La contemporaneidad se aleja de nosotros vertiginosamente.
A pesar del esfuerzo de algunos, deseosos de demostrar que, en efecto, el
futuro ya llegó; el gobierno, inmerso y perdido en el boscaje de su propio
anacronismo, nos mantiene de pie, no frente a una gran pantalla desde la cual
nos vigila el inefable Big Brother,
sino ante un espejo, uno que sin vigilarnos y sin preocuparse por las voces
disidentes, nos mantiene siempre de espaldas al porvenir y al desarrollo que
éste ofrece. Nos mantiene pues, atrasados en el subdesarrollo, ése que explica
y justifica la tiranía. Y justamente, ésa es una de las peores facetas del
totalitarismo.
Chávez y su gente, al menos ésos, los más
radicales, no parecen comprender la realidad del mundo contemporáneo. Aferrados
como están a paradigmas superados hace tiempo, suficiente para haberlo masticado
y digerido, no aceptan una modernidad en la que sus ideas, quiéranlo o no, no tienen cabida. Y puede que en efecto sea
duro de tragar, eso de encontrarse de súbito en un medio que nos resulta totalmente
ajeno. Pero, nos guste o no, a esta realidad hemos llegado como la especie inteligente
que somos y, sin asegurar que estamos ante el
fin de la historia y del último hombre, se puede afirmar que de todos los
modelos políticos ensayados, sólo la democracia ha sido eficaz para resolver las
necesidades humanas. Y lo ha sido, justamente, porque es el único que propone
una sociedad libre y por ello, necesariamente responsable.
Hablar de Marx hoy por hoy, como lo hace
obscenamente el caudillo de este tinglado revolucionario demodé, resulta cuando menos, un anacronismo imperdonable, cuando
no una abominación académica. Aún más, desnuda ignorancia sobre estos tiempos
que vivimos. Los condicionantes históricos que dieron lugar al socialismo ofrecido
por Marx y Engels dejaron de existir. La economía industrial de los siglos
XVIII y XIX dio paso a la actual economía post-industrial. Y ésta es, precisamente,
la que desconocen y no comprenden los líderes del movimiento bolivariano (que
se define como socialista del Siglo XXI). Ellos siguen creyendo en una economía
basada sobre paradigmas claramente superados, como la tenencia de extensas
áreas para el cultivo y las grandes industrias mecanizadas (que ciertamente significaron
en su momento, una tragedia para las clases obreras que no conseguían adaptarse
al nuevo modelo económico industrial). Esa sociedad (o el término más
apropiado, civilización) no obstante, no es, ni de lejos, ésta que conocemos en
la actualidad. Y no soy quien lo asegura. Lo hizo Alvin Toffler hace más de 40
años (“El shock del futuro”. Plaza & Janés. 1970).
Los socialistas del siglo XXI siguen aferrados
a la idea de una sociedad formada por un grupúsculo de grandes industriales y
masas obreras depauperadas (aunque no lo digan expresamente), sin darse cuenta
que hace años, esas corporaciones democratizaron sus capitales a través de colocaciones
en bolsas de valores, diluyendo la propiedad en una riada de accionistas dentro
y fuera de sus naciones, cuyo interés difiere mucho de participar en la toma de
decisiones y la gestión del negocio (que dejan en manos de CEO’s contratados
para ello). Se centra ese interés en el lucro que puedan obtener con la
tenencia temporal de las acciones Y lo hacen porque, repitiendo las palabras del
líder comunista chino Den Xiaoping, enriquecerse
es algo glorioso y, sin lugar a dudas, si se hace éticamente, nada tiene de
malo y en cambio, muchas cosas beneficiosas puede, en efecto, ofrecer. Es por
esa razón que China ha conseguido rescatar a 300 millones de personas de una pobreza
infame (con chinos que hoy son inmensamente ricos). Y es que el gran secreto,
que ciertamente no lo es, radica en la construcción de una clase media fuerte,
como la inventó Ford en la década de los ’20 del siglo pasado y la que China se
ha empeñado crear, a cómo dé lugar (y que, probablemente, termine por desbancar
a la clase política china heredera de la revolución del camarada Mao).
No son pues, esos millones de accionistas,
muchos de ellos ancianos retirados, hombres y mujeres pertenecientes a esa
clase media fortalecida por estar consciente de su rol en el desarrollo, que
han colocado sus ahorros en bancas de inversión (que colocan los capitales en títulos
diversos, como lo son efectivamente, los bonos y las acciones, para obtener un rédito
financiero), quienes tienen algún interés por explotar al obrero, que de paso,
en las sociedades desarrolladas también forman parte de esa clase media y no de
las más pobres. Y carecen de ese interés explotador porque no por ello van a
ganar más o menos dinero. Su lucro, legítimo y generador de desarrollo, procede,
en cambio, de un valor intangible pero tan real como el aire que respiramos: la
información y el dominio de las nuevas tecnologías, que impactan directamente
el valor bursátil de las acciones y
demás papeles negociables. La lucha de
clases que proponía Marx ya no existe como tampoco las condiciones para que
ésta tenga lugar, cuando obreros y dueños del capital muchas veces se confunden
y cuando nuevos paradigmas fundamentan el valor económico de las empresas sobre
elementos menos tangibles que las maquinarias o las tierras cultivables, aunque
no por ello menos reales.
Hoy, con el descomunal desarrollo tecnológico y
el impacto de éste en la cotidianidad de las personas, hablar de proletariado
es una ridiculez. Y no lo es sólo porque en las potencias democráticas – que justamente
por eso son primer mundo – aquel proletariado depauperado fue sustituido por esa
clase media fuerte y, por lo mismo, determinante de los procesos sociales; sino
porque además, el elemento determinante del poder en la actualidad es la
información y no las tierras de los supuestos latifundistas o las grandes
industrias mecanizadas. No en balde, hoy en día las empresas más grandes del
mundo no son industrias… ¡son Google, Facebook, Microsoft! Empresas cuyo
principal activo es intangible. Y tampoco es casual que ahora valga mucho más
la biotecnología detrás de la agroindustria que las tierras y los insumos
mecánicos para cultivar, que valga mucho más la información – conocimiento –
detrás de la industria pesada que las maquinarias e incluso, la mano de obra
obrera, que en muchos casos ha sido robotizada.
En un mundo como éste, con una clase media
fuerte, consciente de su propio valor, las personas no se comportan como
imbéciles, débiles mentales que urgen de un padrecito
para que les solucione los problemas como él cree que debe hacerse. La libertad
que los nuevos paradigmas tecnológico-económico-políticos les confieren a las personas
les ha enseñado a ser responsables de su presente y de su futuro. Y es por ello
que a la gente se le exige ser más conscientes de su propio destino. Que éste
es sólo suyo y que ningún iluminado mesiánico tiene el derecho de imponerle como
debe ser. Y puede que, por ello, los electorados ya no persigan como tontos a caudillos
sino a líderes que ofrezcan verdaderas soluciones a sus problemas. Buscan guías
en el liderazgo político, a los que podrá seguir o no, siempre que así lo desee.
Venezuela entró tardíamente al siglo XX porque
una mentalidad obtusa y desfasada de la contemporaneidad se impuso no sólo en
el gobierno, regido entonces por un liderazgo atávico, sino también en una minúscula
intelectualidad que prefirió hacer negocios con los tiranos y olvidarse de una
ingente masa depauperada y analfabeta. Hoy por hoy, ya vamos tarde para entrar al
XXI. No dejemos que las utopías delirantes de un grupúsculo hediondo a rinconera
de cachivaches inservibles nos rezaguen del desarrollo galopante que pueden ofrecer
estos nuevos paradigmas, característicos de este nuevo siglo.