El
mito de Casandra
A
pesar de sus muros, construidos por el mismísimo Apolo, Troya cayó. Y a
Casandra nadie le creyó que sobre Ilo se avecinaban desgracias.
Nuestro
liderazgo, arruinado por la compra de un discurso bobo, como el pueblo troyano,
obvia las advertencias de quienes auguran desgracias. Sordos, se apegan a una
narrativa estéril difundida por los poderosos para anular cualquier intento de
despojarles el poder. Se afanan ellos, tercamente, para atribuirle las cualidades
de las causas a las consecuencias. Su ceguera es tal que les impide reconocer
en el pugilato político a otros actores, que, como los grandes depredadores, acechan
a sus presas.
No creen
unos y otros, ofuscados por su orgullo, que ocultos en el anonimato mediático
acechan los demonios. Sin embargo, como en 1998, cuando desde las sentinas del
averno, infestado de resentimientos como de bubones un pestoso, emergió Chávez
y su circo de rencores, hoy por hoy, desprestigiado el liderazgo como lo estuvo
en aquellos años, parecen obviar que otro iluminado puede brotar desde quién
sabe dónde, y como todos los salvadores mesiánicos, sembrar aún mayores
desgracias.
No somos
agoreros quienes vemos con preocupación el divorcio del liderazgo con la
realidad. Poco importa si ellos a su vez son víctimas del mito de Casandra y a
pesar de sus buenas intenciones, nadie les crea y de ellos tenga la gente el
peor concepto, porque la realidad siempre cocea con brutalidad. Y puede que más
pronto que tarde, un nuevo hombre a caballo cabalgue hacia Miraflores, y no lo
duden un solo instante, como a Chávez en su momento, las hordas le vitorearán y
con una euforia viciada por un viscoso resentimiento, le acompañaran a la vieja
casona de Misia Jacinta Crespo en la esquina de Bolero.
Claro
que puede surgir un «Pinochet», o la versión criolla que sucedió por las malas al
pésimo gobierno adeco durante el trienio, la dictadura militar del general
Marcos Pérez Jiménez. Creer lo contrario, en estas tierras plagadas de jefes de
montoneras y caudillos, no solo resulta necio, sino peligroso. Nada nutre más a
los hombres fuertes que la apatía de los ciudadanos, y nada amenaza más a los
poderosos que las promesas quiméricas bien sembradas en una ciudadanía decepcionada.
Ulises
no necesitó echar al suelo las infranqueables murallas de Troya. Solo requirió de
su ingenio, de su astucia. Troya cayó, no porque el ejército de Agamenón fuese
superior, sino porque Príamo y su prole, y también los troyanos, no le creyeron
a Casandra. Confiaron en las murallas que Apolo mismo les obsequió. Como ellos,
los habitantes de Ilo; cree – y confía – el liderazgo venezolano, y con ellos,
no pocos analistas y sesudos expertos, que en Venezuela no pueden ocurrir esas desgracias.