El
23 de enero de 1958, las Fuerzas Armadas depusieron al general Marcos Pérez
Jiménez (en realidad a la dictadura militar que él encabezaba). Muchos imaginan
que el golpe fue violento. Sin embargo, el acto de desconocimiento de su
autoridad no lo fue. No hubo, de hecho, un solo tiro. Otra cosa fueron los
saqueos posteriores, el asalto a la Seguridad Nacional y linchamiento de
esbirros. Pero ese es otro tema. Volvamos a lo nuestro.
A
partir de la Carta Pastoral de monseñor Arias Blanco, se iniciaron los
encuentros entre los líderes políticos y los hombres de armas. Una realidad
trágica había sido desnudada. Los diversos sectores de la nación comenzaron a
considerar la necesidad de un cambio drástico de rumbo. Y si bien es cierto que
soldados hurtaron las urnas el 30 de noviembre de 1957, también lo es que el 1°
de enero siguiente hubo un alzamiento militar, otro el 11 de ese mismo mes y,
por último, el golpe de Estado del 23, que puso fin a diez años de dictadura
(de los cuales, solo cinco fueron dirigidos por Pérez Jiménez).
Hubo
pues, un golpe de Estado militar, que, al igual que otras veces, convocó a los
civiles para asumir la conducción nacional. La Junta de gobierno inicial devino
en otra cívico-militar por objeciones del liderazgo político a dos de sus
integrantes (Abel Romero Villate y Roberto Casanova), hombres muy vinculados al
régimen depuesto. En octubre, vista imposibilidad de un candidato unitario, AD,
Copei y URD suscribieron un acuerdo que todos conocimos como el Pacto de
Puntofijo (llamado así porque ese era el nombre de la casa donde se firmó, la
de Rafael Caldera), acuerdo que permitió no solo crear un programa común de
gobierno, sino además, y acaso más importante, ofrecer un mínimo de
gobernabilidad a la naciente democracia. En diciembre de ese mismo año, hubo
elecciones directas, secretas y universales, que, como bien sabemos, ganó
Rómulo Betancourt. Se daba inicio a nuestra democracia, celebrada en su tercer
aniversario con la sanción de la Constitución de 1961, uno de las mejores que
hayan regido en este país. Eso es lo que hoy celebramos: el avenimiento de la
democracia en Venezuela.
El
4 de febrero de 1992, un grupo de militares se alzó en armas con el único
propósito de adelantar una revolución socialista a espaldas del sentimiento
popular de rechazo de los venezolanos, expresado claramente en las votaciones
logradas por la izquierda radical y los grupos perezjimenistas desde 1958 hasta
1993. Herederos de otras sediciones anteriores, que sin fundamentos de hecho comprobables que en
efecto demostrasen la existencia de un régimen esencialmente injusto y
contrario a los principios democráticos, intentaron deponer el régimen
instituido en 1958. El golpe fracasó, y aunque Chávez venció en las elecciones
de 1998, la nación no deseaba abandonar el modelo democrático, y mucho menos la
involución de todo tipo que ha significado esta malhadada revolución. Otra cosa
que es que demandaran transformaciones para
corregir vicios y errores. . Quería otro tipo de cambios. Cambios que sin dudas
se estaban desarrollando desde el propio poder, como la elección directa de las
autoridades regionales y locales, a pesar del profundo rechazo de AD (entonces partido
de gobierno), aunque el discurso del establishment
no los reconociese.
Hoy
por hoy, plantear el desconocimiento de la autoridad es prácticamente un
sacrilegio para los sectores opositores; y para el gobierno, un delito. Cabe señalar,
no obstante, que sin las acciones del 23 de enero, no hubiese sido posible la
transición hacia la democracia que en esta fecha celebramos. No se trató entonces
del desconocimiento en sí mismo, sino de los hechos que lo justificaron
moralmente, y que en efecto, desnudó en su momento la Carta Pastoral de
monseñor Arias. Y si hoy volviesen a darse esas mismas condiciones, de nuevo la
moral justificaría una acción semejante.