La
banalidad perversa
A veces, el avieso ni siquiera sabe que lo
es.
Abruma la superficialidad de unos, si es
que, concediéndoles el beneficio de la duda, son realmente triviales. Amparados
en un pragmatismo nauseabundo, exigen de la ciudadanía una conducta ofensiva
para quienes su vida se ha transformado en un viacrucis. No somos muchos lo
suficientemente indolentes como para olvidar el sufrimiento de tantos. Su poquedad
pues, repugna.
Calificándose como neutrales, y,
ensoberbecidos, ungidos por un aura imaginaria que les hace creerse superiores,
recurren a eufemismos, sofismas y otras engañifas, para falsificar la verdadera
naturaleza del gobierno revolucionario. No se trata de opiniones, que podrán
estar mejor o peor sustentadas, pero en modo alguno considerarse verdades
inobjetables, sino del inocultable colapso nacional y de las denuncias
concretas sobre la violación sistémica de los derechos humanos y la depredación
de las arcas públicas y. Son ellos pues, voces sombrías que, tras un discurso
maniqueo, esconden su incuestionable malignidad.
Priman sus propios intereses, y, parafraseando
a Lenin (que, en eso, tenía algo de razón), optan por ganar dinero, aunque para
ello deban negar las satrapías, y, de algún modo, venderle al verdugo la soga
con la cual habrá de ahorcarlos. Inmersos en un culto repulsivo al dinero, a
quien lo tiene y a la apariencia de ser exitoso, solo cuidamos cuánto se colman
las arcas, y no los medios para hacerlo, por lo que, si es sucio, por las
razones que sean, poco importa. Solo interesa que un sector pueda hacer sus negocios,
aunque estos no redunden en beneficio de todos, como, ciertamente, ha ocurrido
y ocurre.
Venezuela colapsó, y en medio de la
desolación y las ruinas, la ciudadanía padece penurias indecibles. La pobreza
salpica a casi todos y, a pesar de las palabras de algunos, no son las
sanciones su origen ni las causas principales de su agravamiento. El deterioro
nacional contrasta con la obscena ostentación de dinero de una minoría. Pero no
es solo la miseria que ha empujado a casi ocho millones de personas a huir por
caminos peligrosos, sino la destrucción del Estado de derecho, y la consecuente
institución de prácticas horrendas, cuyo perdón se le hace a muchos ofensivo.
Sin embargo, no faltan voces que, animadas
por la palabrería barata de charlatanes, apelan al pragmatismo, y con este, a
esa cohabitación siniestra. Con frases rebuscadas, aparentemente preñadas de
bondad y sensatez, se vende un régimen corrupto, una conducta propia de
leviatanes. Para que unos pocos puedan hacer negocios, enriquecerse y ostentar
su éxito, que otros carguen la pesada cruz de un país perdido en su propia
banalidad perversa y en la cruda miseria. Que otros lloren a los muertos, a los
torturados y que sean otros a quienes el hambre les muerda las tripas.
Asombra y repugna la idiotez maligna de
quienes vuelven la espalda a millones de venezolanos cuyo futuro se fue por el
caño, y que, demoradas las urgentes medidas para superar la crisis por la
mezquindad de unos cuantos, deberán pagar con mayores sacrificios el pesado
fardo de una gestión fallida y corrupta.
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