lunes, 15 de abril de 2024

 

                


Pelea de Gallos. Leopoldo Méndez. 

Ex dolore ruina ad unitatem redimendam

(Del penoso colapso a la unidad redentora)

 

En medio de una de las más horrendas crisis que hayamos padecido los venezolanos, la oposición se fractura no sin la ayuda de analistas que, aquejados de viejas taras, desprecian la candidatura de quien resultara electa casi por unanimidad el pasado 22 de octubre. Sus razones encierran pusilanimidad o motivaciones inconfesables, o, si les otorgamos el beneficio de la duda, preñadas de un pragmatismo monstruoso. Todavía más, la nación se fractura en pugnas mezquinas, estériles, justo cuando necesita mayor unidad. La incapacidad de liderazgo para conciliar acuerdos perjudica a los ciudadanos, que, a diario, se ven forzados a sortear calamidades y desgracias de todo tipo. Más allá de sus diferencias naturales, que son saludables y en principio nutren las ideas y las propuestas, está la tozudez de todos, el dogmatismo yermo y la intragable soberbia. Conscientes de sus propias deficiencias o no, le hacen la tarea al gobierno.

     Unos y otros, acaso sin percatarse de ello, obvian la esencia de todo esto: la transición. En la mayoría de los casos, muchos se limitan a rascar la superficie, a reflotar en el estanque como los sapos y los nenúfares. No ahondan. Reducen todo a eventos formales cuya realización podría ser estéril, y así lo creemos muchos, o a alucinaciones, como invasiones que no van a ocurrir o golpes de Estado, posibles, desde luego, pero ciertamente indeseables. La transición no depende de la forma como se manifieste, sino de los hechos que ciertamente la materialicen. Las formas son adjetivas a un propósito sustantivo. Votar es tan solo un medio, que, de no asegurarse su finalidad ontológica, como lo es la aplicación efectiva de la decisión de los ciudadanos, quedaría restringido a un acto árido, a un sainete.

     La transición implica más que el cambio de autoridades, lo cual es, evidentemente, un paso más entre muchos otros. Supone una reformulación de la relación entre el gobierno y los ciudadanos, de modo que el Estado pueda cumplir sus fines naturales. No basta acudir a un circo, en el que, eventualmente (no podemos negar que en todo caso es una posibilidad), puedan resultar reelectas las actuales autoridades, y con ello, prolongarse la agonía de los ciudadanos y de la nación. Aunque no nos guste y aunque contraríe la justa causa por la reinstitucionalización del país, esa probabilidad existe.

     El trabajo de la oposición es precisamente ese, aunar esfuerzos y reunir voluntades, aun si tal cosa implica ceder intereses particulares para construir espacios comunes, y ofrecerle a la ciudadanía la anhelada transición (su genuino deseo). Los ciudadanos no desean simplemente votar, sino transitar desde este colapso general hacia un modelo realmente democrático (conforme a la definición académica del término y no a lo que caprichosamente califiquen como tal). Desean sí, que, de ser factible, ese cambio se dé mediante el sufragio. Aunque pueda prestarse a confusión (por un análisis superficial), no es lo mismo ni conlleva las mismas consecuencias.

     Para un sector, basta llegar a unas elecciones, votar, aunque no elijamos, y esperar unos resultados, posiblemente amañados, que, lo más seguro, preserve el statu quo, para que, mágicamente, ocurra un milagro. Entraña ello convertir al sufragio en un rito, en una suerte de conjuro que de la noche a la mañana va a hermanarnos, cuando bien sabemos que seguramente ahonde aún más las diferencias y la perniciosa polarización. Para otro, la única salida es un alzamiento militar y la acción del hombre fuerte, que, de ocurrir, y Dios sabe que esa no es una eventualidad improbable (aunque   indeseable), sería un riesgoso salto al vacío, cuyos resultados, además de desconocidos, podrían empeorar profundamente nuestra ya compleja realidad. En ningún caso, se ha labrado el terreno para cosechar instituciones robustas, y, por ende, desarrollo y prosperidad.

     Debemos todos pues, esforzarnos por reunir al mayor número de actores, que no dudo, aun en las filas del PSUV, estarán preocupados por el colapso de la nación e interesados en su reinstitucionalización (más allá de las diferencias ideológicas). Solo congregados en torno a las coincidencias, aunque sean mínimas, podremos trazar un futuro mejor para nosotros mismos y nuestros hijos y nietos.

     Sin ánimo de parecer parcializado (aunque, lo reconozco, todos, incluido yo, tenemos nuestras afinidades y simpatías), en este momento, el liderazgo de María Corina Machado representa ese fenómeno que bien podría desarticular institucionalmente y sin violencia – al menos de parte de las fuerzas opositoras, y no dudo, de buena parte de los simpatizantes del gobierno – las aspiraciones hegemónicas de un grupo minoritario, radicalizado, ciertamente nervioso (y por ello, sumamente peligroso).

Deben las fuerzas interesadas en el cambio, depurarse, desechar la hierba mala y cosechar voluntades ganadas por un genuino cambio, así como fortalecer no la candidatura de Machado (que no puede deslegitimarse bajo una burda inhabilitación contraria a principios fundamentales del derecho y a la debida juridicidad y a un inaceptable pragmatismo cobarde), sino la voluntad de los ciudadanos, que vieron en ella un liderazgo comprometido más allá de unas elecciones, e incluso, del propio sufragio.

No puedo concluir sin advertir que lo que para unos es una realidad ineludible, para otros es solo pusilanimidad. Que rezongar y ofrecer ofensas no va a ganar votos, sino, por el contrario, agrandar el rechazo y fomentar una abstención que, en estos momentos, no está planteada por los actores políticos relevantes, aunque no falten dedos para señalar a Machado (y a quien critique la solución que alguien cuyo nombre no quiero repetir llamó paz autoritaria). Aceptar las reglas del gobierno, que allende la trampa y el fraude, conculcan el derecho al voto y vacían de su contenido a la institución del sufragio, mal puede llamarse realista. Se traduce solo en una actitud cómoda (ymedrosa ), cuyos resultados trasteamos penosamente los ciudadanos, severamente castigados por el colapso.

Cabe preguntarse, como la mujer del coronel hambreado que nos cuenta García Márquez, qué carajos hacemos los venezolanos mientras de sainete en sainete, de pelea de gallos en pelea de gallos, pasan los días y los años, los malditos veinticinco años de desgracia revolucionaria que cargamos a cuestas, como sus miserias, el coronel y su mujer. Y, lo más crudo, ¿y si pierde el candidato? ¿Mierda? ¿Tan solo mierda?