jueves, 10 de febrero de 2011

La retórica prevaricadora

Sabemos que muchos de ellos participaron en la guerrilla de los años ’60 (y algunos en esos resabios que de aquélla sobrevivieron hasta los ’80). Al tanto estamos de que por ello, sin pudor alguno defienden actuaciones inaceptables y difunden mitos y fábulas urbanas que por muy arraigadas que estén en el colectivo venezolano, los voceros de las instituciones – que hablan en nombre de ellas – mal pueden validarlas como ciertas si carecen de las pruebas para ello.


En su interpelación ante la AN, el vicepresidente Jaua dijo que a ellos les gustaba la historia y que a pesar de que a la bancada opositora no, él hablaría de historia. Y su clase de historia se limitó a los cuentos de los guerrilleros arrojados desde helicópteros y la “masacre de Cantaura”. Voy a iniciar estas palabras con lo primero, con los hombres supuestamente arrojados desde los helicópteros. Sé muy bien que esos cuentos forman parte del ideario colectivo pero no hay evidencias reales de que eso haya ocurrido. No hay casos formalmente denunciados ni juicios celebrados en contra de oficiales de las Fuerzas Armadas por esos crímenes (de haberse cometido, no niego que sea criminal). Sólo hay relatos, chismes aquí y acullá… y si bien pueden ser ciertos, no hay todavía las probanzas formales que arrojen respuestas plausibles sobre el tema. Le digo yo a los voceros del gobierno, ellos como personas son libres de contar y decir que eso fue cierto, pero cuando hablan en nombre de las instituciones, no. Así de simple.

Sobre la “masacre de Cantaura” debo decir que no celebro la muerte de los miembros del Frente Américo Silva fallecidos en el bombardeo Changurriales del Morocho Evans el 4 de octubre de 1982. Pero debo decir que ese frente guerrillero perpetraba actos de guerra (que no iban a conducir a nada pero que sin lugar a dudas cobraban las vidas de soldados venezolanos) y por ello fueron atacados como lo sería cualquier objetivo militar (si hubo violaciones de los DDHH también lo repudio pero eso no está probado oficialmente). No dudo que este gobierno revolucionario haría lo mismo de encontrarse en la misma situación (y su proceder estaría justificado siempre que no se violen los DDHH).

Eso es retórica prevaricadora. Un golpe de Estado contra este gobierno sería criminal (y lo sería en efecto) pero los intentos fallidos del 4 de febrero y 27 de noviembre de 1992 no lo eran. La ayuda militar estadounidense era traición pero no lo es la cooperación de los milicianos cubanos en áreas altamente sensibles para la seguridad de la nación. Son muchos los ejemplos pero todos se concentran sobre un mismo pivote: los delitos perpetrados por la izquierda están plenamente justificados (obviamente no lo estarían los de la derecha). Y la razón subyacente en todo este asunto se centra en la sujeción de los hechos a las ideologías. Aclaremos algo. Las ideologías son opiniones que no son ni verdaderas ni falsas. Los hechos son objetivos. Y en el caso de los delitos, se subsumen o no en los presupuestos de ley para configurarse como tipos penales. La ley penal no exime al militante de la izquierda de sus fechorías sólo porque lo hace en la búsqueda de su meta política.

Nada es casual. Este discurso prevaricador tiene una razón: descontextualizar la historia – que se expresa en hechos - para vender otra diferente que sirva bien a los intereses revolucionarios. No han inventado la pólvora estos señores y tan sólo repiten modelos manidos que de paso, fracasaron contundentemente en el pasado (y no es esto una opinión sino un hecho concreto patentizado con la caída de casi todas los Estados socialistas a partir de 1989). Pretende este gobierno desmentir la realidad con una propaganda avasallante. Y sí es cierto, puede que una mentira dicha mil veces acabe por tenerse por cierta (porque esencialmente una mentira jamás podrá ser cierta), también lo es que a veces la realidad se afana por demostrar lo contrario. Toda la propaganda del mundo no puede ocultar la terrible cotidianidad venezolana.

De eso trata todo. De ocultar verdades presentes que agobian a los ciudadanos hoy, que pesan mucho más que historias – reales o no y ciertamente lamentables – ocurridas hace 50 años. No justifico atrocidades del pasado pero quedarnos retozando en la amargura y el resentimiento no hará de Venezuela una nación próspera.

martes, 8 de febrero de 2011

De tempore ad perpetuam

Vaya usted por las calles del centro caraqueño, empápese del tufo a fritangas, a jugos rancios, a mingitorio de mendigos. Vaya y escuche los altavoces, todos sonando al unísono pero cada uno con su fiesta particular. Unas notas de Alí Primera por ahí y más allá otras de un reguetón infame, de ésos que denigran a la mujer. Pero no basta ese festín de malos olores, de ruido, de músicas estridentes, de escapes de motocicletas y groserías de algún peatón aburrido. A todo ese carnaval insoportable, como lo es cualquier sarao en honor al Rey Momo, se le suma el deterioro pasmoso de las edificaciones.


Digamos que va usted al Centro Simón Bolívar, a gestionar algo en las oficinas públicas que ahí hay. Inauguradas en 1954, como una obra insigne, y conste que no soy yo defensor de Marcos Pérez Jiménez, hoy muestran un estado lamentable. La ruindad del edificio es pasmosa. Las barandas de bronce ya no existen y el mármol del piso, en la mayoría de los casos está resquebrajado y no hay un metro cuadrado que no muestre un pegoste inmundo. El cableado desnudo se aprecia en el cemento desportillado. Igual ocurre con las cabillas. La hediondez es asombrosa y sus parqueaderos, en vez de cumplir su propósito, sirven de guarida a mal vivientes o de basurero. El hedor es ofensivo. Sus plazas y áreas libres fungen hoy como mercado de una mil cosas, desde sahumerios en los días santos hasta misiones y operativos para cedular, para sacar licencias de conducir y pare uno de contar, que hasta par vender comida barata durante las fiestas navideñas se organizan operativos.

Lo temporal va haciéndose perpetuo. Las pequeñas roturas propias de la vetustez, van acopiándose impúdicamente hasta mostrar la ruindad en su estado más obsceno. Uno se pregunta cómo degenera el uso de las cosas a un estado tal de abandono. Desde el ascensor dañado hace años hasta el operativo, que termina siendo un apéndice de las oficinas públicas, cuando no, la oficina en sí. Eso sucede por la desidia y la falta de voluntad para hacer lo que debe hacerse. Esta desidia y esta ruindad alcanzan también a las instituciones. Y cuando esto ocurre, las cosas van muy mal.

Sólo para citar un ejemplo, el que debe ocuparse de expedir cédulas de identidad no hace su trabajo, porque la oficina en la que debe hacerlo es una pocilga inmunda. Así ocurre en todas las oficinas públicas. Las condiciones físicas del lugar imponen medidas temporales que en virtud de la falta de voluntad para mejorarlas, terminan por volverse permanentes. Ésa es – y me perdonan la crudeza – la mentalidad del rancho. Y no lo digo por esas personas que decidieron abandonar el rancho, sino por la actitud mendicante, por el conformismo, por la actitud pasiva y mucho peor, permisiva.