La frivolidad actual, plausible
en casi todos los aspectos de la civilización contemporánea, ha desnudado
síntomas de una enfermedad que aqueja gravemente a la humanidad hoy por hoy: la
propensión cada vez más arraigada y generalizada a confundir bienestar con
placer. La gente rinde culto al hedonismo, al extremo de parecer pecaminoso, y,
por ende, proclive a despreocuparse sobre los temas profundos y a zanganear en la
superficie. Gracias a ello, la resonancia de los intelectuales en el quehacer
político es mínima en nuestros días y se pierde en la apatía de una sociedad
egoísta al extremo de resultar irresponsable.
Nuestra civilización está
definida por el espectáculo, como si se tratase un reality show. Por ello, los publicistas, anónimos creativos de las
agencias publicitarias, ejercen un magisterio decisivo en las creencias y
gustos populares y, sobre todo, en las preferencias electorales. Hemos visto pues,
al menos los venezolanos, como las vocerías de las encuestadoras han ido definiendo
el discurso político y son ellos voceros de la política como debería serlo, en lugar
de ellos, el liderazgo. Los grandes temas se han ido dejando de lado, como un
fardo indeseable, para detenerse cada vez con menos pudor en su espectacularidad.
Por ello, no caben dudas, la frivolidad imperante ha empobrecido la calidad del
discurso. Y por esa misma razón, el liderazgo se ha desdibujado hasta
convertirse en simples stars, cuyo
atractivo puede ser efímero, tanto como una moda. Se dice, incluso, que algunas
de esas stars políticas hacen
exigencias propias de las estrellas del rock o del cine, como exigir agua
Perrier y, diariamente, una docena de rosas blancas en la habitación.
Si algo puede decirse de los
humanos de hoy, quizá por la presencia cada
vez más débil de las religiones formales, es que rinden culto a Dionisio,
aunque sin lugar a dudas son muchos los que obviamente ignoran quién es este
dios de la mitología griega. Y tanto como las mujeres de algún relato
mitológico, que olvidaron aún el amor por sus hijos para rendirse a los
placeres ofrecidos por esta deidad del panteón griego; la humanidad se ha
perdido en esta orgía que viene siendo el mundo actual. Nuestra civilización se
ha vuelto superficial en extremo y su capacidad de análisis ha sido mermada por
esa liviandad para entender y protagonizar su propio destino. Y no cabe dudad
de ello, esa superficialidad imperdonable ha desdibujado este país hasta
degradarlo al extremo de ser sólo un terreno habitado.
El mundo de hoy, tecnológicamente
súper-desarrollado y globalizado debido al progreso de las telecomunicaciones,
es un mundo de imágenes, no de palabras. El texto está subestimado y son pocos
los que se aventuran a leer, mucho menos a pensar críticamente. Medio mundo se
desvive y discute por una supuesta imagen del presidente Chávez entubado
(probablemente falsa), aparecida en El País de España. No obstante, apenas unos
cuantos escuchan los escasos voceros que exponen la gravedad de problemas verdaderos
y ciertamente profundos, como la actual explosiva situación política y social
venezolana. Claro, la fotografía de El País es con creces más espectacular – y
no lo neguemos, terriblemente amarillista y de mal gusto - que las
consecuencias políticas del eventual deceso del presidente, aunque sea éste el
tema en verdad importante, debido a la marcada impronta caudillista de su
régimen. Importa más lo que puede verse, retratarse, grabarse en video y subirse
a YouTube, que el análisis serio de los
sucesos que ocurren y están por ocurrir, los cuales se dejan de lado
irresponsablemente. El debate, por ello, no versa sobre los temas trascendentes,
sino los que pueden colmar – y de hecho, colman – los medios de comunicación. Y
es que así no sólo ganan votos (y prebendas) los líderes políticos, sino también
ingentes sumas de dinero los dueños de los medios. Porque si a ver vamos, las
masas depauperadas y la apaleada clase media jamás han importado más allá de
las fechas electorales.
A la gente común se le avasalla
con imágenes que ni siquiera quiere cuestionar. Y esas imágenes han sustituido
el debate, el discurso, aún las ideologías. No se busca convencer a un electorado
juicioso, crítico, analítico. Eso ni siquiera se desea. Se busca conmover, aunque
para ello se apelen a recursos poco éticos. Las elecciones no las gana el mejor
candidato, las gana el que cale mejor en las emociones populares. Y es que en
este mundo de espectáculos, de reality
shows, de verdades a medias y de mentiras descaradas, la política también
forma parte del espectáculo, de ese tinglado de cartón que de los asuntos
serios e importantes ha hecho esta frivolidad sacralizada. Por supuesto,
Venezuela no está ajena a ese triste circo contemporáneo.
La frivolidad reinante, aún entre
los líderes políticos, no sólo ha embobecido el debate sino que además, ha
abultado los egos. Al menos en este país, el debate importa muy poco, importa
el personaje, el caudillo. Se le sigue al líder, a la star, como si fuese Madonna o Iker Casillas. El intelectual ha
quedado relegado a una minoría poco influyente, elitesca e inescuchada. Mientras,
la gente se deleita con personajes superfluos, bulliciosos pero superfluos. Los
intelectuales van siendo animales solitarios, aislados en las aulas de clase,
en sus bibliotecas, en su torre de marfil. Y es que ahora el liderazgo sólo
busca protagonizar, ser la star de
algún espectáculo, y no cabe la menor duda de ello, algunos logran el estatus
de superstar. Pero no son ellos
líderes comprometidos. Su frivolidad los amarra a clichés y a esa abominación que
es el discurso políticamente correcto.
Lo ocurrido en Venezuela a partir
de 1989 forma parte de esa desestructuración intelectual y de la imperdonable
frivolidad de nuestros días. La suma de egos ensanchados, la inmediatez para
comprender la realidad mundial entonces, las apetencias de caudillos, las
rencillas y un sinfín de causas vinculadas a la superficialidad generalizada
dieron al traste con un proyecto realmente modernizador y en verdad
revolucionario, el de Carlos Andrés Pérez para llevar a Venezuela a las puertas
del primer mundo. El liderazgo fue degradándose hasta acabar deformándose como simples
peones de los verdaderos decisores. Perdidos en esa necedad mayúscula que fue
el discurso en contra de los políticos, se perdió también la deseable
generación de relevo y desde luego, la república con ella. Hubo un intento
necesariamente fallido de algunos líderes ya envejecidos de imponerse frente a
sus causahabientes naturales, reemplazados, violentamente, por un liderazgo
inédito, ciertamente inmaduro, atorrante e impositivo. El resultado fue el deficiente
segundo mandato de un Caldera anciano y la aparición de esta revolución que no
llega a serlo.
No es pues Hugo Chávez la causa
de los males nacionales, como se suele creer. No es tampoco esta revolución el
origen de la ruindad venezolana. Lo es, desde luego, la obtusa frivolidad con
la que se ha ido infamando desde hace largo tiempo el ejercicio político, no
sólo por parte del liderazgo, sino por las masas votantes, y, como era de
esperarse, se ha pervertido el destino de la democracia venezolana. La actual
crisis ni siquiera puede atribuírsele al devenir político, que, al fin de
cuentas, es y será siempre espejo de la sociedad que le da forma y lo sustenta.
La política es una manifestación más de la cultura humana y si esa cultura se
ha frivolizado, no resulta extraño que la política también se haya banalizado. Deviene
esta crisis, por lo tanto, de una menesterosa comprensión del alma humana.
Dimana de la superficialidad generalizada que poco ahonda en las complejidades del
hombre, imposibles de simplificar. Se origina pues, en ese festín dionisíaco
que es hoy la civilización occidental y que a través de variopintas ceremonias
mágico-hedonistas, huye de los grandes retos y de la intelectualidad requerida
para afrontarlos. Y a los intelectuales de verdad los ha ido relegando al
armario de los cachivaches.
La crisis en ciernes va más allá
del eventual colapso económico, causado por vicios muy arraigados en el ideario
venezolano, vicios que trascienden a esta revolución. La fragilidad del sistema
democrático, después de 20 años de martillazos y cinceladas inclementes, ha
resquebrajado la institucionalidad al extremo de ser, por los momentos, hielo
quebradizo sobre la superficie de un lago profundo y helado. No hay fundamentos
sobre las cuales edificar instituciones robustas porque sus pilares están
carcomidos, tal como si las termitas hubiesen hecho de ellas su alimento. No
hay voluntad política ni en el liderazgo ni en las masas manipuladas por los
decisores para encausar la nación hacia un verdadero desarrollo. Uno que
asegure en primer lugar, la solidez de los pilares del sistema democrático, y
genuina prosperidad en segundo lugar.
Desarmados como estamos por los
momentos, esa prosperidad luce lejana. No estamos siquiera preparados para la
crisis en ciernes. No hay por ahora capacidad política para estructurar soluciones.
No estamos preparados para enfrentar las dificultades por venir. Y no se trata
de que la actual dirigencia gubernamental sea incapaz. Se trata de la visión superficial
que de la realidad tenemos los venezolanos y de cómo afrontarla y que esa
incapacidad no es exclusiva del actual gobierno. No podemos permanecer
sojuzgados por un pobre y ruinoso discurso políticamente correcto. Vivimos
inmersos en una sociedad compleja en la que las definiciones no son precisas,
no resultan tan diáfanas y simplistas, como si se tratase de una película de
cowboys. Sólo si enseriamos el discurso, el debate y las ideas planteadas, la
nación podrá encausarse por otro itinerario, uno seguramente más escarpado pero
sin lugar a dudas, mucho más firme y por ende, derrotero a un destino
perdurable.