Imagino
a Donald Trump, un hombre henchido por un monstruoso ego, vociferando lugares
comunes y, sobre todo, avivando odios en un mundo que padece vicios como la
xenofobia y el resentimiento por otras fobias, no porque los inmigrantes
ilegales u otras ubicaciones de los odios humanos sean una verdadera amenaza
para los países, sino porque los paradigmas, agotados, ya no resuelven sus
dudas. Imagino a Trump, encarnación estadounidense de Chávez, endilgando
culpas, acusando y ofendiendo… todo, mientras no sea demostrar su idoneidad
para un cargo que ya sabemos le va a quedar demasiado grande.
Uno
de los paradigmas agotados es justamente el de «la diferencia cultural» y aún
más el de la «superioridad cultural». En un mundo interconectado como este, las
personas interactúan en tiempo real a través de los medios electrónicos, y así
como una madre conversa por Skype con su hijo al otro lado del Atlántico, dos
personas alejadas por miles de millas inician una relación amorosa en uno de
esos muchos foros on-line. Un empleador en California o Nueva York no necesita
que un trabajador esté físicamente en Estados Unidos, y aun así se le está
quitando una oportunidad de empleo a un estadounidense. Por primera vez, ser de
un país pobre constituye una ventaja… los mismos cien dólares no rinden igual
para uno que para otro.
Las
empresas ya no miran localmente. Su visión de negocios trasciende fronteras. Y
hay, hoy por hoy, monstruos tan grandes como Google, que difunden más que datos,
elementos que dibujan una cultura ecuménica. Bien lo decía Vargas Llosa hace
años, la globalización no impone esta o aquella civilización. Simplemente se
nutre de lo mejor de cada una. Y es por eso que esos bordes culturales han
comenzado a desdibujarse, causando, sin dudas, temor, aun pánico, en muchas
personas, pacientes quejosos de esta enfermedad contemporánea: «el shock del
futuro».
En
una sociedad globalizada al extremo de ser una aldea tan grande como lo es el mundo,
unos paradigmas pierden vigencia y su obsolescencia aqueja a millones de
personas que no consiguen adaptarse a una vida signada por la modularidad y la
transitoriedad. Nada es inquebrantable y eso, sin dudas, agobia. Creo yo pues,
que Chávez, Podemos, Keiko Fujimori, el Socialismo del Siglo XXI y el señor
Trump son una respuesta – acaso indeseable – a ese quiebre de paradigmas sobre
los cuales muchos creían cimentadas sus vidas. Ellos miran al pasado porque no
entienden el presente.
Sin
embargo, la idea de impedir esos cambios es una ilusión. Por el contrario, como
el árbol en medio de una riada, las aguas descontroladas y feroces lo
arrancarán de raíz y lo arrastrarán. Los cambios, hoy tanto como ayer, son
indetenibles. Por mucho que lo desearon los absolutistas, no lograron contener La
Ilustración. Por mucho que se aferraron al comunismo, la URSS terminó cayéndose.
A pesar de la defensa a ultranza en estas tierras del socialismo, el modelo
fracasó y ya no es un referente válido. Por mucho que la sociedad
estadounidense se aísle e intente mantener su posición como gran hegemón
planetario, otras fuerzas (algunas sin banderas, como Google o Microsoft), irrumpen
como potencias emergentes.
Termino
este texto con unas palabras que sabiamente me ha enseñado el profesor Humberto
Valdivieso: yo no digo esto porque tenga las respuestas, sino porque no las
tengo.