miércoles, 26 de junio de 2019

Entre la paciencia y la pesadilla


     
      El hambre aporrea como coz de burro, como martillo de herrero. El hambre es un animal rabioso que hinca sus dientes. Es un dolor intenso, agudo, uno que consume al cuerpo, y también al alma. Quienes la sufren, macilentos y enfermizos, van perdiéndose en la cólera que les envenena y les excita el odio, porque, enajenados, también han perdido el juicio. Quienes la padecen son víctimas, y asimismo, victimarios. El Hambre es, acaso, el hermano menor de la Muerte, su mensajero, su perro de caza. Y sin la belleza de aquella, el Hambre no es más que un horrendo animalejo, cuya presencia apesta y advierte la pronta visita su hermana malquerida. Pero también es, el Hambre, matojos a los que de tanto ver, ya no le prestamos atención.  
      La miseria se ha impuesto, nos obliga a mirarla a diario, aunque horrenda como es, repugna y sobre todo, enerva. Enerva y enfurece, porque solo ayer éramos una promesa, y hoy, apenas un despojo, un mierdero hediondo, un estercolero plagado de moscas gordas, pesadas, zumbonas, y mañana, una expectativa que se aleja, un sueño frustrado, o por lo menos, la esperanza que se viste de desaliento. Se amontonan los días, uno tras otro caen como paladas de tierra en un sepultura.
      Resignados, enfrentamos la desgracia con la paciencia de Lot. Y puede que, aterrados, dudemos, como Santo Tomás, porque humanos, porque hijos de este tiempo, lo que no vemos lo asemejamos a un embeleco, a un timo, a la mentira piadosa que se le da al desahuciado. Y podrá ser solo un espejismo, un temor infundado; pero pervive, como un herpes, como una diarrea que nos roba el vigor, como una idea recurrente que nos agobia y nos asfixia, que nos atormenta. Miramos al futuro y tan solo vemos una neblina densa.
      Perdidos, atontados, alelados, apenas si existimos, apenas si somos espectros, vagos recuerdos de la nación próspera que fuimos, figuras desdibujadas de lo que deseábamos ser. Como una droga o una paliza brutal, deambulamos narcotizados, idiotizados, anulados por el fraseo falaz de una élite impúdica. Y sin embargo, al despertarnos, esperamos que finalmente pase algo.
       
     

miércoles, 19 de junio de 2019

Renacer sobre un cementerio ardiente


     
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«Mi palidez que el miedo reflejaba, al ver que mi maestro se volvía, contuvo la expresión, que le turbaba. Como quien oye y mira, así tendía su mirada, no larga en el alcance, en niebla espesa y en la noche umbría. «Pues vencer es forzoso en este lance... a menos que...» prorrumpe; «está ofrecido... ¡mucho tarda el auxilio en este trance!»
La Divina Comedia. Canto Noveno.
Nos adormece la futilidad. Nos aborrega la falta de criterio, que es el origen de la crítica, de la sana crítica. Como los rinocerontes de Ionesco, mugimos, pacemos, nos igualamos, nos hacemos masa, perdemos nuestra identidad. Hemos sido apaleados, en el cuerpo, y también en el espíritu. Creemos babosadas, nos regodeamos en ellas, tal vez porque así resulta más fácil vivir en el infierno, o, acaso, menos doloroso, porque bien sabemos, pasadas sus puertas, se va a la ciudad del llanto, al eterno dolor; cruzadas sus puertas, se encuentran los condenados, los penitentes, los reos de sus propias miserias.
Sandios como fuimos, y sabe Dios que sí lo fuimos, le llamamos, no una sino mil veces, y aun peor, le invitamos a construir su reino inmundo en este, nuestro país.
      Como larvas en las charcas, reflotamos en la superficie, negamos la profundidad y por ello, solo nos regodeamos en la hojarasca que yace sobre las aguas quedas, las aguas mansas, las aguas fétidas. Obviamos lo importante, y como los necios, nos culpamos unos a otros, nos tiramos al rostro salivazos espesos, verdes, pegajosos. Como los majaderos, solo nos detenemos en lo más evidente, y justamente por ello, también lo menos denso, lo intrascendente.
      Nos quejamos, incluso airadamente, del hambre, de la miseria, de los horrores infernales que otros, y por qué dudarlo, igualmente nosotros mismos, sufrimos a diario, pero no asumimos con la gallardía necesaria que en la construcción de esto, de este horror, todos contribuimos. Que por su proceder, algunos, y por su inacción, otros más, muchos más, de Venezuela hicimos este tártaro pútrido que es hoy. Mirándonos unos a otros, señalándonos unos a otros, olvidamos lo más obvio, que al escupir nuestra ira en la desnudez del otro, asimismo esputamos gargajos sobre nosotros mismos, y que endilgándonos culpas, acusándonos unos a otros de pecados que nos son comunes, ahuyentamos el porvenir luminoso que tanto anhelamos y nos hundimos en la lóbrega noche, el reino ominoso de la Muerte.
      La hemos visto pasearse por las calles desoladas, hurgando en cada casa, en cada cuerpo, en cada alma, para hendir su guadaña, para cegarnos por el intenso dolor que sus uñas largas y filosas causan en el corazón de los hombres, sin importar sus querencias, sus credos, sus sueños. La hemos visto mostrar sus dientes carcomidos, y expeler su aliento fétido sobre niños, para robarles la vida que apenas principian y envenenar a sus dolientes con odio, resentimientos ponzoñosos, con los vicios que sin duda, pudren el alma. La hemos visto, vestida con su capote blanco y su guadaña, ocultando su rostro, para unos, hermoso como lo era el de Afrodita, para otros, tan feo como las deformidades de Efesto, con su paso pausado… ¡La hemos visto alzarse como la reina de este reino maldito!
      Sobre esta tierra, otrora de gracias infinitas concedidas por la Providencia Divina, cayó una noche prolongada y luctuosa, una peste que evoca las maldiciones dadas a los orgullosos egipcios. A esta tierra de gracias, en otros días remanso de dolientes, la inquieta un sufrimiento intenso que no amaina, un odio que no cesa. Si ayer fue el refugio de los desterrados, hoy es solo un lugar protervo en el que arden las tumbas de los paganos, de los idólatras, de aquellos que cegados, adoran falsos mesías.
      La aurora nos luce inalcanzable. La negrura oculta verdades, y aun obviedades, y en esta luenga noche que no acaba, el espíritu se nos apoca, se nos acobarda, tal como lo desean los demontres. Las tinieblas nos hacen olvidar que sin importar que tan larga sea la noche, siempre rompe el alba en el saliente, y aunque nos parezca impensable,  y aun inmerecido, la luz siempre rasga las sombras.
      No sé cuánto más reinará la oscuridad en estas tierras, ni cuánto más sufriremos los que en ellas habitamos, porque ignoro qué tanto ofendieron nuestros pecados; pero me aferro incansablemente a la creencia de que pronto amanecerá… Y ruego a esa bravura que antes destronara a tiranos, que nos dé coraje y fuerzas suficientes para echar abajo las tapias de esta mazmorra infame, y sentir de nuevo el destello del sol sobre nuestros rostros, para que su calidez nos borre las angustias y nos seque las lágrimas.