jueves, 23 de marzo de 2017

Todos a una

Resultado de imagen para grabado de licantropoAcuclillada sobre un periódico, mira y no ve. Sus ojos no expresan la candidez de quien no podría llamarse mujer. Su mirada busca culpables. Sus ojos acusan. Ella es víctima y victimaria. Ella es solo una niña a la que le robaron su niñez.
Nunca conoció algo diferente. Algo mejor. Su vida ha sido corta y sus desgracias, un largo rosario. Tiznado todo su cuerpo por el hollín callejero, aguarda su destino sobre periódicos viejos, plagado de relatos trágicos que para ella son cotidianos. Y al llegar la primavera, el destino la encontró tendida sobre esos periódicos como un perro realengo. Sus manos hincaron el puñal que los falsos le hincaron a ella con saña. Si ella mató para robar bagatelas a algún desventurado, a ella le despojaron su vida… y no la mataron.  
Sus greñas enmarañadas dejan ver el hedor de la calle. Un tufo a letrina sucia. La mugre maquilla el rostro de esta mujer que hasta ayer solo era una niña. Una niña que no jugó con muñecas. Una niña que tal vez tuvo por juego la lascivia conducta del padrastro de turno, que en la fragilidad de su cuerpo sació deseos atávicos. En sus ojos no hay lágrimas. Solo odio. Solo rencor. En sus ojos se ve el resentimiento que corroe su alma. Y su alma es hoy, solo el hueso agusanado que ruñen perros hambrientos.
Irá a un reformatorio. O peor, tal vez la encierren en una cárcel. Su saña contra quien sea amenaza. Y el miedo, libre es. Irá al infierno a pesar de su niñez. Y en el infierno no purgará penas… avivará su odio. Y si algún día sale, ya no será una niña y sí un demonio al qué temer.   
Ella es hechura del error, del fracaso, de la mentira. No ha conocido otra cosa que odio, rencor, resentimiento… patadas. Sin importarles, crían cuervos los falsos, mientras celebran su dicha en sus cómodas casonas. Ella en cambio, creció en las cloacas donde el ser humano defeca todas sus mefíticas miserias.  
Y si hoy me preguntan quién mató a quién, solo queda responder: Venezuela señor, todos a una.  

martes, 21 de marzo de 2017

Impudicia

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            La mentira se viste de verdad. Hablan y repiten estribillos pero sus ropajes ya no convencen. Desgastados y sucios, las hilachas van mostrando la impudicia de su desnudez. Enseñan rasgos grotescos, rasgos ofensivos. Nadie cree, todos dudan. ¿Cómo creer, si la realidad hinca sus dientes agudos en las tripas? Arde, duele, agobia. Ya nadie cree porque la verdad está desnuda. Y su desnudez no agrada. Por el contrario, repugna.
Fea y contrahecha, la verdad arrastra sus pasos deformes. Con su hedor, ofende al ciudadano, que tapa sus narices o, en el mejor de los casos, las protege con hojas de lavanda y menta. Plagada de bubones, la realidad deambula calle arriba y calle abajo, inspirando lástima… y provocando asco. Nadie cree, porque sufre. Y el sufrimiento es un clavo que atraviesa con aguda punzada hasta arrancar gritos.
Duele, la verdad. Y por eso, el disfraz se cae en jirones. También ofende, porque se sufre a diario, y no hay embuste o excusa que oculte las miserias. Pero el mentiroso insiste, porque adormece sus culpas creyéndose sus patrañas. Aunque por ganar con sus quimeras, no ganada nada. Solo pierde. Pierde porque enseña las mismas impudicias que sus mentiras.
Y al final a nadie engaña ese disfraz. La muerte no duerme jamás. Recorre arrabales y palacios sin reticencias. Y sus ojos, negros como lo desconocido, penetran en las honduras de las almas y extraen las verdades como el pus virulento de una llaga putrefacta y pestilente. 
Las mentiras no pueden disfrazarse, porque la muerte, por mucho que uno vista ropajes, siempre ve la desnudez, y vieja como es, ya nada le sorprende, ya nada le repugna

El legado del comandante

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            Un tinte cenizo pinta el rostro de un niño. Sus ropas hieden. Él también. No calza zapatos. Solo unas chanclas resguardan del asfalto sus pies roñosos. Sus hermanos igualan la estampa, que de lejos pierde los matices y se tiñe de un color opaco, terroso. Las manos tiernas penetran la fetidez de la bolsa negra y con la inocencia de quien aún no cumple dos lustros, extrae lo que puede. Sonríe, al ver a los transeúntes. Él no recuerda otros días mejores.  
            Más allá, bajo la luz exangüe del farol, un hombre profana otra bolsa. A pesar del hedor, no siente asco. El dinero jamás lo causa. Recolecta minuciosamente cosas: potes vacíos, zapatos y ropas, restos de equipos eléctricos… En esta Venezuela de hoy, hay un mercado para vender basura.
La noche va cayendo, pero su sayo apolillado no oculta. La luna mira y derrama una garúa de lágrimas sobre la ciudad. El sol se fue. Se esconde. No quiere ver.
Un viejo se tiende en la escalinata de un templo, a ver si los santos le ayudan. Se envuelve en frazadas mugrientas. Su piel la recubre una binza fétida. Fuma un cigarrillo. La calle no es lugar para dormir, y menos en Caracas, donde la muerte festeja cada noche, acompañada por sus diablos.
La mujer deja parte de su compra. No le alcanza. No comerá ella para que sus hijos sí. Y escasamente. Maldice, con rabia. No la culpo. En las madrugadas, cuando los retortijones le roben el sueño, pensará en su vida y en las promesas de los falsos. Pero su cuerpo débil ya no podrá siquiera gritar. Cuando mucho, sollozará y extenderá la mano para pedir, porque por robarle, los falsos le robaron los sueños y también la dignidad.
El hombre grita al fondo del autobús. Ofende su lenguaje soez y también su llanto desgarrado, porque nada entumece más el espíritu que ver a un hombre llorar, y confesar que no ha comido siquiera un mendrugo de pan duro. Pero su incertidumbre, que aguijonea su alma y su estómago, ofende mucho más; aunque lo nieguen y en sus mesas opulentas, los falsos harten sus tripas con avidez.
Comen basura y, como perros realengos, se disputan restos malolientes. Otros hacen negocio con la bazofia de una ciudad putrefacta. El hedor nauseabundo impregna el ambiente, con su tufo ácido, con ese olor penetrante que emana de la boñiga amontonada. Como perros hambreados se lanzan dentelladas, porque en la miseria no florece la solidaridad… solo prosperan la cizaña y el odio.
El niño color ceniza juega y sonríe, porque no ha vivido otra cosa. La mujer llora por su hijos, porque se mueren de mengua; y por las noches, a ella la muerden por igual el hambre y el resentimiento. El hombre grita en el fondo del autobús, mientras las sombras lastimeras de sus conciudadanos ocultan sus caras en un silencio atronador, porque saben que tarde o temprano, esos gritos serán suyos.
Y los falsos ríen en sus casonas. 

Vergüenza

La imagen puede contener: exteriorLa noche cae en Caracas como una sombra. La oscuridad ahuyenta a los habitantes que se refugian en sus casas. Aún temprano, cuando en otras épocas todavía restaban las últimas lumbres del tráfico diario, la ciudad luce abandonada. Ha envejecido Caracas y ya por las tardes, se cuida del sereno. La emoción decae y el vigor de otros años da lugar a rapiñadores que hurgan basureros en le negrura de unas tinieblas que empezaron hace más de tres lustros.
            Caracas se acuesta con el sol. Le huye a la luna. Se esconde de su mirada triste, que sin juzgar, observa avergonzada lo que va quedando: recuerdos, solo recuerdos. Todos se resguardan en sus cubiles. Todos se esconden porque la noche caraqueña depreda. Y la luna llora por los hijos que ya no estarán.
            Hincan los depredadores sus uñas pestilentes y del bubón exuda fetidez. Un hedor que impregna aun el alma de los pobladores de una urbe agónica. Nadie se salva de su pestilencia. Enferma y repugna. Caracas yace en esta grieta estrecha como yace el leproso, abandonado en un hoyo para que encuentre su destino, para que muera sin ofender. Caracas yace estertorosa a los pies de un sultán decepcionado al que incluso su nombre le fue robado.
            Sucursal del Cielo, antes. Hoy un sumidero, en el que las desgracias y las miserias se amontonan como el estiércol. Hiede Caracas, a dolor, a sangre putrefacta y a vicios inconfesables. Y de su hedor, repulsivo y nauseabundo como el perfume de la muerte, no conseguimos librarnos, ni siquiera encerrados en las celdas que de nuestras casas han hecho esos demontres, que una madrugada de febrero emergieron de sus sentinas mefíticas para corromperlo todo. 

martes, 7 de marzo de 2017

Tic Tac… el toro muge


Mientras el régimen miente, millones de venezolanos sufren a diario los rigores de una vida hostilizada. Tal vez la élite, que come bien y poco se preocupa por esas menudencias mundanas, desee que en efecto, cada quien pase sus días andando su propio calvario. Así se aquietan las rabias. Así se amansa al caballo más brioso. Y sí, hasta ahora han domeñado a la gente. No nos mintamos, deambulamos quedos por las calle, soportando miserias a ver si pasamos agachados, y, aunque solo sea cosa de tiempo que terminemos hurgando basureros, nos engañamos; porque quizá la suerte nos sonría y aparezca pasta de diente, leche o papel para limpiarse el culo.
Unos y otros conversan. Unos y otros analizan números y cifras. Todos creen que hay tiempo, que se puede esperar. Unos para correr la arruga otro tanto más, otros para decidir qué hacer. Pero ocho de cada diez venezolanos somos pobres. Cinco de esos diez son más que pobres. Las respuestas no surgen. La gente va decepcionándose cada vez más. Y puede que se resigne a la miseria o, lo más probable, que compre espejismos.
La academia se aparta del hombre, de la mujer, de la persona que a diario batalla para sobrevivir no solo la inseguridad y las carencias, sino al murmullo seductor del mugido, que le tienta a rendirse o, acaso, a arremeter, como un toro frenético, que sin importar contra qué, embiste. La élite prefiere creer. Solo así exculpa sus propias miserias. Solo así soporta su tinglado barato. Solo así cree conservar sus prebendas. Pero no dudo que la verdad los asalte cuando la soledad taña como un campanario. Porque la verdad no duerme, no descansa. Siempre agobia.

El tiempo se agotó. La ciudadanía languidece y estertóreo se debate entre la lucha irracional o la transformación en un bicho repulsivo que apenas se toca con un palo. Pero una parte de la élite sigue sorda. Y la otra hace bufonadas que ya no provocan risas sino lágrimas… cuando no rabia.