domingo, 14 de junio de 2020

La ciudad de Dite




No suele suceder:
Sólo hay maldad, envidia y amargura.
Pero a veces nos mueve la ternura.
«La divina comedia». Canto IX. 
Pensaba yo que por muy perverso que fuese un gobierno, siempre hacía lo que creía mejor para sus ciudadanos, aunque sus métodos y formas fuesen errados, incluso delirantes, crueles. Aun cuando perpetrase crímenes horrendos, siempre pensé que lo animaba una causa que imaginaba justa. Sin embargo, luego de dos décadas de gobierno revolucionario, mis creencias comienzan a flaquear… Este despropósito político es, sin dudas, obra de leviatanes, de demontres cuyo único propósito es hacer de nuestro país, su coto personal y a nosotros, sus siervos.
Me resulta increíble que Maduro y sus conmilitones chavistas ignoren las penurias que padecemos los venezolanos, que no estén al tanto del desastre, y que después de veinte años, no sepan que ya es solo obra suya y de nadie más. El régimen democrático, cojo y feo, luce como un tiempo lejano, distante, uno que ya no avistamos con claridad. Sin embargo, no ceden su empeño por devastar al país, por reducirlo a esa sociedad infeliz que bebe ginebra barata en un bar de mala muerte mientras rumia sus miserias y tolera l presencia incesante del gobierno sin poder hacer nada.
No es este, como lo escuché o leí en algún lado, una no-democracia (eufemismo que sobre todo en estas circunstancias nuestras, me parece ofensivo, repugnante), sino un régimen maligno. No es la dictadura de Maduro un gobierno malo, sino uno perverso, uno maligno. Creí que la maldad era solo cosa del diablo, pero no, he descubierto que en este mundo, Belcebú tiene sus legionarios, y que la maldad sí existe, que hay gente cuyo único propósito parece ser perjudicar a otros, hacerles transitar un calvario, vaya uno a saber por qué deformaciones del alma.
La maldad existe, y a veces, seguramente muchas veces, para edificar su reino inmundo, se vale de las mezquindades y ruindades humanas, de las almas yermas, que alucinadas por sus intereses, por sus pequeñas apetencias, no advierten el hedor acre del azufre, ese que presagia la llegada del innombrable. No son pocos los que creyéndose trajeados con la falsa bonhomía de sus acciones, como quien viste un ostentoso ropón de armiño, han ido empedrando las paredes de ese lugar creado hacer sufrir a los condenados, de ese mundillo horrendo, donde las almas se pierden en la desgracia y el dolor, en la miseria que cada día más, nos despoja de nuestra humanidad. 
No crea que son estas palabras mías, rezongos religiosos, monserga de un fanático. Son la conclusión lógica de quien ha visto en estos veinte años la degradación de una nación a lo que es hoy Venezuela: un estercolero plagado de moscas, un infierno en el que justos y pecadores padecen penurias indecibles, propias del viaje que el poeta Dante hizo de la mano de Virgilio más allá de las puertas que conducen a la ciudad del llanto y del dolor eterno.
La maldad existe y a ella nos enfrentamos.         

martes, 3 de marzo de 2020

Mientras escucho a Minniva, Band Aid 30 y J. Fla



«We find love in a hopless place» («Encontramos amor en un lugar sin esperanzas»), Lindsey Stirling y Alisha Popat covering la canción de Rihanna «We found love» («Encontramos amor»)

Mientras escucho a la cantante noruega de Metal Gótico, Minniva, leo las noticias patéticas sobre Venezuela, mi país. ¿Qué tendrá que ver la joven cantante noruega y las desdichas que ocurren a kilómetros de su hogar? No mucho, salvo que algunos idiotas en este lado del océano aún creen que el Reino de Noruega es una nación socialista (claro, y que a mí me gusta como canta ella… ¿y ella?).
En una película de David Leitch, «Atomic Blonde», protagonizada por Charlize Theron, su personaje, Lorraine Broughton, insulta a otro de los personajes, un ruso miembro de la KGB, con una bofetada que bien puedo parafrasear para lo que deseo expresar: métanse en sus cráneos primitivos los izquierdistas de por estas tierras, los países nórdicos no son socialistas… ¡Tienen reyes, por el amor de Dios! ¡Existen empresas privadas!  
El socialismo conlleva necesariamente la confiscación de la propiedad privada de los bienes, al menos de aquellos destinados a la producción. En los extremos totalitaristas, sean el fascismo (y sus variantes) y el comunismo (que también tiene sus matices), la propiedad privada si no existe, como en este último, carece de contenido, como ocurre en el primero. Pero, en todo caso, en los regímenes socialistas, la propiedad privada está proscrita.
Para aquellos que creen que el socialismo cubano es el verdadero comunismo (y el genuino demonio), me permito aclararles que se puede ser socialista y a la vez, comunista. El primero refiere a la forma económico-social de la sociedad y el segundo, a la forma para el uso de los recursos colectivos. Si no lo sabían (cosa que dudo), la extinta Unión Soviética era socialista y comunista (su propio nombre lo afirmaba: Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y la palabra rusa «soviet» significa comuna). El término comunismo viene pues, de la «comuna» y bien sabemos, históricamente, esta fracasó, y aun los países comunistas abandonaron este modelo (por ejemplo, China). En las tres horas de bla-bla-bla que duró la ilegal rendición de su memoria y cuenta ante un ente que es caso de ser legítimo, su único objetivo sería redactar una nueva constitución  y no el de recibir (y aprobar) la rendición de cuentas de la gestión del presidente, quien por ahora ejerce ese cargo dijo que él era un demócrata y que su gobierno seguía la senda del socialismo. Le aclaro al mandamás que sucedió al otro mandamás, un modelo excluye al otro. Pese a que las naciones socialistas tras la extinta Cortina de Hierro apelaban al remoquete de repúblicas democráticas, no lo eran de verdad porque de suyo, no podían serlo conceptualmente. El socialismo se fundamenta sobre una percepción negativa de la humanidad y, por ello, despoja al pueblo de su libertad y de su propia capacidad para decidir cada uno lo que mejor le convenga, y eso, ¡por Dios Santísimo!, no es democrático.
Según sus defensores, a los seres humanos hay que controlarlos, porque si no, se comportarán perversamente. Según su discurso, todo aquel que reúna unos cuantos reales, por alguna obra del demonio se pervierte, se transforma en un leviatán dispuesto a comerse a sus semejantes, pero no aclara que, del mismo modo, no puede haber ricos, porque, por esa propensión maligna del ser humano a pervertirse, al «proletariado» solo puede prometérsele un paraíso futuro que, de suyo, nunca llega a concretarse, como el Cielo a los que creemos que existe vida después de esta terrenal. Así piensan todos los regímenes totalitarios, y, no lo dude usted ni un momento, el socialismo es un orden totalitario, lo que supone que el Estado (o lo que acaba siendo realmente, sus funcionarios) puede – y debe – inmiscuirse en todos los aspectos de su vida (incluso en la forma como usted y su pareja tienen sexo). Por ello, el obrero es «una suerte de imbécil que alguna vez será libre por obra mágica del socialismo redentor», y el patrono, sin lugar a dudas, «un soberano hijo de puta al que hay que tener a raya».
El socialismo encierra pues, una mirada pobre del ser humano, al que ve como borregos, niños pequeños, párvulos a los que el padrecito, que no es más que un atajo de soberbios (y con el tiempo, sinvergüenzas y maleantes) debe cuidar, porque de otro modo, dejarán aflorar sus peores vicios; pero encierra asimismo su propia contradicción: el orden no existe por sí solo, y sus funcionarios, al fin de cuentas hombres y mujeres como esos otros sometidos a la voluntad férrea del Estado (o lo que en realidad ocurre, de esos burócratas), poseen esos mismos vicios, esas mismas debilidades, y que una vez ostentan el poder absoluto que el socialismo les confiere, se corrompen absolutamente.
En el liberalismo, que difiere del capitalismo como el comunismo lo hace del socialismo (es decir, no son sinónimos), los hombres son libres (y para ahorrarme las quejas de alguna feminista radical, también las mujeres, lo cual es obvio), y la interacción entre ellos sirve como mecanismo para crear controles, de modo que nadie (y cuando digo nadie, me refiero a nadie) pueda pisotear a otros. Las libertades de unos son los resortes y palancas que contienen la libertad de otros. Muchos creerán que hablo del laisez faire, laizez passare dieciochesco, pero no. Bien sabemos que modernamente, en el liberalismo, todos, e insisto, cuando digo todos, me refiero a todos, están subordinados a la ley, pero esta procede siempre de esa interacción humana y de esos resortes creados por la libertad del ser humano.  
Mientras escucho a Minniva (aunque realmente ahora escucho a Band Aid 30 con el tema «Do they know it’s Christmas time?»), pienso en la razones por las que pese a sus desplantes, a su arrebato e incluso, su irritante conducta en el ámbito político, me simpatiza María Corina Machado, y descubro que no se trata de ella (porque yo, nieto de Vaivén Pocaterra, repito sus palabras: siempre estaré del lado opositor). No, no es la ingeniera Machado, con quien puedo tener, y en efecto tengo, serias diferencias, sino su visión de país lo que en efecto, me despierta empatía (y con esto, ya digo bastante de cómo entiendo la política y el ejercicio del poder).
Me voy, pues, a meditar sobre otros temas, y entre tanto, escucho a J. Fla (una cantante surcoreana) cantar «Despacito», maravillándome así de esas cosas propias de esta aldea global en la que vivimos.