martes, 3 de octubre de 2023

 

                La banalidad perversa

A veces, el avieso ni siquiera sabe que lo es.

     Abruma la superficialidad de unos, si es que, concediéndoles el beneficio de la duda, son realmente triviales. Amparados en un pragmatismo nauseabundo, exigen de la ciudadanía una conducta ofensiva para quienes su vida se ha transformado en un viacrucis. No somos muchos lo suficientemente indolentes como para olvidar el sufrimiento de tantos. Su poquedad pues, repugna.

     Calificándose como neutrales, y, ensoberbecidos, ungidos por un aura imaginaria que les hace creerse superiores, recurren a eufemismos, sofismas y otras engañifas, para falsificar la verdadera naturaleza del gobierno revolucionario. No se trata de opiniones, que podrán estar mejor o peor sustentadas, pero en modo alguno considerarse verdades inobjetables, sino del inocultable colapso nacional y de las denuncias concretas sobre la violación sistémica de los derechos humanos y la depredación de las arcas públicas y. Son ellos pues, voces sombrías que, tras un discurso maniqueo, esconden su incuestionable malignidad.

     Priman sus propios intereses, y, parafraseando a Lenin (que, en eso, tenía algo de razón), optan por ganar dinero, aunque para ello deban negar las satrapías, y, de algún modo, venderle al verdugo la soga con la cual habrá de ahorcarlos. Inmersos en un culto repulsivo al dinero, a quien lo tiene y a la apariencia de ser exitoso, solo cuidamos cuánto se colman las arcas, y no los medios para hacerlo, por lo que, si es sucio, por las razones que sean, poco importa. Solo interesa que un sector pueda hacer sus negocios, aunque estos no redunden en beneficio de todos, como, ciertamente, ha ocurrido y ocurre.

     Venezuela colapsó, y en medio de la desolación y las ruinas, la ciudadanía padece penurias indecibles. La pobreza salpica a casi todos y, a pesar de las palabras de algunos, no son las sanciones su origen ni las causas principales de su agravamiento. El deterioro nacional contrasta con la obscena ostentación de dinero de una minoría. Pero no es solo la miseria que ha empujado a casi ocho millones de personas a huir por caminos peligrosos, sino la destrucción del Estado de derecho, y la consecuente institución de prácticas horrendas, cuyo perdón se le hace a muchos ofensivo.

     Sin embargo, no faltan voces que, animadas por la palabrería barata de charlatanes, apelan al pragmatismo, y con este, a esa cohabitación siniestra. Con frases rebuscadas, aparentemente preñadas de bondad y sensatez, se vende un régimen corrupto, una conducta propia de leviatanes. Para que unos pocos puedan hacer negocios, enriquecerse y ostentar su éxito, que otros carguen la pesada cruz de un país perdido en su propia banalidad perversa y en la cruda miseria. Que otros lloren a los muertos, a los torturados y que sean otros a quienes el hambre les muerda las tripas.

     Asombra y repugna la idiotez maligna de quienes vuelven la espalda a millones de venezolanos cuyo futuro se fue por el caño, y que, demoradas las urgentes medidas para superar la crisis por la mezquindad de unos cuantos, deberán pagar con mayores sacrificios el pesado fardo de una gestión fallida y corrupta.

      

    

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