miércoles, 11 de marzo de 2015

La retórica prevaricadora del discurso políticamente correcto

            
       Umberto Eco, en su libro “A paso de cangrejo”, plantea el tema de la retórica prevaricadora. Para este filólogo y escritor italiano, no se trata de la retórica, que es el arte de la oratoria, sino de la prevaricación implícita en algunos discursos. La propaganda nazi era prevaricadora. También lo era la verborrea del líder fascista Benito Mussolini. Lo es, sin dudas, el discurso aupado desde Cuba al resto del continente. Su propósito esencial era - y es – anular la voluntad popular para apropiarse el poder político.
      La retórica prevaricadora parece ser pues, propia de los regímenes totalitarios. No lo es, sin embargo. Las democracias modernas, con todas sus libertades, han incurrido en otra forma de discurso engañoso: el discurso políticamente correcto. El atentado contra el semanario Charlie Hebdo, hecho por lo demás reprochable, desnudó la superficialidad del discurso políticamente correcto. Excusar a los extremistas musulmanes que perpetraron el atentado, aunque sea tangencialmente, arguyendo que el semanario ofendía sus creencias es una idiotez (y en efecto, a mi juicio es ofensivo y de mal gusto). Y lo es, no porque las creencias sean una necedad – yo soy católico -, sino porque esa conducta hace de la sociedad una gigantesca escuelita. Eso sí es inaceptable.
        En su libro “La civilización del espectáculo”, Mario Vargas Llosa alerta sobre la superficialidad que impera hoy en el mundo. Y esa frivolidad, tanto como la neolengua de “1984”, limita la capacidad de pensar, y por ende de asumir una postura seria frente a los problemas actuales, que dicho sea de paso, son muy graves. Ése es el riesgo del discurso políticamente correcto. Tanto como la propaganda totalitaria, reduce el pensamiento, solo que no usa la fuerza. No deja de ser igualmente grave, desde luego.
     Las declaraciones de líderes, sobre todo opositores, cae irremediablemente en la idiotez dominante: el discurso políticamente correcto, cuya consecuencia es, sin dudas, la disminución de la discusión acerca de los problemas a diatribas estériles, que resuenan bien pero que no resuelven. La gravedad de la crisis no permite necedades. Hay problemas profundos, que afectan una parte significativa de la población, cuya solución trasciende a las palabras aceptadas, a las reglas establecidas para no ofender. Los problemas son de fondo y su solución no es meramente formal.

       Venezuela necesita hablar de los temas realmente importantes y toda discusión empieza por decir que este modelo fracasó. Sin desdeñar las políticas para resguardar a la población depauperada (esa que padece precariedades indecibles en la provincia profunda, por ejemplo), no se puede trazar una salida a esta crisis sin que se planteen temas como recuperación de la capacidad adquisitiva del salario, el desarrollo de una empresa privada productiva y competitiva y, desde luego, la reinstitucionalización del Estado. Hablar de elecciones, dedicar horas a los análisis sobre las declaraciones de éste o aquel funcionario o cuidar lo que se dice, porque puede ser mal interpretado, no plantea una ruta clara y viable para que la mayoría de los venezolanos salgan de la pobreza y con su trabajo, impulsen por añadidura el desarrollo nacional. 

¿Y cómo quedo ahí?

      Fernando Mires hace un análisis acerca de la reciente declaratoria que hizo Obama sobre la amenaza representada por Venezuela para la seguridad estadounidense. Puede leerse en Prodavinci.com (Sobre la marcha: ¿Maduro contra Obama?).
        Yo no espero que el gobierno – o la facción dominante en estos momentos – haga algo distinto a una imprudencia de tal magnitud que raye en el suicidio. Como en la fábula, no espero que el escorpión haga algo ajeno a su naturaleza. No obstante, Maduro cree que Obama piso su peine, como aseguran muchos (aun connotados analistas internos). Pero bien lo dice Fernando Mires, Obama no es Bush ni Maduro es Chávez. La popularidad de estos cuatro hombres es clave en este dilema: Chávez era popular y Bush, no. Maduro es impopular, pero no lo es Obama.
        Creo, como ya han asomado muchos (y ratificado por las recientes declaraciones a los medios de Tibisay Lucena sobre la puesta en riesgo de las elecciones parlamentarias por la “agresión” estadounidense), que la jugada del gobierno es, como lo apunta Mires, o bien a-normalizar las elecciones, para ganarlas tramposamente, o en su defecto, aplazarlas “mientras dure la emergencia”.

    La MUD, indistintamente de las variadas posturas políticas y los diversos intereses de las organizaciones que la conforman, deben unir esfuerzos no solo para ganar las parlamentarias, lo cual no es un hecho consumado y hay que trabajar para ello; sino además para que se celebren este año y sin nuevas modificaciones. La MUD no puede centrar ahora su pugna en quién de ellos es “más líder”, porque sería un suicidio. Urge empezar desde ya a hablar con contundencia para defender realmente a este pueblo, no de una ilusoria amenaza por parte de Estados Unidos, la cual luce intragable, sino de una eventual tiranía por parte de un grupo que busca entronizarse en el poder. Bien lo dice Mires, al fin de cuentas, Obama – o su sucesor en la Casa Blanca – no va a velar por los intereses venezolanos. 

miércoles, 4 de marzo de 2015

Conversaciones de supermercado: La sombra del Caracazo

          Se conmemoró otro aniversario más de los sucesos del 27 y 28 de febrero de 1989. El gobierno, con torpeza, salió a las calles, vaya uno a saber para qué. Entonces, fines de la década y apenas seis años después del Viernes Negro, la crisis no se acercaba en magnitud y gravedad a la actual. Aún agria la boca el recuerdo de esos sucesos. Por ello, solo por ello, conjeturo razones para explicar la pasividad popular frente a la escasez, carestía e inseguridad que hostilizan la cotidianidad del venezolano. Razones hay, ciertamente. 
          El 80 % del país - encuestas más, encuestas menos - opina que la situación es mala o pésima. Ese número es peligroso. Muy peligroso.
      No creamos mentiras los opositores. El descontento no tiene por qué migrar forzosamente a esta acera. No migra, de hecho. Hay, desde luego, un descontento general contra el liderazgo político y desesperanza frente al porvenir, que bien puede recoger un outsider, como lo hiciera Chávez en 1998. He ahí el riesgo. La lejanía histórica con crisis anteriores no permite a muchos advertir semejanzas riesgosas. Negarnos a esa verdad resulta no obstante, necio.
        Ignoro las razones por las cuales la oposición organizada (la MUD y los grupos ajenos a esta alianza) actúan con torpeza. Su silencio luce incomprensible ante hechos alarmantes, como la detención de muchachos por ejercer su derecho a protestar, los rumores sobre “La Tumba” y los presos políticos, sin obviar, claro, la desatinada política económica, el secuestro de las instituciones y la represión como forma para resolver la crisis. Sin embargo, sean cuales fueren sus razones, no actuar o postergar temas inevitables no va a impedir que éstos los arrollen.
         Estamos frente a una bomba de tiempo y nadie parece angustiado por las consecuencias de una eventual explosión. Si hay o no combustible suficiente para un estallido social similar al Caracazo resulta difícil de predecir. Eventos de esa naturaleza ocurren espontáneamente. Creo no obstante que otras salidas, sin lugar a dudas indeseables, son en este momento muy probables. La transición parece un secreto voceado a la que muchos, allá y acá, temen sobremanera por las amenazas implícitas a sus cuotas de poder.

        Las élites, que tienen mucho que perder, deberían estar conversando con gente en todos los sectores, para recomponer las cosas, de modo que se mantenga el statu quo (el orden republicano). Si permanece o no el establishment político es irrelevante, porque el tema, se sabe, no pivota sobre quienes mandan sino como lo hacen. Hay demasiados errores en este desatino que llaman gobierno para permanecer apáticos, así como también los hay en la oposición. Y salvo para los necios, dialogar una salida a esta crisis no solo no es un delito, como sí lo fue el golpe de Estado del 4 de febrero de 1992, sino que es, por sobre todas las cosas, una obligación. 

Conversaciones de supermercado: La cacareada transición

         Quejarse vale de nada. Aún más, si tu interlocutor es sordo. Esto es lo que ocurre con este gobierno y nosotros, quienes nos oponemos a este modelo ineficiente y probadamente fallido.
            No vale de nada despotricar, mientras la vocería oficial impone a troche y moche su proyecto, tan ilegal como lo es un golpe de Estado (la Constitución no prevé un modelo socialista). No sirve hacer alboroto, aun en las calles con protestas que algunos ven como única solución. Mucho menos, andar pidiendo que vaya a saber uno qué militares y de qué tendencia ideológica den un golpe de Estado. La única solución es pensar primero, fríamente, el país que queremos y luego, actuar.
            Tirarnos como locos provocando un cambio de nombres en los cargos públicos no va a resolver los verdaderos problemas, que, bien se sabe, no son ni el PSUV ni Maduro (éstos son acaso un obstáculo en la solución del problema pero no el problema). Por eso, creer con una ingenuidad cándida (y pasmosa a la vez) que las elecciones parlamentarias son la panacea a los problemas va más allá de la simpleza. Es, sin dudas, una estupidez. No es un secreto que mucho pierden muchos de perder el poder, y no nos engañemos, cuentan con las instituciones para torcer las reglas del juego a su antojo.
            ¿Qué puede hacerse? En primer lugar, ser serios. No hay solución sin un proyecto de país, que plantee a las personas una ruta sensata y viable para transitar hacia una democracia más saludable y un modelo económico próspero. Y eso no se logra solo porque Primero Justicia o Voluntad Popular sean mayoría en la Asamblea Nacional. Aun si la MUD lograse una mayoría significativa (que en todo caso es el mejor escenario), no habría soluciones a la vista si los temas en verdad importantes no son planteados. Para ello urge un nuevo pacto de gobernabilidad que involucre a todos los sectores – incluido el PSUV – de modo que en vez de cambiar a fulano por mengano, el ciudadano común vea como su ingreso no se diluye por la inflación o no se lo lleva un hampón.
            Ese acuerdo no puede decretarse, porque hay implícitas cuotas de sacrificio que deben repartirse. Al fin de cuentas, de este desastre no podemos salir indoloramente. Sí, hay que mejorar los salarios, desde luego, pero se debe ser razonable en esos aumentos. Por eso, en vez de imponer a juro alzas del salario (que son un costo y por ende, impactarán el precio final de los productos y servicios), hay que consensuarlo. Así como urge, del mismo modo, un adecentamiento de las instituciones, un verdadero plan para minimizar la criminalidad y, obviamente, un proyecto para que el sector privado se fortalezca realmente frente al inmenso poder económico del Estado.
            Un plan para la transición – una de verdad – debe ser, antes que todo, un gran acuerdo nacional que diferencie gobierno de Estado y que deje claro, ambos están para servir a todos los ciudadanos, aunque no hayan votado por el gobierno de turno.