En foco
¿Abordamos el problema o
sus aristas? El colapso nacional no es el origen de la crisis, sino la secuela
de hechos concretos, de medidas y políticas específicas. Su diferenciación
constituye esencial para el desarrollo de estrategias viables. Si bien algunos
analistas, refiriendo encuestas, se centran en el caos económico, que es
indiscutible, y que este deber ser el tema de la agenda opositora, obvian que se
fundamenta en causas políticas, no económicas.
Chávez politizó todo, y aún más, de todo
hizo una medición de fuerzas entre su carisma y las ofertas de los opositores,
que, formados bajo la égida democrática (1958-1998), son diversos y, por ello,
frágiles frente a la unidad monolítica de un proyecto carismático tanto como
personalista. La economía es un tema para expertos, que saben aplicar sus
conocimientos. Sin embargo, las medidas económicas del gobierno respondieron
más a una visión dogmática (una supuesta deuda social) y a necesidades
populistas, y, por ello, su inevitable colapso. Hablar de economía en Venezuela
parece, y es, absurdo.
Por otro lado, la concepción vertical del
poder y la aplicación de una estructura castrense dentro de un movimiento
caudillista arrasó con las instituciones. Los distintos mecanismos de contrapeso
para regular y contener al poder fueron desmantelados y, como corolario, el
Estado de derecho, derogado. La institucionalidad en Venezuela es solo un
espejismo.
Estos dos condicionantes han conducido a
tal deterioro, que la anormalidad se ha enraizado. Todo cuanto se espera de un
gobierno, de un Estado, de unos gobernantes, no ocurre. La politización de
todas las actividades y la falta de instituciones son pues, génesis de
infinidad de aristas, las cuales se traducen en la concentración de poder en
manos de una élite, una actitud revanchista (motivada en la lucha de clases y
el pago de una deuda social), el latrocinio descarado e impune, las violaciones
sistemáticas a los derechos humanos, así como el hambre y el desamparo de una
nación que ya suma 7,7 millones de emigrantes (más de una cuarta parte de su
población).
La oferta de un grupo, sobre todo
empresarios, cuyo principal vocero es Luis Vicente León, limita el problema al
colapso económico y desdeña sus causas políticas. Refugiados en encuestas, cuya
credibilidad no me corresponde calificar, versan sus soluciones en un conjunto
de medidas económicas, cuya aplicación requeriría o bien de un giro trascendental
de las políticas económicas, las cuales el gobierno no parece dispuesto a
hacer, o bien se le sustituye por otro que sí lo esté. Su propuesta ataca los
síntomas, mas no la enfermedad.
Otros, que sí abordan el tema político,
como el politólogo John Magdaleno, cuyas calificaciones académicas no
cuestiono, igualmente reflotan sobre la superficie. Sin una alteración del
statu quo, no se podrían fortalecer algunas instituciones, de modo que el
diálogo razonado entre las partes pueda traducirse no solo en la realización de
unas elecciones libres y competitivas, sino que estas se respeten cabalmente,
así como al gobierno resultante.
Esto nos conduce al ineludible análisis del
contexto. A grandes rasgos, la revolución luce más fuerte que la oposición. El gobierno
se estructura sobre una organización castrense, en la que, pese a sus
diferencias, se concentran monolíticamente alrededor del líder, quien ordena y
los demás acatan (forma de partido estalinista). En la oposición no ocurre por
variadas razones, que abarcan desde la natural variedad de ideas y puntos de
vista hasta mezquindades y apetencias personales opacas.
No obstante, el gobierno
también tiene aqueja debilidades que podrían representar grietas dentro de su organización
monolítica. No es un secreto que para un gobierno populista como este, cuya
fortaleza electoral ya no depende del carisma de un líder sino de la apariencia
de bienestar (pan y circo), la escasez de recursos constituye un problema
considerable. Adicionalmente, las maniobras internas, para fortalecerse unos y
debilitar a otros, empiezan a mostrar la fractura interna.
Si vamos a emular procesos transitorios
previos, como proponen unos miopemente, debemos tomar en cuenta pues, el
contexto. Si hablamos del caso sudafricano, no veo en las filas revolucionarias
un líder que, como Frederik De Klerk, reme en la misma dirección. Si nos
centramos en cambio en las transiciones de los países integrantes del ámbito
soviético, no se cuenta en Venezuela con ese hecho capaz de alterar el statu
quo, como sí allá (la cesación de la doctrina Brezhnev). En todo caso, la
resolución de la crisis no solo abarca el cambio de nombres en los altos
despachos gubernamentales, sino la viabilidad del gobierno resultante en unas
elecciones medianamente competitivas. Urge pues, alterar el statu quo. Ese debe
ser, y ciertamente es, el propósito de la estrategia.
No puede obviar la oposición que, de ganar
las elecciones del año entrante y tomar el poder en el 2025, la actual Asamblea
Nacional está dominada por los revolucionarios y la mayoría de las
gobernaciones y alcaldías se encuentran en sus manos. O bien se hace caída y
mesa limpia, lo que luce improbable (e incluso indeseable), o bien se logran
los acuerdos para la gobernabilidad. Urge pues, atraer a las filas opositoras a
sectores del chavismo, conscientes del colapso y de sus causas, y de la
necesidad de cambio como medio de supervivencia.
Otro factor que no puede obviarse es el
tiempo. No solo porque incrementa el sacrificio de los ciudadanos, y con este,
la volatilidad de un gobierno alterno, sino porque es un error reducir el
espectro político a solo dos facciones (aunque en principio sea un grupo
seguidor del gobierno y otro opositor). En estas tierras, la tentación del
atajo, del caudillo redentor y de los saltos al vacío no nos es ajena, y no
dudo yo, habrá ocultos entre las sombras, espantajos dispuestos a tirarse una
aventura. En 1973, la tozudez y el sectarismo de Allende resultaron en una
dictadura atroz.
No pueden las partes dar la espalda a los
ciudadanos que esperan cambios, y que, según las encuestas, alrededor del 80 %
rechaza al gobierno. Sin embargo, la maquinaria de este, aunada a las alianzas
con otras formas de gobierno autocráticas, al parecer pueden contener las posibilidades
de cambio. Por ello, la estrategia debe orientarse hacia la alteración del
statu quo, de modo que a sectores fuertes dentro de la revolución se les haga
atractiva la negociación y que, asumiendo el cambio como la única forma de su
propia supervivencia, todos distintos grupos interesados en el cambio se reúnan
primero alrededor de las transformaciones y no de sus apetencias.
Sin un quiebre, sin esas fuerzas internas y
externas que inciten una genuina transformación del contexto, toda estrategia
sería tan solo una quimera.
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