Umberto Eco, en su libro “A paso de
cangrejo”, plantea el tema de la retórica prevaricadora. Para este filólogo y
escritor italiano, no se trata de la retórica, que es el arte de la oratoria,
sino de la prevaricación implícita en algunos discursos. La propaganda nazi era
prevaricadora. También lo era la verborrea del líder fascista Benito Mussolini.
Lo es, sin dudas, el discurso aupado desde Cuba al resto del continente. Su
propósito esencial era - y es – anular la voluntad popular para apropiarse el
poder político.
La retórica prevaricadora parece ser
pues, propia de los regímenes totalitarios. No lo es, sin embargo. Las
democracias modernas, con todas sus libertades, han incurrido en otra forma de
discurso engañoso: el discurso
políticamente correcto. El atentado contra el semanario Charlie Hebdo,
hecho por lo demás reprochable, desnudó la superficialidad del discurso
políticamente correcto. Excusar a los extremistas musulmanes que perpetraron el
atentado, aunque sea tangencialmente, arguyendo que el semanario ofendía sus
creencias es una idiotez (y en efecto, a mi juicio es ofensivo y de mal gusto).
Y lo es, no porque las creencias sean una necedad – yo soy católico -, sino
porque esa conducta hace de la sociedad una gigantesca escuelita. Eso sí es
inaceptable.
En su libro “La civilización del
espectáculo”, Mario Vargas Llosa alerta sobre la superficialidad que impera hoy
en el mundo. Y esa frivolidad, tanto como la neolengua de “1984”, limita la capacidad de pensar, y por ende de
asumir una postura seria frente a los problemas actuales, que dicho sea de
paso, son muy graves. Ése es el riesgo del discurso políticamente correcto.
Tanto como la propaganda totalitaria, reduce el pensamiento, solo que no usa la
fuerza. No deja de ser igualmente grave, desde luego.
Las declaraciones de líderes, sobre
todo opositores, cae irremediablemente en la idiotez dominante: el discurso políticamente correcto, cuya
consecuencia es, sin dudas, la disminución de la discusión acerca de los
problemas a diatribas estériles, que resuenan bien pero que no resuelven. La
gravedad de la crisis no permite necedades. Hay problemas profundos, que
afectan una parte significativa de la población, cuya solución trasciende a las
palabras aceptadas, a las reglas establecidas para no ofender. Los problemas
son de fondo y su solución no es meramente formal.
Venezuela necesita hablar de los
temas realmente importantes y toda discusión empieza por decir que este modelo
fracasó. Sin desdeñar las políticas para resguardar a la población depauperada
(esa que padece precariedades indecibles en la provincia profunda, por
ejemplo), no se puede trazar una salida a esta crisis sin que se planteen temas
como recuperación de la capacidad adquisitiva del salario, el desarrollo de una
empresa privada productiva y competitiva y, desde luego, la
reinstitucionalización del Estado. Hablar de elecciones, dedicar horas a los análisis
sobre las declaraciones de éste o aquel funcionario o cuidar lo que se dice,
porque puede ser mal interpretado, no plantea una ruta clara y viable para que
la mayoría de los venezolanos salgan de la pobreza y con su trabajo, impulsen por
añadidura el desarrollo nacional.