viernes, 16 de agosto de 2013

¡Seamos serios!

Los peligros que entraña la República no son pocos ni despreciables. Este proyecto delirante ha deformado las concepciones del Estado y del Gobierno, las cuales ha reducido a discusiones mostrencas. La realidad se nos ha plantado de frente con su rostro inamistoso. Después de 14 años ensayando un modelo económico desgastado y probadamente inservible, como lo es el socialismo, la inflación y la escasez se han apoderado de la cotidianidad de los ciudadanos. Este (des)propósito, liderado por un hombre con una formación académica pobre como lo fue Chávez, simplemente fracasó, como lo podía prever cualquier persona con dos dedos de frente y una mínima noción de los eventos históricos recientes.
El gobierno de Maduro se encuentra arrinconado. La ambición de Chávez por reelegirse, a pesar de su precaria salud y su incapacidad manifiesta para hacerle frente a un tercer mandato, desoló las arcas públicas y demolió finalmente las pocas instituciones que permanecían de pie. Hay un sinfín de ataques a la constitucionalidad y a la ley que ciertamente han minado las instituciones hasta reducirlas a apéndices del PSUV. Eso es del todo inaceptable. Hoy por hoy, el gobierno está políticamente debilitado – las elecciones del 14 de abril pasado arrojaron una migración de casi un millón de votos del chavismo a la oposición a pocos meses del deceso del caudillo – y las arcas exhaustas, mientras una población expectante por las dádivas que ayer concediera el comandante ve como sus ingresos cada vez valen menos.
La oposición por su parte, parece perdida y torpe. Sus metas han sido en estos años cortoplacistas, por lo que, derrotada en las urnas, sea con o sin trampas, genera desconfianza y desmoraliza a las personas de a pie, que, acosadas por los graves problemas, siente al liderazgo opositor incapaz para enfrentar eficazmente las políticas erradas de un gobierno ideológicamente obsoleto. La visión meramente electoral de los grupos opositores los ha enfocado en los comicios y ha obviado el arduo trabajo de construir una ciudadanía reflexiva que no se limite a votar, sino que analice, que indague y que exija respuestas serias y viables a sus problemas. Claro, un país de caudillos como éste no desea un electorado realmente activo y crítico.
Las otras expresiones de la sociedad han sido mudas. Las academias no han realizado pronunciamientos institucionales que desnuden la gravedad de las violaciones a la Constitución y las leyes – más de 1500, según alguno que lleva la cuenta – o la inviabilidad de medidas económicas probadamente fallidas. Las universidades se han limitado a discusiones de índole salarial y han obviado la desmejora substancial de la calidad educativa. La Iglesia ha silenciado su voz ante la innegable inmoralidad que hoy nos corrompe, a tirios y troyanos. Somos una sociedad adormecida e inmersa en una peligrosa anomia. 
El peligro repica sus trompetas a las puertas. Las desgracias no ocurren porque algunas personas se atrevan a presagiarlas. Ocurren porque nadie hace nada para impedirlo. Un rayo – fenómeno natural muy común – causó un incendio en una refinería venezolana. No hubo el incendio porque algunos expertos auguraran la tragedia ante la evidente falta de mantenimiento de las instalaciones, sino por la negligencia para tomar las medidas preventivas. Asimismo, el caos y el desorden suelen traer consecuencias desagradables e indeseables, como los detestables “pone orden” que hemos padecido durante nuestra historia republicana.
Estamos obligados, por nosotros y nuestros hijos, a responsabilizarnos y exigir de unos y otros seriedad. Las leyes no están al servicio de unos gobernantes, como no somos tampoco soldados en un matacán. Basta de loar una conducta castrense que ofende la civilidad democrática. Basta de esperar del gobierno las soluciones que nos competen a cada uno respecto de nuestro propio entorno. La propaganda y el discurso maniqueo no van a resolver los problemas. Negar la crisis, tampoco. Mucho menos, plegarse automáticamente a un líder, sin ninguna capacidad de crítica y ajenos a nuestra obligación con nosotros mismos. Hemos llegado al extremo de la banalización y si no asumimos una actitud mucho más seria y responsable frente a nosotros mismos, no vamos a solucionar a largo plazo nuestros problemas, que son muy graves.   

martes, 6 de agosto de 2013

¿Un mal sin cura?

No me culpen por echarles este cuento, que sólo sé del mismo lo que la lógica me ha narrado. El 20 de mayo de 1993, el señor Carlos Andrés Pérez salió de Miraflores, botado, como una sirvienta a la que han pillado con unas prendas de la señora. Su salida no obstante, no se debió al surgimiento de un caudillo cuartelero, que, según uno que otro que sobre él ha escrito, ni siquiera entró al ejército por una verdadera vocación castrense. Se debió a la inconformidad de un grupo, suerte de festín que reunía a intelectuales, líderes políticos, aún los de su propio partido, y desde luego, a los empresarios. Y su pecado no fue cogerse unos cuantos reales que hoy no compran un carro usado, lo que a la final también resultó ser falso. Su pecado fue tratar de cambiar el statu quo.
El caudillo, fallecido en marzo de este año, contó con el espaldarazo de dueños de medios, periodistas reconocidos, intelectuales y uno que otro coleado, que haciéndose llamar los notables, impulsaron primero la presidencia de un anciano decrépito y luego, la de un desconocido, cuya carta de presentación fue un golpe de Estado fracasado del que después se ha tratado de construir una falsa mitología. No fue el pueblo pues, que puso al caudillo barinés en Miraflores, sino una clase política compuesta por gente de variadas procedencias y que, en los corros políticos, se les suele llamar establishment.
El amor del caudillo por su pueblo, el proyecto de salvación nacional que propuso, sin dudas con ingenuidad pasmosa, una constituyente regeneradora y sanadora no era lo que realmente tenía en mente el establishment. A ellos les bastaba mantener el statu quo, que resguardase sus buenos negocios de una genuina competencia con productos y servicios importados del exterior e infinitamente superiores. Claro, por algo se dice, a veces con razón, que mal paga el diablo al que bien le sirve. Y a éste, que fue consentido por los ricos y los pobres, tampoco le importaban los pobres, necesarios siempre para vender su mercadería ideológica devaluada y de ese modo, apropiarse del Estado, del gobierno y del poder para confundirlos todos con su ego engrandecido.   

Al final del cuento, todo ha cambiado y nada ha cambiado. Muchos de los que ayer apoyaron y aplaudieron al caudillo, hoy están quebrados. Otros se han plegado al discurso y, acompañados de una nueva casta política, se han enriquecido aún más. Nada nuevo en estas tierras calenturientas, que han visto pasar por sus campos, la más de las veces desolados por ese culto al líder mesiánico, huestes que nunca han sembrado algo distinto a la miseria y la muerte. Lo triste es que a estas alturas, ya deberíamos estar curados.