De
abusos y otras calamidades
Conocemos,
los abogados, de los abusos que, en las distintas dependencias del Estado,
sobre todo en aquellas destinadas a dar respuesta a los particulares, se
perpetran a diario en franca contravención con la ley y los principios
generales del derecho. Algo parecido ocurre con la necesaria vigilancia
policial (del cual no hablaré por ahora).
Sobre
la actividad del Estado, indistintamente del nivel en el cual se manifieste,
cabe decirse que, en todo caso, se trata de una actividad administrativa y, por
lo tanto, en cuanto atañe a su funcionamiento y los deberes de los
funcionarios, queda regida por las leyes pertinentes, y, principalmente, la Ley
Orgánica de Procedimientos Administrativos y la Ley de Simplificación de
Trámites Administrativos, que bien estamos al tanto quienes ejercemos el
derecho, es solo letra muerta.
Las
oficinas públicas están obligadas por ley a contar con una taquilla para
recepción de documentos, en la cual deben a) recibirse las solicitudes aun cuando los recaudos estén incompletos,
y b) estampar el sello del organismo, así como la fecha de consignación de las mismas. En caso de requerirse
documentos adicionales, la oficina
correspondiente los solicitará del particular mediante oficio motivado. La
razón de esto no es caprichosa. En primer lugar, toda solicitud debe ser
atendida por la administración en virtud de un mandato constitucional y, por lo
tanto, toda limitación a este derecho – el de petición – debe estar sustentada
en la ley y en los principios administrativos de legalidad, proporcionalidad y
racionalidad. Y por esta misma razón se debe tutelar, a todo evento, el derecho
a la defensa de los administrados (que reviste carácter constitucional y puede
ser, por ello, objeto del recurso de amparo), quienes, sin un auto que explique
las razones por las cuales no se recibe su petición, no puede recurrir a las
distintas instancias para ejercer el debido control administrativo y
jurisdiccional al que tiene derecho.
Tal
cosa no existe. A diario, los particulares, sean profesionales del derecho o
no, son obligados a satisfacer exigencias que la ley no prevé, lo cual trae
como consecuencia la violación de los derechos de petición y defensa,
establecidos constitucionalmente, y que, en principio, además de constituir
transgresiones a la ley, recurribles aun por medio del recurso extraordinario
de amparo, también suponen la comisión del delito de denegación de justicia (y
en este sentido debería por ello, actuar el Ministerio Público), y, desde
luego, imposiciones injustas a los administrados. Además, bien se sabe del
cobro de sumas de dinero para «agilizar el trámite», lo cual implica otros
delitos y otras sanciones para los funcionarios incursos en esas prácticas.
Ningún
abogado negaría como requisito, la presentación del título en el que se
fundamenta la petición. Eso es obvio. Sin embargo, la ley exige que a todo
evento sea atendida la solicitud y se dé apertura al procedimiento
administrativo, el cual puede – y debe – abarcar esas incidencias conforme a la
ley, aun cuando falten recaudos (incluso, si se trata de aquellos que
fundamental la solicitud, en tanto que le ley no distingue, y, por lo tanto, no
tampoco lo hace el intérprete). Tratándose pues, de un proceso, las
requisiciones y negativas deben constar por medio de auto motivado, a fin de
poder recurrirlas ante las instancias pertinentes, si fuere el caso.
Obviamente, el funcionario que atente contra estos principios, y viole por ello
los derechos de los administrados, debe responder administrativa y civilmente,
y, de ser el caso, penalmente. La práctica común es pues, contraria a los
procedimientos previstos, limitándose, en la mayoría de los casos, a una simple
negativa verbal que impide el pleno ejercicio del derecho de petición y,
obviamente, al debido proceso y a la defensa (consagrados ambos en la
constitución).
No
obstante lo dicho, y pese a la desventura de vivir en un Estado de recelo, de
sospecha constante, somos los abogados, responsables en gran medida de esta
perversión. Quizá afanados por resolver, y de cobrar nuestros honorarios, hemos
sido cómplices. Hemos tolerado abusos que debieron ser sancionados, castigados,
aun penalmente, y aunque nos resulte vergonzoso, y lo es, hemos rebajado
nuestro oficio, nuestra noble profesión a lo que ni es ni debe ser.
A
buen entendedor…