una herramienta para dirimir diferencias colectivas, sino que además la tengo como una bastante deficiente (aunque la mejor de cuantas hay, o, para hacer uso del sarcasmo de Winston Churchill, la menos mala). Creo pues, que el sufragio, y no el voto, es una institución eficaz dentro de un contexto jurídico-político favorable.

Hoy, emerge un fenómeno político potente, poderoso, que, como no ocurría en años, despierta la esperanza y, dadas sus características particulares, propicia el reacomodo de fuerzas, la alteración del statu quo, y, por ende, las circunstancias políticas para que, distinto de otras ocasiones, el sufragio cumpla su cometido, si se hace, por supuesto, el trabajo necesario, que es ciertamente azaroso, pero hoy mucho más factible que antes.   

miércoles, 8 de noviembre de 2023

 

     Las horas oscuras

     La luz siempre brilla en algún lugar, pero, a ratos, no queremos verla porque su destello es tal que hiere los ojos.

Sordos, aturdidos por el ruido de sus arengas, no entienden la realidad. Necios, ignoran los jefes su exigüidad de frente al encono de una sociedad agobiada. Ciegos, no advierten los nubarrones acerados que anuncian tempestades, y que, desamparados, sufrirán la inclemencia del clima. No enmudecen y, hundidos, vociferan arengas estériles. No asumen pues, que hay tiempo para festejar, pero también para el luto que impone el fracaso, y que la rueda de los dioses no se detiene jamás, y como en un momento se goza de las mieles del triunfo, en otras, se deben tragar los frutos más amargos.

     Sus obras, más desesperadas que lógicas, se pierden en un oleaje fuerte, poderoso, una marejada indetenible. El hartazgo desenamoró a sus seguidores, y aunque les resulte doloroso, una cuchillada trapera en las sombras, hoy se reúnen alrededor de una nueva esperanza. Su brillo enceguece a los mandamases, que, en sus concilios, traman sus fullerías y como las vacas el forraje, rumian sus desgracias.

     El peso irremediable de sus acciones se vuelve contra ellos, y en sus delirios, culpan a los otros, piden clemencia. Señalan con el dedo inquisitivo sin darse cuenta que están frente al espejo, que sus escupitajos, viscosos, los regresa el viento. Ya no convencen. Por lo contrario, sus promesas, vacías, solo despiertan la ira de quienes ayer les creyeron y hoy vagan como espantajos en un erial. Su tiempo pasó, y perdido el afecto que otrora les prodigara el pueblo, ya solo les resta aplastar, fusil en mano. 

     Aconseja mal esa ambición colmada por el resentimiento y el revanchismo, por esa sucia necesidad de vengarse. Por ello, como las bestias arrinconadas, son ahora más peligrosos. Su ceguera y sus lazos les impide entender que es tiempo de retirarse, antes que sus condiciones sean aún menos favorables. Su hambre insaciable, su avidez y su odio hacia un sector les enrarece el alma y, en las horas difíciles, les hace aflorar su pequeñez, y con esta, sus más oscuros manejos. Al final del camino, cuando mengua todo y todos huyen como las ratas del barco zozobrante, los jefes, desesperados, se niegan a ver la luz.

     De su soberbia y de su dogmatismo, de su desidia para gobernar y de su apuro por adelantar una revolución, resta el colapso, despojos de una promesa hecha jirones por la fiereza de quienes, sin interesarse por la solución de los males, solo saciaron su afán de venganza y su rencor. Cosechan pues, las tempestades que sembraron.   

 

     Como la coz del burro

La señora Rosario Murillo, esposa del dictador nicaragüense, se autoproclamó como cabeza del tribunal supremo de ese país. Si no fuese trágico, sería una bufonada. Desnuda pues, la progresiva separación de la realidad de quienes detentan el poder hegemónicamente. Inmersos en sus propias mentiras, no solo llegan a creérselas, sino que se alienan. Le ocurrió a Gadafi y también a Hussein. Le ocurrió a Hitler y a Mussolini. Y ninguno de ellos sobrevivió a sus delirios.

     El liderazgo venezolano, y en especial el que rige a la nación desde hace un cuarto de siglo, no es ajeno a ese embeleso. Si bien no han alcanzado los niveles grotescos de la dictadura nicaragüense, ya enseñan sus desvaríos. Si es cierto o no, lo ignoro, pero un periodista reportaba en estos días del severo reproche de Maduro contra personajes de su entorno por judicializar las primarias. Tal vez, seguros de su poder, y de los medios para infundirle terror a la ciudadanía, algunos hayan llegado a creer que la hegemonía es real y no lo que ciertamente es, un espejismo, una ilusión pasajera que tarde o temprano se desvanece.

Repudiados por una ciudadanía que creyó en ellos y hoy se siente defraudada, estos malqueridos recurren al terror para asegurarse su preeminencia en el poder, como Hamás lo hace para infundir miedo en la gente. Sin embargo, bien porque hartos y sin mucho que perder se olvidan del miedo o porque advierten los ciudadanos su superioridad numérica frente a los mandamases, en algún momento alzarían sus voces en una queja contundente. Eso fue justamente lo que ocurrió el 22 de octubre y ninguna sentencia puede borrarlo.

Hubo un grito ensordecedor, pacífico y civilizado, pero también rebelde e iracundo. Ese hecho, por más que deseen revertirlo con decisiones absurdas, ocurrió, y lo sensato, sin lugar a dudas, es su cabal entendimiento. No hacerlo, a estas alturas, ya resuena como los aullidos de un loco, uno que anuncia su propio fin.

Dicen unos que puede decretarse la suspensión de los efectos de ese evento, pero, en este caso, no es menos insensato que suspender la demolición de una casa que ya se derrumbó. No se trata pues, de un acto administrativo, como lo sería la designación inconstitucional de un funcionario por parte de un ente manifiestamente incompetente, sino de un hecho, cuyos efectos no son jurídicos, sino políticos, con todo lo que ello supone.

Intenta un sector del gobierno, entomizarse, sin asumir, como no lo hicieron sus predecesores en 1998, el hartazgo de la sociedad hacia un liderazgo rancio. Tanto como entonces, la ciudadanía desea un cambio significativo en la conducción del país, y, nos guste o no, sea bueno o no, de hacerse los sordos, el estruendo será de tal magnitud que no podrán desentenderse, que no podrán acallarlo. No entienden ellos que estas son horas para retirarse, porque los dioses ya no les son favorables y la buena fortuna ya no les acompaña. Si realmente fueran demócratas, ya sabrían que en la oposición también se tiene poder.

Se alejan de la realidad y se encierran en sus fantasías, pero aquella siempre acaba por patear, tan duro como la coz de un burro o el patadón de un canguro. Intentan borrar los hechos, como si tal cosa fuese posible. Tal vez digan que no llueve, o que el calor abrasador no es tal. Sin embargo, por más que intenten transforma en verdad una mentira dicha mil veces, las escorrentías calle abajo no cesan ni dejamos de sudar.  

Reconocer la derrota no denota debilidad, sino sabiduría.

miércoles, 1 de noviembre de 2023

 

     Por las trochas que llevan al desbarrancadero

Somos amantes de la improvisación y del atajo, tanto como de la grandeza alcanzada sin esfuerzo, sin sacrificio. Miramos de lado las menudencias, esas que, pese a su pequeñez, se acopian como los modestos ladrillos de la más portentosa muralla. Nuestros líderes, espejo de nuestra índole, arengan epopeyas, y, tanto como nosotros, desdeñan el trabajo tesonero. Somos pues, hijos de la molicie y fervorosos devotos del boato.  

     Por ello, las arengas de un gárrulo artero no solo calaron hondo en una población tan dada al milagro, al obsequio inmerecido de los dioses, cualesquiera que sean, sino que deformaron las mentes de quienes hasta recién hacían del conocimiento un instrumento al servicio de la inteligencia. Encantados por palabras huecas, elevaron a los más altos cargos de la República a felones, cultores de alevosos personajes, cuyas vidas grandiosas siempre han importado más que todo y que todos. Merecedores del rechazo, en lugar del desprecio, bañaron muchos sus egos minúsculos con loas repugnantes, y les hicieron creer pues, que eran ellos, caudillos providenciales.

     En estas horas, servidas en lujosas copas, como suele servirse el veneno, se acobardan unos, y ocultos en sofismas, nos emponzoñan con sus aguijones. Hay pues, días para el diálogo, y como hiciera Nuestro Señor en el templo, tiempos para el enojo, la indignación y el reclamo airado. Atentos a sus arcas, confunden la civilidad con la pusilanimidad. Y yo, en este rincón solitario, me atrevo a conjeturar que sus razones hieden.

     Enseñan sus dientes filosos, sus garras, y, sin embargo, muestran su miedo. Se aferran al poder, como garrapatas cebadas al cuero del ganado, porque en la intimidad de sus secretos, saben que, entre todos los lujos, ese es, justamente, el que no pueden pagar. Ignoraron una verdad de Perogrullo, y afanados por hegemonizar, olvidaron que también se tiene poder en la oposición. Su miedo, real y patente, no se debe a la eventual pérdida del poder, sino a la posibilidad cierta de su extinción. Rarezas como el peronismo argentino son solo eso pues, singularidades.  

     Ante el inminente encontronazo, inevitable si realmente deseamos superar esta crisis, mientras el gobierno aterroriza como Hamás al mundo, parte del liderazgo ignora el poderoso ariete con el cual cuenta para demoler las murallas tras las cuales se esconde, y, acobardado por las bravuconadas de un perro viejo, opta por el inaceptable sometimiento, acaso uno de los rostros más execrables de la violencia.

     No son estos tiempos fáciles, y, queramos o no, en el horizonte se avizoran nubarrones acerados, y los destellos violáceos en sus recovecos, como el estribillo del himno de los liberales, anuncian la tempestad por venir. La sabiduría está pues, en ese discurso seductor, que, como el canto de las sirenas, incite a la revolución a preferir naufragar en las aguas de su intolerancia que a desvanecerse como el humo breve de una fogata. Seguramente, los sobrevivientes podrán hacer de la causa algo mucho más sabio, más provechoso.

     Lo sé, no es este, el atajo, el sendero fácil que tanto desean algunos. Sin embargo, es el mejor para garantizar, más allá del trágico presente, una plataforma robusta para impulsar el desarrollo y la prosperidad que anhelamos.

martes, 24 de octubre de 2023

 

     El ariete de los ciudadanos

Las murallas de Troya las levantó el mismo Apolo, y un hombre, Odiseo, halló el modo de sortearlas.

Necesitados de creer, voceros del gobierno minimizan el rugido de la ciudadanía. Sin cualidad para ello, alegan fraude, y según uno de sus más procaces portavoces, solo participaron unas 600 mil personas. No obstante, como otras tantas veces la realidad coceó a los sectores opositores, en esta ocasión le correspondió a la revolución recibir su zurriagazo.

     No lo dudo, intenta el gobierno, con arengas vacías, contener el daño mediático, y hacerle creer a una minoría que la oposición no se ha robustecido y que María Corina Machado no es el portento que ciertamente es. No creo que las acusaciones se materialicen y que la cháchara sea más que solo eso, contención de daño frente a una audiencia mermada. No creo pues, que se busquen complicarse las cosas más de lo que ya las tienen.

     La votación rebasó los dos millones de votos (se estima alrededor de 2.3 millones), mucho más de lo esperado por la Comisión Nacional de Primarias (vale felicitar y reconocer su encomiable esfuerzo y su abnegada dedicación). Buena parte de esa participación ocurrió en zonas populares, tanto en Caracas como en el interior. Ya sabemos que la dirigente de Vente Venezuela obtuvo más del 90 % de los votos, lo que la posiciona como la líder indiscutible de la oposición. No es buen augurio para el gobierno, que hoy debe enfrentar no solo una voz potente, contundente, sino, además, un fenómeno político. Saben los revolucionarios, de primera mano, lo poderosa que es esa conexión emocional.

     No se requiere ser un experto en asuntos políticos y sociales para comprender las causas de su éxito. Aborregado el liderazgo, por pusilánime o desvergonzado, ensoberbecido y tozudo, y sin dudas rechazado por los ciudadanos, recoge ella pues, la esperanza ciudadana de recuperar la libertad. Representa pues, el profundo rechazo hacia la gestión revolucionaria y al comportamiento mostrenco del liderazgo opositor. Negarlo no solo resulta tonto, sino también explosivo.

     Venezuela pisó fuerte, gritó a voz en cuello y exigió ser escuchada por líderes sordos, encerrados unos en su desmedida necesidad de preservar el poder, y otros, en los libros, en sus ensayos y en sus egos abultados, cuando no, en sus mezquindades. Hoy, no solo se impone el liderazgo de María Corina Machado, sino que, frontal como es, no será ella un contendor cómodo, sumiso, aborregado, como el que desean. No representa ella a un liderazgo alienado, que, excusado en un pragmatismo nauseabundo, solo ofrece acatar las exigencias del gobierno, porque es esa la cruda realidad. Encarna ella esa voz estridente, silenciada por mercaderes políticos, esa voz acallada por tanto tiempo y que el pasado 22 de octubre se manifestó pacífica y cívicamente, pero también con rebeldía y coraje. Esa voz que sin lugar a equívocos ordenó reacomodar las fuerzas.

     No soy tan ingenuo y bien sé que en las filas revolucionarias su nombre les causa escozor, cuando no, un encono viscoso. Sé que harán lo indecible para silenciar ese rugido poderoso, atemorizante. Y no dudo que los náufragos de siempre, parásitos que consumen los recursos de los venezolanos, se sumen en esa campaña inmunda. No obstante, tras la firma del acuerdo de Barbados, y lo más importante, las oportunas aclaratorias del Secretario de Estado estadounidense, cabe preguntarse si la revolución puede pagar el precio.

     Vienen días difíciles. El gobierno, por primera vez en muchos años, encara riesgos reales de perder el poder, quizás el único lujo que no puede pagar. Los náufragos, esos que desnudó tan bien Mirtha Rivero en su libro, participarán del convite revolucionario, y no lo neguemos, algunos necios que, prejuiciosamente, la desprecian por la cuna en la cual nació, sin mirar el trabajo tesonero que existe detrás de su triunfo, no demorarán para apalearla. No podemos pues, quienes aspiramos más a la libertad que a defender nombres, abandonarla. Ella puede ser, y ciertamente es, ese ariete que derribe las murallas tras las cuales se ampara la revolución.  

    

      

martes, 3 de octubre de 2023

 

                La banalidad perversa

A veces, el avieso ni siquiera sabe que lo es.

     Abruma la superficialidad de unos, si es que, concediéndoles el beneficio de la duda, son realmente triviales. Amparados en un pragmatismo nauseabundo, exigen de la ciudadanía una conducta ofensiva para quienes su vida se ha transformado en un viacrucis. No somos muchos lo suficientemente indolentes como para olvidar el sufrimiento de tantos. Su poquedad pues, repugna.

     Calificándose como neutrales, y, ensoberbecidos, ungidos por un aura imaginaria que les hace creerse superiores, recurren a eufemismos, sofismas y otras engañifas, para falsificar la verdadera naturaleza del gobierno revolucionario. No se trata de opiniones, que podrán estar mejor o peor sustentadas, pero en modo alguno considerarse verdades inobjetables, sino del inocultable colapso nacional y de las denuncias concretas sobre la violación sistémica de los derechos humanos y la depredación de las arcas públicas y. Son ellos pues, voces sombrías que, tras un discurso maniqueo, esconden su incuestionable malignidad.

     Priman sus propios intereses, y, parafraseando a Lenin (que, en eso, tenía algo de razón), optan por ganar dinero, aunque para ello deban negar las satrapías, y, de algún modo, venderle al verdugo la soga con la cual habrá de ahorcarlos. Inmersos en un culto repulsivo al dinero, a quien lo tiene y a la apariencia de ser exitoso, solo cuidamos cuánto se colman las arcas, y no los medios para hacerlo, por lo que, si es sucio, por las razones que sean, poco importa. Solo interesa que un sector pueda hacer sus negocios, aunque estos no redunden en beneficio de todos, como, ciertamente, ha ocurrido y ocurre.

     Venezuela colapsó, y en medio de la desolación y las ruinas, la ciudadanía padece penurias indecibles. La pobreza salpica a casi todos y, a pesar de las palabras de algunos, no son las sanciones su origen ni las causas principales de su agravamiento. El deterioro nacional contrasta con la obscena ostentación de dinero de una minoría. Pero no es solo la miseria que ha empujado a casi ocho millones de personas a huir por caminos peligrosos, sino la destrucción del Estado de derecho, y la consecuente institución de prácticas horrendas, cuyo perdón se le hace a muchos ofensivo.

     Sin embargo, no faltan voces que, animadas por la palabrería barata de charlatanes, apelan al pragmatismo, y con este, a esa cohabitación siniestra. Con frases rebuscadas, aparentemente preñadas de bondad y sensatez, se vende un régimen corrupto, una conducta propia de leviatanes. Para que unos pocos puedan hacer negocios, enriquecerse y ostentar su éxito, que otros carguen la pesada cruz de un país perdido en su propia banalidad perversa y en la cruda miseria. Que otros lloren a los muertos, a los torturados y que sean otros a quienes el hambre les muerda las tripas.

     Asombra y repugna la idiotez maligna de quienes vuelven la espalda a millones de venezolanos cuyo futuro se fue por el caño, y que, demoradas las urgentes medidas para superar la crisis por la mezquindad de unos cuantos, deberán pagar con mayores sacrificios el pesado fardo de una gestión fallida y corrupta.

      

    

miércoles, 27 de septiembre de 2023

 

                Del pragmatismo a la complicidad

 

     Sin un mínimo de empatía por los deudos de las víctimas y sin calzar las sandalias desgastadas del que atraviesa su viacrucis, no pocos analistas incitan a la mansedumbre servil. Se nos dice, en trinos muy ilustres, bien redactados, palabras más, palabras menos, que importa un bledo la opinión de las mayorías, y que nos aborreguemos a la voluntad de ellos, élite signada por la buena fortuna. Ajenos a las desgracias que millones de ciudadanos aquejan cotidianamente, son ellos, el gran elector de antaño.

     Más de siete millones y medio de venezolanos han huido, y muchos lo han hecho en condiciones deplorables. Si se prolonga esta tragedia que ya suma un cuarto de siglo, ese número crecerá más. Mucho más. El resto, más que resilente, apaleado y exhausto, sobrevive entre los escombros de una promesa. Desmantelado el Estado de derecho, del Estado solo queda un terreno yermo, un lodazal plagado de espantajos. Sin embargo, detrás del pragmatismo, subyace un discurso cobarde. Si son duras estas palabras, mucho más lo es la mala vida de tantos, similar a la de los personajes de las novelas distópicas.

     Sin pudor, con la desvergüenza de las rameras, se le pide a una población que ha dado tanto a cambio de tan poco aceptar las infames e infamantes condiciones de quienes han sodomizado al país. Se nos pide renunciar, de antemano, a la mejor oportunidad en años, y que nos conformemos con aquel que el mandamás desee, con ese que, sin lugar a dudas, se rendirá mansamente, en aras de una paz deforme como Calibos o el titán Polifemo.

     ¿Son yerros los suyos pues, o, acaso, son sus pecados aún más oscuros?

     Los números de aquí y de allá nos revelan una fuerza avasallante que, usada adecuadamente, podría ser ese deslave que arrase los cimientos de la revolución. No crea que llamo yo a revueltas callejeras y disturbios sangrientos, sino a una potente voz que, tronante, penetre el ánimo de quienes han apuntalado este desvergonzado proceso revolucionario. No crea que es esto, un delirio, porque, azuzados por ese caudal de reacciones bioquímicas que determinan sus emociones, el miedo, la vergüenza e incluso, el temor reverencial a la Muerte, que indefectiblemente nos besa a todos, han lavado sus pecados a través de actos redentores.

     Se desea una salida pacífica y, preferiblemente, electoral. Ahora cuentan las fuerzas opositoras con un ariete, un torpedo que golpee a la revolución por debajo de la línea de flotación. Sin embargo, las mezquindades de unos y las trapisondas de otros podrían destruir esa ventaja real que hoy se cimienta sobre el apoyo de una incuestionable mayoría. Cómplices, ocultan detrás del pragmatismo, plagado de moscas zumbonas, su deseo inconfesable de alentar una cohabitación repugnante. Sabrán ellos sus razones.

 

martes, 19 de septiembre de 2023

 

Palabras desgastadas

Estoy cansado. Pronto seré sexagenario y, luego de haber disfrutado de una vida medianamente cómoda, enfrento la vejez con temor. Mi país colapsó y mientras unos pensamos en la cuota de sacrifico que nos corresponderá pagar, otros, acaso necios, disertan sobre como transitar hacia un modelo democrático, aunque, amodorrados en sus coloquios, tesis y argumentaciones elaboradas, sus acciones son lentas, pesadas, y, en muchos casos, frustrantes. Nuestro liderazgo se hunde en un lodazal sin que advierta siquiera que su ruina nace de su propia monstruosidad.

Ante una deuda de 170 mil millones de dólares, sin tener cómo pagarla, el tiempo empieza a cobrar una dimensión que tal vez nuestros dirigentes, encerrados en sus cómodas oficinas, no advierten en su exacta magnitud. Quizás, el excesivo academismo de algunos, más atentos a demostrar su erudición que a encontrar soluciones, les haya apartado de la realidad tanto como lo puede estar una galaxia de otra en el vasto universo. Mientras discuten sus posturas, y las bondades que en los libros solo ilustran la mente para poder darle rienda suelta al ingenio, millones de ciudadanos desesperados buscan formas de resolver su cotidianidad. A la fecha, 7.7 millones de compatriotas han huido, muchos de ellos por ese viaje infernal a través del Tapón del Darién.

Más allá del nombre, y de los epítetos y acusaciones que sobre ella han esputado tanto tirios como troyanos, justos unos y otros no tanto, hay una ciudadanía exhausta que del liderazgo espera más que arreglos, acuerdos y concilios atentos a cuidar sus cuotas de poder (y prebendas) mas no a solucionar la crisis, una de las más terribles de cuantas hayamos padecido. No es casual que su liderazgo esté creciendo como un alud indetenible, como un tsunami. Sea o no del agrado de algunos, esos vicios que tanto le critican son justamente la causa de su innegable popularidad. No se trata de ella pues, sino del inmenso caudal de votos que acompañan su supuesto radicalismo.

Hay una ventaja real pues, que, bien encausada, puede ser ese ariete que, con vigor, derribe los muros tras los cuales se ampara la élite. Indago, empero, las razones para que despierte tanto recelo entre sus pares y solo me vienen a la mente dos nombres: Rómulo Betancourt y Hugo Chávez. Cada uno, desde visiones distintas, y desde una formación política radicalmente diferente e incomparable, cosechó ese amor y ese odio incondicionales que los líderes carismáticos azuzan. Su inmenso carisma contrasta pues, con el desdén que siente la mayoría por un liderazgo anodino. Eso es un hecho, y las encuestas son elocuentes. Quizá la envidia y otras emociones mezquinas, que también son reales, excedan a la razón y nublen el entendimiento de algunos.

Los venezolanos entienden bien que de la mano del gobierno revolucionario no van a encontrar caminos hacia mejores pastos, y que permanecerán vagando en un lodazal fétido, plagado de moscas zumbonas y un vaho irrespirable. No fue casual que aquel slogan del 2019 calara hondo. Bien sabe la gente, el cese de este gobierno es prioritario para avanzar hacia derroteros más prósperos, y que, sin uno transitorio que reacomode las relaciones entre las distintas facciones de poder, un gobierno resultante de elecciones libres será tan solo una quimera más en un mar de frustraciones, que en oleadas se lleva a los venezolanos de su tierra. Otra cosa es, sin embargo, cómo construir ese nuevo escenario sin recurrir a los indeseables saltos al vacío (que son eso, dados en una mesa de apuestas), pero hoy, gracias a ese fenómeno político que encarna Machado, existe una posibilidad real de hacerlo electoralmente.

No nos engañemos, desde luego. No será fácil ni incruento. El sufragio no es un conjuro capaz de alterar una realidad marcada por intereses opacos, y embriagarnos en un santiamén con un espíritu armónico. Es, sin lugar a dudas, una herramienta que podría ser muy útil si y solo si se asume con coraje la defensa nacional de una decisión que los ciudadanos evidentemente ya tomaron: cambiar de gobierno, de renovar un linaje plagado de taras. Aceptar de antemano las condiciones infames del gobierno envuelve la rendición anticipada de las fuerzas opositoras y la traición a una ciudadanía que de ellos espera más, o, tal vez, suponga otras causas, más obscuras, más vergonzosas, y por ello, ocultas detrás de un discurso maniqueo. 

Pronto seré un sesentón. Y al ver atrás, entre errores y aciertos, propios y ajenos, solo alcanzo a ver lo que pudimos ser y no fuimos, y que, para algunos, ya no será.

Tic tac, tic tac...

 

jueves, 14 de septiembre de 2023

    

Viejas taras, los mismos vicios

Inmersos en un ambiente sumamente polarizado, sin lugar a dudas viscoso y enfermizo, nadie escucha. Cada uno, encerrado en su propia fortaleza, defiende sus dogmas, y, por qué negarlo, su abultado ego. No se trata solo de la tozudez del gobierno revolucionario, que no cede su empeño hegemónico, sino de la fragmentación opositora en islotes de variados colores y tamaños. La oposición es, y no podemos obviar que se trata de una verdad de Perogrullo, esencialmente variada. En ella se reúnen diversas corrientes del pensamiento, cada una con una visión no solo de la solución a la crisis, sino también de sus causas. No deseo adentrarme en la valoración de cada argumento, bien o mal fundamentado, sino en la necesidad de conciliar acuerdos sobre puntos mínimos comunes, con apego a las expectativas de una ciudadanía que ya no desea ir a las urnas tirada de las orejas por los líderes.

     Para muchos, herederos de la verticalidad de partidos inspirados en las estructuras estalinistas, hoy obsoletas, el «pueblo» debe ser «guiado», y por ello, justamente, persiste la vieja forma de hacer política y las inaceptables reprimendas del liderazgo a su electorado, la cual ya rechazaba la ciudadanía aun antes de la llegada de la revolución en 1999. El triunfo de Rafael Caldera en 1993, de la mano del «chiripero», pudo ser expresión de ese cansancio a lo que podríamos llamar política de cúpulas, que, en partidas dominicales de dominó, decidían los líderes, el destino de los venezolanos, sin detenerse mucho a considerar lo que este esperaba del liderazgo.

     Se lee en las redes infinidad de críticas la realización de unas primarias para que los ciudadanos expresaran quién debería ser el candidato unitario para las presidenciales del año entrante, cuya eficacia para coronar el anhelado cambio todavía luce poco creíble. La mayoría de los partidos opositores (14 candidatos participan en las primarias) convinieron esa estrategia en un acuerdo, suerte de reedición del Pacto de Puntofijo, que hace pocos meses lo celebraban animosamente y que hoy, apuñalan como a César, sus asesinos. Solo unos pocos se inclinaban antes por una candidatura de consenso, conscientes de su imposibilidad de ganar una consulta electoral.

Hoy, cuando todas las encuestas reflejan la preferencia mayoritaria por una de las opciones, María Corina Machado, emergen infinidad de críticos que ya no ven con buenos ojos la celebración de las primarias. Pareciera pues, que una consulta ciudadana es buena si y solo si concuerda con las aspiraciones grupusculares.

     Las primarias, cuya realización resulta difícil de creer, pueden ser, como lo han manifestado otros más avezados en estas lides que yo, un misil que resquebraje la unidad monolítica de la revolución (cuyas fisuras ya son visibles). Una opción respaldada por una sólida mayoría podría ser ese ariete que derribe las murallas tras las cuales se refugia la élite. Hay que producir, eso sí, un quiebre, que no por recurrir a este término supone violencia alguna, porque no es otro pues, que el reacomodo de las relaciones de poder, o lo que podríamos llamar la alteración del statu quo. Sin embargo, algunos, vaya uno a saber por qué, se muestran favorables a un cambio gatopardiano, que tan solo aparente, preserve el estado de cosas.

     Las encuestas son transparentes. No solo desnudan la amplia preferencia ciudadana por la candidatura de Machado, sino también que su liderazgo no es endosable. Incluso uno de los más ruidosos defensores de aceptar las reglas del gobierno (postura por lo demás pusilánime, oculta tras un pragmatismo nauseabundo) decía en un trino, visiblemente reactivo, que no cualquiera le ganaba a Maduro. Sin embargo, al parecer por la robustez de su candidatura, ahora se pretende dinamitar el proceso desde variadas tribunas, por razones que indudablemente no son sobrevenidas.

     El liderazgo que ahora se rebela contra no contra el proceso de primarias en sí mismo, sino contra la preferencia ciudadana, no asume su responsabilidad por el hartazgo general hacia una política que se corresponde con una forma excluyente de ejercer el oficio político, y que innegablemente ignora la voluntad del electorado. El liderazgo no debe jamás imponerle conductas al ciudadano, mucho menos, regañarlo como a un mocoso malcriado. Y eso es exactamente lo que ha hecho y hace, respondiendo, aun sin darse cuenta de ello, a la verticalidad heredada de rancias toldas políticas y del infausto caudillismo.

     La inevitable tarea de hacer valer la voz ciudadana no ha sido ni será fácil. Tampoco incruenta. El gobierno, atado a infinidad de compromisos, no solo se resiste a la pérdida del poder, sino que entiende que es ese, un lujo que no puede pagárselo. Hará pues, lo necesario para preservarlo. Por ello, la postura cobarde de unos, que, con un discurso propio de la posverdad, tergiversan lo que en otras épocas no solo era loable, sino ajustado a la constitución vigente y a los principios democráticos.

     ¿Qué nos pasó? ¿Pusilanimidad o solo triunfó una vez más la política del reacomodo de negocios?

    


martes, 12 de septiembre de 2023

 


     En foco

¿Abordamos el problema o sus aristas? El colapso nacional no es el origen de la crisis, sino la secuela de hechos concretos, de medidas y políticas específicas. Su diferenciación constituye esencial para el desarrollo de estrategias viables. Si bien algunos analistas, refiriendo encuestas, se centran en el caos económico, que es indiscutible, y que este deber ser el tema de la agenda opositora, obvian que se fundamenta en causas políticas, no económicas.

     Chávez politizó todo, y aún más, de todo hizo una medición de fuerzas entre su carisma y las ofertas de los opositores, que, formados bajo la égida democrática (1958-1998), son diversos y, por ello, frágiles frente a la unidad monolítica de un proyecto carismático tanto como personalista. La economía es un tema para expertos, que saben aplicar sus conocimientos. Sin embargo, las medidas económicas del gobierno respondieron más a una visión dogmática (una supuesta deuda social) y a necesidades populistas, y, por ello, su inevitable colapso. Hablar de economía en Venezuela parece, y es, absurdo.

     Por otro lado, la concepción vertical del poder y la aplicación de una estructura castrense dentro de un movimiento caudillista arrasó con las instituciones. Los distintos mecanismos de contrapeso para regular y contener al poder fueron desmantelados y, como corolario, el Estado de derecho, derogado. La institucionalidad en Venezuela es solo un espejismo.

     Estos dos condicionantes han conducido a tal deterioro, que la anormalidad se ha enraizado. Todo cuanto se espera de un gobierno, de un Estado, de unos gobernantes, no ocurre. La politización de todas las actividades y la falta de instituciones son pues, génesis de infinidad de aristas, las cuales se traducen en la concentración de poder en manos de una élite, una actitud revanchista (motivada en la lucha de clases y el pago de una deuda social), el latrocinio descarado e impune, las violaciones sistemáticas a los derechos humanos, así como el hambre y el desamparo de una nación que ya suma 7,7 millones de emigrantes (más de una cuarta parte de su población).

     La oferta de un grupo, sobre todo empresarios, cuyo principal vocero es Luis Vicente León, limita el problema al colapso económico y desdeña sus causas políticas. Refugiados en encuestas, cuya credibilidad no me corresponde calificar, versan sus soluciones en un conjunto de medidas económicas, cuya aplicación requeriría o bien de un giro trascendental de las políticas económicas, las cuales el gobierno no parece dispuesto a hacer, o bien se le sustituye por otro que sí lo esté. Su propuesta ataca los síntomas, mas no la enfermedad.

     Otros, que sí abordan el tema político, como el politólogo John Magdaleno, cuyas calificaciones académicas no cuestiono, igualmente reflotan sobre la superficie. Sin una alteración del statu quo, no se podrían fortalecer algunas instituciones, de modo que el diálogo razonado entre las partes pueda traducirse no solo en la realización de unas elecciones libres y competitivas, sino que estas se respeten cabalmente, así como al gobierno resultante.

     Esto nos conduce al ineludible análisis del contexto. A grandes rasgos, la revolución luce más fuerte que la oposición. El gobierno se estructura sobre una organización castrense, en la que, pese a sus diferencias, se concentran monolíticamente alrededor del líder, quien ordena y los demás acatan (forma de partido estalinista). En la oposición no ocurre por variadas razones, que abarcan desde la natural variedad de ideas y puntos de vista hasta mezquindades y apetencias personales opacas.

No obstante, el gobierno también tiene aqueja debilidades que podrían representar grietas dentro de su organización monolítica. No es un secreto que para un gobierno populista como este, cuya fortaleza electoral ya no depende del carisma de un líder sino de la apariencia de bienestar (pan y circo), la escasez de recursos constituye un problema considerable. Adicionalmente, las maniobras internas, para fortalecerse unos y debilitar a otros, empiezan a mostrar la fractura interna.  

     Si vamos a emular procesos transitorios previos, como proponen unos miopemente, debemos tomar en cuenta pues, el contexto. Si hablamos del caso sudafricano, no veo en las filas revolucionarias un líder que, como Frederik De Klerk, reme en la misma dirección. Si nos centramos en cambio en las transiciones de los países integrantes del ámbito soviético, no se cuenta en Venezuela con ese hecho capaz de alterar el statu quo, como sí allá (la cesación de la doctrina Brezhnev). En todo caso, la resolución de la crisis no solo abarca el cambio de nombres en los altos despachos gubernamentales, sino la viabilidad del gobierno resultante en unas elecciones medianamente competitivas. Urge pues, alterar el statu quo. Ese debe ser, y ciertamente es, el propósito de la estrategia.

     No puede obviar la oposición que, de ganar las elecciones del año entrante y tomar el poder en el 2025, la actual Asamblea Nacional está dominada por los revolucionarios y la mayoría de las gobernaciones y alcaldías se encuentran en sus manos. O bien se hace caída y mesa limpia, lo que luce improbable (e incluso indeseable), o bien se logran los acuerdos para la gobernabilidad. Urge pues, atraer a las filas opositoras a sectores del chavismo, conscientes del colapso y de sus causas, y de la necesidad de cambio como medio de supervivencia.

     Otro factor que no puede obviarse es el tiempo. No solo porque incrementa el sacrificio de los ciudadanos, y con este, la volatilidad de un gobierno alterno, sino porque es un error reducir el espectro político a solo dos facciones (aunque en principio sea un grupo seguidor del gobierno y otro opositor). En estas tierras, la tentación del atajo, del caudillo redentor y de los saltos al vacío no nos es ajena, y no dudo yo, habrá ocultos entre las sombras, espantajos dispuestos a tirarse una aventura. En 1973, la tozudez y el sectarismo de Allende resultaron en una dictadura atroz.  

     No pueden las partes dar la espalda a los ciudadanos que esperan cambios, y que, según las encuestas, alrededor del 80 % rechaza al gobierno. Sin embargo, la maquinaria de este, aunada a las alianzas con otras formas de gobierno autocráticas, al parecer pueden contener las posibilidades de cambio. Por ello, la estrategia debe orientarse hacia la alteración del statu quo, de modo que a sectores fuertes dentro de la revolución se les haga atractiva la negociación y que, asumiendo el cambio como la única forma de su propia supervivencia, todos distintos grupos interesados en el cambio se reúnan primero alrededor de las transformaciones y no de sus apetencias. 

     Sin un quiebre, sin esas fuerzas internas y externas que inciten una genuina transformación del contexto, toda estrategia sería tan solo una quimera.


viernes, 8 de septiembre de 2023

 

    


Los titanes de nuestra política

Raza de monstruos anteriores a los dioses olímpicos, estaban condenados al fracaso, y, tras la derrota en las guerras lideradas por Zeus, fueron encerrados en el tártaro.

La verdad y la realidad no son lo mismo, aunque usualmente confundamos los términos. La realidad se construye de hechos, no de opiniones. Por ello, inmersos en nuestra crisis, tendemos a ampararnos en lo que creemos, no lo que vemos. El colapso, la inexistencia de instituciones, la censura y las prácticas contrarias a derecho no son opiniones, sino hechos concretos, visibles, mesurables, tangibles. En cambio, no así las vías para superar la crisis, que, en todo caso, se deben a la realidad.

     Si bien antes, las elecciones eran incapaces de generar los cambios que anhelan los ciudadanos, aun cuando hoy siguen vigentes las mismas falencias, un fenómeno emerge como respuesta ciudadana al hartazgo general. Sin embargo, por razones que podrían ir desde la pusilanimidad hasta la complicidad con el gobierno, el ataque desde los grupos políticos a ese caudal de votos que arrastra la ingeniera María Corina Machado supera al que, desde todas las trincheras posibles, debería emprenderse contra la causa del colapso, la revolución bolivariana.

     Analistas muy sesudos, y ciertamente respetados, desde la comodidad de sus oficinas y estudios, trazan matrices de opinión apartadas de la realidad y del interminable viacrucis de los venezolanos. Casi todas las encuestas no solo muestran el franco respaldo a la dirigente de Vente Venezuela, sino que, y esto es sumamente importante, no cualquiera derrotaría a Maduro en las presidenciales del 2024. El gobierno lo sabe, y, aunque existen razones éticas para rechazar la candidatura de quién encabeza el origen del colapso, posee la revolución un voto duro, terco, ciego, que, sin dudas y lamentablemente, supera al de otros candidatos, percibidos como torpes o cómplices, sea este juicio popular justo o no.

     El respaldo a Machado es real (mesurable, como lo demuestran la mayoría de las encuestas), como lo es, asimismo, el desprestigio y rechazo que buena parte del liderazgo, responsable del fracaso de las estrategias que ha desarrollado, indistintamente de las causas. Por su parte, los procesos previos han demostrado suficientemente que el gobierno revolucionario, como Jalisco, cuando pierde, arrebata. La pérdida del poder es un lujo que ciertamente no puede pagar. Si bien las primarias podrían representar un verdadero ariete para reventar la fortaleza del gobierno, justamente por ello, su realización soporta la posibilidad real de su cancelación. Por ello, contra viento y marea y pese a los torpedos lanzados aun por correligionarios de la ingeniera Machado, deben realizarse.

     Se sabe, el triunfo, si las encuestas no mienten, lo tiene María Corina Machado en su mano. La brecha entre ella y sus contendores más cercanos es, por decir lo menos, abismal. El gobierno, que siempre hace la tarea (de prepararse ante cualquier contingencia que amenace su hegemonía), sabe que ella es su némesis, un portento que, como lo fue Chávez en su momento, atrae millones de votantes (salvando las diferencias esenciales entre el líder de un golpe de Estado y la dirigente de Vente Venezuela). Por ello, no puede permitirse lo que podría ser un misil nuclear contra su poder hegemónico. Lo sé yo y lo saben ellos, los mandamases, de obtener ella una votación masiva en las primarias, como prometen todas las encuestas, ese capital político detonaría los muros de contención con tal magnitud que se le haría al gobierno muy difícil de detener esa riada. Por ello, mejor prevenir y no permitirles contarse.

     Creo yo, sin creerme amo de la verdad ni autor de las estrategias más esclarecidas, que la celebración de las primarias, más que una exaltación a una herramienta que como cualquiera otra puede ser útil o no, es una oportunidad para minar la robustez del gobierno. Sin embargo, ese caudal de votos, que son reales, y como dije, medibles matemáticamente, se originan en un profundo descontento hacia el liderazgo, lo cual ha sido igualmente cuantificado, y, por ello, toda estrategia que desconozca este hecho estaría destinada al fracaso.

     No seamos ingenuos, los ataques a las primarias, desde la acusación falsa de usar una data que es, y debe ser, del dominio público, hasta las recientes declaraciones de quien fuese parte integrante de la Comisión Nacional de Primarias, persiguen un solo objetivo: evitar que se demuestre interna y externamente del genuino deseo de una nación.

     Desde tiempos coloniales, el poder en estas tierras ha sido más que una vocación de servicio, un vehículo para medrar social y económicamente. La sucesión de rupturas que dieron origen a las nuevas élites, acompañadas por los residuos menos melindrosos de sus predecesoras, demuestra la lasitud del liderazgo frente a las ataduras constitucionales y legales, y aun las éticas. Nada más común en estas tierras que un caudillo redentor llamando a la revolución (como lo hizo Chávez desde su irrupción desde el anonimato el 4 de febrero de 1992). Dudo yo, por estas razones tan nuestras, que haya verdadera unidad. Sospecho pues, de voces que, trasladando sus temores y mezquindades, acusan de desunir a quien reúne hoy a la mayoría de los electores y ofrece, por primera vez en mucho tiempo, una posibilidad cierta de alterar el statu quo.

     El divorcio del liderazgo con la realidad no abarca solo su alienación del contexto, sino su ruptura con la gente, que, desde sus trincheras cotidianas, exige cambios, y no, como parece ser la consigna de los más notorios apaciguadores, la cohabitación.

     Creen algunos que los ciudadanos son bobos, y que, con engañifas y una soberbia pasmosa, van a imponerle rutas que no quieren, como si las personas no supiesen bien que el colapso tiene su epicentro en una revolución que no satisface los fines de un gobierno, sino los de una agenda que, a nosotros, los venezolanos, no nos interesa.

     Son estos pues, momentos para escuchar la voz quejosa de la gente. De no hacerlo, nos guste o no, sea beneficioso o no, ese lamento se hará estridente, y como los toros en los sanfermines, arrasará con todo a su paso.    

    

sábado, 10 de junio de 2023

 


                                                                                                           

 

Más allá del mensaje, donde los hombres combaten hasta morir

«The Guardian», prestigiosa publicación británica fundada hace más doscientos años, durante la campaña presidencial estadounidense del 2016 ya comparaba a Donald Trump con Hugo Chávez. Sé que muchos, cegados por la anacrónica división del espectro político entre izquierda y derecha (ajena a los nuevos paradigmas), entenderán esta comparación como una ofensa. Sin embargo, pese a ver la economía desde tribunas disímiles e incluso, opuestas, su conducta y su concepción del poder son idénticas. Desgraciadamente, se unen a esta peña muchos más. Víctor Orbán, Nayib Bukele, Recep Tayyip Erdoğan, Nicolás Maduro, Daniel Ortega, Xi Jinping, Alexandr Lukashenko, Miguel Díaz Canel, Vladimir Putin... Hoy por hoy, más del 52 % de la población mundial vive bajo la sombra de democracias defectuosas y autocracias declaradas. Quizás recuerde la década de los ’30 del siglo pasado, cuando los órdenes totalitarios parecían imponerse.

     En el mundo de hoy, separado del siglo pasado por una insalvable brecha tecnológica, permite trazar una nueva diferenciación política: autócratas y demócratas, con las mismas graduaciones que antes planteaban la izquierda y la derecha (desde radicales, moderados y los eclécticos). No es distinto Nayib Bukele de Daniel Ortega o de Xi Jinping, ni Donald J. Trump de Vladimir Putin y Nicolás Maduro. En todos los casos estamos en presencia de autócratas, de hombres fuertes negados a aceptar disidencia alguna y que solo reconocen su voluntad como ley suprema. Otra cosa es que al expresidente estadounidense y actual precandidato del Partido Republicano para la contienda del año entrante, con posibilidades reales de triunfo tanto de la nominación como de la presidencia de su país, lo amarren instituciones más robustas que las de nuestros frágiles órdenes republicanos. 

     Todos ellos, tiranos, no solo desnaturalizan la realidad para crear un ambiente donde, parafraseando al concepto que de posverdad nos ofrece el diccionario Oxford, los hechos objetivos tengan menos influencia para definir la opinión pública que la emoción y a las creencias personales, sino que polarizan de tal modo a la sociedad con un discurso demagogo, o, para ceñirme las 3 P del profesor Moisés Naím en su libro «La revancha de los poderosos», populista. Por último, esa elocuencia sofista crea profundas e insuperables diferencias, las cuales impiden el diálogo constructivo y nutren su hegemonía.

     No es casual que de las primeras medidas adoptadas por el gobierno revolucionario haya sido la institución de ese show barato y de mal gusto, tribuna para la maledicencia y la gavilla contra un sector de la sociedad (tomándome prestadas las palabras del doctor Arturo Uslar Pietri para referirse al diario «El venezolano», fundado por Antonio Leocadio Guzmán en 1840, junto a Tomás Lander). A Cuba le ha sido provechoso, al punto que hoy, 64 años después de aquella entrada triunfal de «los barbudos» en La Habana en enero de 1959, no existe una clase política emergente capaz de suceder a una casta envilecida y corrupta. No ha surgido pues, en la isla antillana una oposición robusta. Floreció sí, y se robusteció en parte por esa afinidad ciega hacia el líder cubano, el talante autócrata de Fidel Castro, quien incumplió todas las promesas hechas aquel primero de enero, salvo la de fusilar a los que formaban parte del depuesto régimen presidido por Fulgencio Batista, y, con el tiempo, a los disidentes, indistintamente de su origen (se rumora del derribo del avión en el cual viajaba Camilo Cienfuegos, del abandono del Che en Bolivia y de las razones aún oscuras del suicidio de Haydée Santamaría, pero el encarcelamiento de Huber Matos por más de veinte años es un hecho histórico).  

     Del Che se sabe lo que al régimen cubano le conviene (una imagen tan falsa del líder argentino como lo es Mickey Mouse), así como del suicidio de Santamaría (28 de julio de 1980) se sabe muy poco, a pesar de la carta que dejó (la cual tampoco es muy diáfana). Biógrafos no autorizados de Fidel Castro y estudiosos de la revolución dejan ver que la decepción por el giro que este le dio a la revolución motivó su fatal decisión. En 1986, el accidente nuclear ocurrido en la planta Vladimir Ilich Lenin en la localidad ucraniana de Chernóbil fue, en principio, encubierto por el entonces gobierno soviético, presidido por Mijáil Gorbachov, aunque imposible de ocultar a las naciones vecinas y los satélites (Suecia detectó a día siguiente partículas radioactivas en la ropa de los trabajadores de la central nuclear de Forsmark en la provincia de Uppland). En el año 2019, el gobierno chino trató de ocultar el surgimiento del Covid 19 en la localidad de Wuhan. Hay más casos, muchos más.

     Hoy, cuando la tecnología hizo trizas los paradigmas propios del siglo pasado, y con los cuales construimos una sociedad que ahora no los reconoce (ni puede, dada su obsolescencia), la desinformación funge como un arma estratégica (asimilable a las de destrucción masiva por el alcance del daño) para fortalecer autocracias iliberales, que unidas en un frente unitario amenazan no solo a democracias debilitadas, sino que avivan la eventualidad de una confrontación bélica de escala (la Tercera Guerra Mundial). Quienes crean que los ayatolás iraníes defienden al Sagrado Corán no entienden sus obscuras motivaciones, y que solo persiguen ellos el control de la sociedad de su país, y latentemente el de todo el mundo musulmán (y nada mejor para ello que la intolerancia religiosa) y, con el tiempo, hacerle la guerra a las «perversiones» occidentales. Orwell vuelve a cobrar vigencia. Esta vez de un modo que asombraría al mismo Joseph Göebbels.

     Las autocracias confieren muchísima importancia al discurso y a la posverdad. Aunque luego se desdijera, Trump decía que de México solo venían «violadores» y que el país vecino pagaría por el muro que él levantaría entre las dos naciones, obviando ese tercer país que siempre surge en las regiones fronterizas. Sabemos, no solo él ha construido tramos de un muro que, como la Gran Muralla, pretende (sin éxito) recorrer 3.169 kilómetros y aislar a Estados Unidos de inmigrantes «indeseados», así como que el Estado mejicano no pagaría un centavo. Pero millones de votantes estadounidenses se tragaron ese discurso, como también la infinidad de calumnias que le levantaron a la excandidata presidencial (y vencedora en el voto popular) Hillary Clinton. Por eso, ganó, y por esas mismas falsedades y distorsiones, una muchedumbre exaltada asaltó Capitol Hill el 6 de diciembre de 2021 (impensable en una de las democracias más robustas del mundo). Y no solo obtuvo la segunda mayor votación en la historia de Estados Unidos, sino que tiene posibilidades reales de volver a la Casa Blanca en enero de 2025. Chávez priorizaba la transmisión de ese show vulgar y fastidioso, que creó la impresión de que era él un hombre culto, lo que es absolutamente falso. Chávez era bastante ignorante. Salvo leerse las contraportadas y resúmenes de libros, y citarlos como los loros dicen frases jocosas, era este oficial de rango subalterno un hombre de corto bagaje cultural y académico, más atento a servir de animador en saraos llaneros que a aprender el oficio castrense.

     La posverdad no es pues, resultado de la ignorancia sobre temas particulares, sino que, como sofisma que es, conlleva la voluntad de engañar, de crear confusión sobre la realidad. De ese modo, y con un propósito claro, ciertamente malsano, desarticula a la sociedad mediante discusiones bizantinas y disputas absurdas, como el tono de piel de la reina Cleopatra o el genocidio perpetrado por los colonizadores españoles en estas tierras, cuyo número se nos hace mui difícil de creer, como lo afirma Carlos Rangel en su obra «Del buen salvaje al buen revolucionario», en oposición a ese compendio de fábulas, mitos y medias verdades que es «Las venas abiertas de América Latina», del periodista uruguayo Eduardo Galeano. Gracias a las nuevas tecnologías, la posverdad ha contaminado con sus tergiversaciones y su ánimo polarizador a las sociedades, dividiendo al liderazgo entre autócratas y demócratas, y a la sociedad misma en bandos ferozmente enemistados, al extremo de poder ser la causa de guerras civiles, esas que poco antes de su muerte, el historiador Manuel Caballero, con un tono ominoso, presagiaba. 


viernes, 31 de marzo de 2023

 

     El miedo no es una opción

El miedo, la incertidumbre y la duda son hoy por hoy poderosas herramientas en manos de autócratas, de almas descompuestas por ese bubón fétido, el poder. Este fenómeno, llamado «FUD» (por sus siglas en inglés, fear, uncertainty and doubt), nace de los profundos cambios que hoy enfrenta la humanidad. En algún momento del siglo pasado, probablemente las décadas siguientes al término de la Segunda Guerra Mundial (septiembre, 1945), dimos un salto cuántico, y, pese a que creímos que la victoria del liberalismo después del desplome de la URSS en diciembre de 1991 (aunque podríamos afirmar que realmente triunfó tras la batalla de Jena en octubre de 1806, como lo propuso Hegel), las autocracias encontraron fisuras en los órdenes democráticos, originados por la obsolescencia de paradigmas, que, ciertamente, los han debilitado, y les han vestido como pusilánimes frente a una sociedad quejosa y expectante, y, por muchas razones, temerosa del futuro.

     La democracia no ofrece éxitos espectaculares. Por lo contrario, fundada sobre arreglos y consensos, solo ofrece a los ciudadanos, muchas veces enfrentados en posturas opuestas, logros parciales, modestos en la mayoría de los casos, pero suficientes para mantener la avenencia entre los distintos intereses de una sociedad. Las autocracias, en cambio, prometen conquistas espectaculares (seguramente porque saben sus adalides ruidosos, que no las van a realizar), por lo general al grupo más quejoso, y normalmente el más numeroso, que suele ser la base para su acceso al poder mediante métodos democráticos: el sufragio, que en principio les concede una legitimidad que pronto perderán. Yerran pues, aquellos que a voz en cuello afirman que este gobierno, el de Maduro (y otras dictaduras de nuevo cuño), no desea que votemos. Por lo contrario, necesitan – y desean – ese nimio barniz de legitimidad incapaz de tolerar siquiera una tenue llovizna.   

     Tal vez como en las décadas de los ’20 y los ’30, aunque por otras razones, las democracias contemporáneas lucen agotadas y, sobre todo, pusilánimes, término que le robo al profesor Charles Rousseau («Derecho Internacional Público», Ariel. 1965). En especial cuando los paradigmas cambian de forma drástica, como en efecto ocurre actualmente, como lo testifican autores en distintas épocas, como Alvin Toffler, Yuval Harari y Alain Touraine. Millones de personas se sienten miedosas, confundidas y, por ello, sospechan de todo y de todos, razón por la cual se abre paso la posverdad y de la mano de esta, el populismo y la venenosa polarización.

En un maremágnum de noticias falsas y verdades mediatizadas difundidas justamente para crear aun mayor confusión y, de ese modo, atraer a la gente con sus cantos de sirena, la gente ya no distingue lo cierto de lo ficticio, lo real de lo fantástico. Y las autocracias, que en los últimos veintitantos años han ido ganando espacio (un informe de Freedom Houese redujo las puntuaciones de libertad de 73 países, lo que representa el 75 por ciento de la población mundial), saben valerse de ello. Peligroso desde dos puntos de vista: la inminente progresión de tiranías de viejo y nuevo cuño, y la posibilidad cierta de que, en un momento dado, las democracias occidentales deban actuar con mayor contundencia frente al autoritarismo, lo que supone una escalada de violencia de tal magnitud que nos empuje a una nueva guerra de escala global, como sucedió en la década de los ’30 con la decadencia de las democracias y el inicio de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939. En este caso, el nuestro, con armas de destrucción masiva. Tal vez el choque entre autocracias de variado pelaje y Occidente sea mucho más posible, y cercano, de lo que quisiéramos, y mucho más riesgoso en términos reales.  

     Tal vez estemos encarando el fin de las democracias y el inicio de una distopia digna de Ray Bradbury, Aldous Huxley o de la horrenda Oceanía de George Orwell. Un mundo dominado por bots, por discursos políticamente correctos, aunque carentes de sentido lógico y, sobre todo, de inteligencia, esa que de a poco va sustituyendo esa otra que no es inteligente. Mientras inundan sociedades las arengas vacías y necias, esputadas por caudillos e iluminados justamente para quebrar las columnas de las democracias, los autócratas hacen su inmundo trabajo. Y los demócratas, sin dudas, van perdiendo el fuelle que otrora acusara a aquellos.

     ¿Será que aún hay tiempo para envalentonar a la gente y plantarla de frente a las autocracias? Decían los sabios griegos que los dioses no dejan de girar la rueda de la fortuna. Y si antes favorecían a unos, luego puede que favorezcan a otros. Ojalá. Ese y no otro es el objeto de escribir estas reflexiones. Que, como decía Kotepa Delgado, algo queda.  

     Asumo yo, que ese primer gran paso para desmontar la maquinaria autoritaria de los tiranos, no puede ser otro que el desmantelamiento de las fábulas, concebidas en su mayoría para confundir. Cuando los hackers rusos inundaron de informaciones falsas a la sociedad estadounidense en el 2016, para beneficiar la campaña de Donald J. Trump, al que Putin prefería en lugar de Hilary Clinton, no perseguían sustituir la verdad por una mentira (como proponía el ministro de propaganda nazi Joseph Göebbels), que en otros casos similares llega a ser absurda (como el caso de los terraplanistas y las conspiraciones judeo-masónicas), sino minar la confianza en la información suministrada por los medios tradicionales y, crear un ambiente de incredulidad e inseguridad que nutra de votos al caudillo (o, como en el caso de los hackers rusos, a un candidato de su preferencia).

     Y el otro, aún más osado, enfrentarlas a tiempo. Evitar que emulen al Tercer Reich en la década de los ’30, que despreciando el orden internacional (reglado en parte tras la firma del Pacto de Versalles, en febrero de 1919, y para muchos, génesis de la guerra que reventó dos décadas después), se armó para lo que desde siempre tuvo en mente, avanzar hacia su objetivo, como en efecto lo hizo, y con relativo éxito hasta 1943. Requiere esto último, abandonar posturas melindrosas y hacerles difícil su coexistencia en un mundo donde de un modo u otro, y pese a la queja de tantos, Occidente logró sembrar exitosamente algunos de sus valores y principios. Al menos los más valiosos: la libertad y la democracia.

     Los venezolanos, somos hijos de Occidente y de la Ilustración que iluminó las mentes de nuestros próceres, pues defendamos ese precioso legado, que, parafraseando al gran Thomas Jefferson, nunca se nos es dado gratuitamente y, por lo contrario, su precio es doloroso y, para cerrar con palabras de Winston Churchill, una vez perdido, nos cuesta sangre, sudor y lágrimas recuperarlos. El miedo no es pues, una opción.

    

lunes, 27 de marzo de 2023

 

     Ad tergum Roman

(de vuelta a Roma)

No ha sido el desarrollo humano un camino plácido. Por lo contrario, mucha sangre, mucho sudor y muchas lágrimas enlodan un camino indeciso, que, zigzagueante, busca ascender por pendientes escarpadas.

     El gran salto de la vida nómada a la sedentaria alteró el curso de la historia, y con esto significo el del desarrollo del hombre como especie, aun en aspectos tan básicos como su alimentación. Si antes colectaban variedad de bayas, vegetales y frutos, y cazaban distintos animales; con el sedentarismo, redujeron su dieta a lo que cultivaban y criaban en sus comarcas, a las cuales estaban atados. Sin restarle importancia a este hecho y tomándolo solo como ejemplo, las transformaciones en la vida cotidiana de los seres humanos cambiaron drásticamente toda su existencia. Los asentamientos humanos, si bien forjaron la civilización, y trazaron un sendero para el florecimiento del conocimiento, encadenó al hombre a sus tierras, y por ello, al concepto de nación. Crecieron pues, aquellas primeras colonias, no muy distintas del campamento pasajero de alguna tropilla de cazadores y recolectores, hasta convertirse en ciudades y reinos e incluso, los grandes y poderosos imperios.

     Hoy por hoy, se nos habla de cambios, de modificación de paradigmas (como lo fue el nomadismo frente al sedentarismo hace una centena de siglos), pero no asumimos, pese a la literatura existente y su difusión por destacados analistas, la magnitud de estos ni de sus consecuencias, así como tampoco su vertiginosidad. Alvin Toffler no solo advertía que los cambios eran sólo comparables con aquellos resultantes del advenimiento de la civilización («El shock del futuro». 1970), sino, además, su creciente aceleración. Por su parte, el historiador israelí Yuval Noah Harari se atreve a afirmar que el homo sapiens podría encarar el fin de su supremacía como especie («Homo Deus». 2014).

     Parece duro, y lo es. Sin embargo, luce inevitable. 

     En algún momento del siglo pasado, seguramente las décadas siguientes al término de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1945, la humanidad dio un salto cuántico, uno que antes sucedió, en efecto, pero demoró cientos de miles de años, pero que ocurrió para nosotros con tal rapidez, que una misma generación la ha experimentado. Somos pues, los que estamos vivos, testigos de transformaciones que, más o menos de la misma trascendencia, en otras épocas tardaron decenas y cientos de miles de años.

Si miramos atrás, la aparición del hombre pensante demoró cientos de miles de años de evolución. Desde entonces hasta la revolución agrícola y el inicio de la civilización transcurrieron unos 60 mil años. La antigüedad pudo extenderse por unos cuatro o cinco mil años, desde las primeras civilizaciones políticamente organizadas hasta la caída de Roma en occidente, en el 476 d.C. La Edad Media duró mil años. Sin embargo, la edad moderna no superó los 500... Sea como sea, el desarrollo, si bien no ha sido lineal (ni plácido), ha ido acelerándose vertiginosamente, y hoy, quienes nacimos antes de 1980 nos encontramos frente un mundo tan distinto de aquel en el cual crecimos, que podríamos sentirnos como los miembros de una tropilla de cazadores y recolectores inmersos de súbito en alguna ciudad de la antigüedad. Por eso, no entendemos nuestra propia realidad, y tercamente nos aferramos a aquella que, aunque muerta, es la única que conocemos y nos ofrece seguridad.

     A esa vertiginosidad de los cambios nos cuesta adaptarnos, y es por ello que advertimos una obstinada resistencia a lo inevitable: la muerte de la permanencia y la certidumbre, y el advenimiento de una realidad cambiante, dinámica y, sin dudas, incierta. Poco importa si la queremos o no, si nos gusta o no. No es en gran medida, esta civilización nuestra, un acto de la voluntad, sino, el resultado inesperado de un descollante desarrollo tecnológico que pareciera superarnos.

     Si queremos armonizar las relaciones humanas, tenemos que repensar sobre qué paradigmas se edifica esta nueva realidad, inédita e inhóspita, y, para muchos, émulo de aquel Nuevo Mundo que encontraron los conquistadores europeos en el siglo XVI. No será fácil ni incruento. Para infinidad de personas, aun el mundo desarrollado, es esta incapacidad para adaptarnos, una enfermedad, una que Alvin Toffler llamó «el shock del futuro» (Ob. Cit.). Y como el individuo estertóreo que se resiste a su inminente muerte, no son pocos los que con fiereza se aferran a un pasado igualmente moribundo.

      Nos aferramos pues, millones de seres humanos, a un cadáver insepulto, que, como todos, acabará putrefacto y agusanado.

     Ese mundo feneció, y, pese a lo desagradable y desconcertante que nos resulte, hoy nos encontramos perdidos en una realidad que podría ser para muchos de nosotros, distópica.

     Creo yo, que, entre tantos paradigmas emergentes, uno destaca sobremanera: la transformación del concepto íntimo de nación y la relación del sujeto con su nación.

     Dijo Ortega Y Gasset, «soy yo y mis circunstancias». Somos pues, todos nosotros, hijos de una cultura y una familia que arrastran tradiciones, lenguajes, creencias, valores... Son referentes pues, que en cierto modo nos definen como individuos, como forjadores del progreso cultural. Sin embargo, el desarrollo de medios de comunicación masivos, como la TV global y el internet (y con este, las redes sociales); el mundo, otrora un lugar inmenso, devino en lo que Marshall McLuhan llamó «aldea global». El mundo es hoy eso, una aldea, un villorrio minúsculo en el cual las personas se desplazan a la velocidad de un «clic».

     Las migraciones no son novedosas. Roma cayó por esas invasiones bárbaras que de a poco fueron penetrando los limes del Imperio, solo que hoy, a diferencia de aquellas, ocurren tanto física como virtualmente, y a una velocidad mucho más atropellada. Las fronteras que hasta recién resguardaban culturas de la «contaminación extranjera» se desvanecieron como el humo en la ventisca. Y esas oleadas humanas arrastran su cultura a un nuevo espacio, como los bárbaros, a la antigua Roma y los moros, a España. Ya lo dijo Mario Vargas Llosa en una entrevista hace ya algunos años, la globalización amalgamará los elementos valiosos de cada cultura en una suerte de civilización planetaria. No podemos negarlo, son las redes sociales grietas en esas murallas nacionalistas, y, a través de sus resquicios, cada vez más grandes, se ve la intimidad de los pueblos. Se conocen mejor – y directamente – sus verdaderos valores, y a ratos, algunos seducen con sus innegables encantos, como la libertad que ha venido pregonando, con éxito, Europa.

     Decía John Lucaks que el nacionalismo había sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial («The end of the Twentieth Century and the end of the Modern Age. 1992), y los eventos posteriores a su término así lo evidenciaron. Sin embargo, podemos afirmar que no resistió la aparición del internet. Lo que no pudo la bomba atómica, con su fuerza devastadora, lo pudo el internet. Vemos jugadas nacionalistas, como la de Putin y la de China, y la resistencia a lo que bien llamó Francis Fukuyama «el fin de la historia» (frase que el filósofo estadounidense tomó de Hegel), pero resulta indiscutible el triunfo de occidente. Y si bien Occidente también se transformará y recibirá influencias de otras culturas, es irrefutable la presencia occidental en la configuración de esa «supercivilización» que, emulando al antiguo imperio romano, podríamos llamar ecuménica. El verdadero triunfo de Occidente, creo yo, se materializará cuando la humanidad se amalgame en una sociedad que, sin desdeñar las tradiciones y valores de cada pueblo, reconozca algunos universales sobre los cuales construir un orden ecuménico, y todo apunta a que son esos los que Hegel anunciaba como el gran triunfo liberal después de la batalla de Jena (14 de octubre de 1806).

     He aquí pues, el busilis de este asunto. Si bien encaramos retos trascendentales, para empezar, nuestra propia supremacía como especie, el cambio climático y sus riesgos implícitos (entre los cuales, no cabe descartar una guerra global), la dignidad del ser humano, creo yo, que uno de los más notorios, y quizás cardinales, sea la decisión entre la civilización ecuménica y la fragmentación cada vez mayor en minúsculas naciones. La paz planetaria depende de ello.

     Por un lado, pulsan las fuerzas egoístas presentes en toda comunidad para fragmentarse en naciones más pequeñas, localistas y provincianas, ciegas a l realidad del mundo contemporáneo, y, con ello, la posibilidad de guerras menores que vayan escalando a otras de mayor escala hasta quizás, aquellas impensables; y por otro, la creciente necesidad de reconocernos como una sola nación, la humana, y la consecuente configuración de un orden ecuménico, como el que, sin dudas, han perseguido infinidad de pensadores desde el colapso de Roma en el 476 d.C. Por un lado está el fantasma de la guerra y con este, la llegada de las miserias que siempre trae consigo, y por otro, la renuncia al concepto tradicional de nación, fuertemente arraigado en el ideario de cada persona en este vetusto planeta, pero, a ciencia cierta, un camino confiable para garantizar la paz.