lunes, 4 de febrero de 2013

La política del espectáculo


La frivolidad actual, plausible en casi todos los aspectos de la civilización contemporánea, ha desnudado síntomas de una enfermedad que aqueja gravemente a la humanidad hoy por hoy: la propensión cada vez más arraigada y generalizada a confundir bienestar con placer. La gente rinde culto al hedonismo, al extremo de parecer pecaminoso, y, por ende, proclive a despreocuparse sobre los temas profundos y a zanganear en la superficie. Gracias a ello, la resonancia de los intelectuales en el quehacer político es mínima en nuestros días y se pierde en la apatía de una sociedad egoísta al extremo de resultar irresponsable.
Nuestra civilización está definida por el espectáculo, como si se tratase un reality show. Por ello, los publicistas, anónimos creativos de las agencias publicitarias, ejercen un magisterio decisivo en las creencias y gustos populares y, sobre todo, en las preferencias electorales. Hemos visto pues, al menos los venezolanos, como las vocerías de las encuestadoras han ido definiendo el discurso político y son ellos voceros de la política como debería serlo, en lugar de ellos, el liderazgo. Los grandes temas se han ido dejando de lado, como un fardo indeseable, para detenerse cada vez con menos pudor en su espectacularidad. Por ello, no caben dudas, la frivolidad imperante ha empobrecido la calidad del discurso. Y por esa misma razón, el liderazgo se ha desdibujado hasta convertirse en simples stars, cuyo atractivo puede ser efímero, tanto como una moda. Se dice, incluso, que algunas de esas stars políticas hacen exigencias propias de las estrellas del rock o del cine, como exigir agua Perrier y, diariamente, una docena de rosas blancas en la habitación.
Si algo puede decirse de los humanos de hoy, quizá por  la presencia cada vez más débil de las religiones formales, es que rinden culto a Dionisio, aunque sin lugar a dudas son muchos los que obviamente ignoran quién es este dios de la mitología griega. Y tanto como las mujeres de algún relato mitológico, que olvidaron aún el amor por sus hijos para rendirse a los placeres ofrecidos por esta deidad del panteón griego; la humanidad se ha perdido en esta orgía que viene siendo el mundo actual. Nuestra civilización se ha vuelto superficial en extremo y su capacidad de análisis ha sido mermada por esa liviandad para entender y protagonizar su propio destino. Y no cabe dudad de ello, esa superficialidad imperdonable ha desdibujado este país hasta degradarlo al extremo de ser sólo un terreno habitado.
El mundo de hoy, tecnológicamente súper-desarrollado y globalizado debido al progreso de las telecomunicaciones, es un mundo de imágenes, no de palabras. El texto está subestimado y son pocos los que se aventuran a leer, mucho menos a pensar críticamente. Medio mundo se desvive y discute por una supuesta imagen del presidente Chávez entubado (probablemente falsa), aparecida en El País de España. No obstante, apenas unos cuantos escuchan los escasos voceros que exponen la gravedad de problemas verdaderos y ciertamente profundos, como la actual explosiva situación política y social venezolana. Claro, la fotografía de El País es con creces más espectacular – y no lo neguemos, terriblemente amarillista y de mal gusto - que las consecuencias políticas del eventual deceso del presidente, aunque sea éste el tema en verdad importante, debido a la marcada impronta caudillista de su régimen. Importa más lo que puede verse, retratarse, grabarse en video y subirse a YouTube, que el análisis serio de los sucesos que ocurren y están por ocurrir, los cuales se dejan de lado irresponsablemente. El debate, por ello, no versa sobre los temas trascendentes, sino los que pueden colmar – y de hecho, colman – los medios de comunicación. Y es que así no sólo ganan votos (y prebendas) los líderes políticos, sino también ingentes sumas de dinero los dueños de los medios. Porque si a ver vamos, las masas depauperadas y la apaleada clase media jamás han importado más allá de las fechas electorales.
A la gente común se le avasalla con imágenes que ni siquiera quiere cuestionar. Y esas imágenes han sustituido el debate, el discurso, aún las ideologías. No se busca convencer a un electorado juicioso, crítico, analítico. Eso ni siquiera se desea. Se busca conmover, aunque para ello se apelen a recursos poco éticos. Las elecciones no las gana el mejor candidato, las gana el que cale mejor en las emociones populares. Y es que en este mundo de espectáculos, de reality shows, de verdades a medias y de mentiras descaradas, la política también forma parte del espectáculo, de ese tinglado de cartón que de los asuntos serios e importantes ha hecho esta frivolidad sacralizada. Por supuesto, Venezuela no está ajena a ese triste circo contemporáneo.
La frivolidad reinante, aún entre los líderes políticos, no sólo ha embobecido el debate sino que además, ha abultado los egos. Al menos en este país, el debate importa muy poco, importa el personaje, el caudillo. Se le sigue al líder, a la star, como si fuese Madonna o Iker Casillas. El intelectual ha quedado relegado a una minoría poco influyente, elitesca e inescuchada. Mientras, la gente se deleita con personajes superfluos, bulliciosos pero superfluos. Los intelectuales van siendo animales solitarios, aislados en las aulas de clase, en sus bibliotecas, en su torre de marfil. Y es que ahora el liderazgo sólo busca protagonizar, ser la star de algún espectáculo, y no cabe la menor duda de ello, algunos logran el estatus de superstar. Pero no son ellos líderes comprometidos. Su frivolidad los amarra a clichés y a esa abominación que es el discurso políticamente correcto.
Lo ocurrido en Venezuela a partir de 1989 forma parte de esa desestructuración intelectual y de la imperdonable frivolidad de nuestros días. La suma de egos ensanchados, la inmediatez para comprender la realidad mundial entonces, las apetencias de caudillos, las rencillas y un sinfín de causas vinculadas a la superficialidad generalizada dieron al traste con un proyecto realmente modernizador y en verdad revolucionario, el de Carlos Andrés Pérez para llevar a Venezuela a las puertas del primer mundo. El liderazgo fue degradándose hasta acabar deformándose como simples peones de los verdaderos decisores. Perdidos en esa necedad mayúscula que fue el discurso en contra de los políticos, se perdió también la deseable generación de relevo y desde luego, la república con ella. Hubo un intento necesariamente fallido de algunos líderes ya envejecidos de imponerse frente a sus causahabientes naturales, reemplazados, violentamente, por un liderazgo inédito, ciertamente inmaduro, atorrante e impositivo. El resultado fue el deficiente segundo mandato de un Caldera anciano y la aparición de esta revolución que no llega a serlo.
No es pues Hugo Chávez la causa de los males nacionales, como se suele creer. No es tampoco esta revolución el origen de la ruindad venezolana. Lo es, desde luego, la obtusa frivolidad con la que se ha ido infamando desde hace largo tiempo el ejercicio político, no sólo por parte del liderazgo, sino por las masas votantes, y, como era de esperarse, se ha pervertido el destino de la democracia venezolana. La actual crisis ni siquiera puede atribuírsele al devenir político, que, al fin de cuentas, es y será siempre espejo de la sociedad que le da forma y lo sustenta. La política es una manifestación más de la cultura humana y si esa cultura se ha frivolizado, no resulta extraño que la política también se haya banalizado. Deviene esta crisis, por lo tanto, de una menesterosa comprensión del alma humana. Dimana de la superficialidad generalizada que poco ahonda en las complejidades del hombre, imposibles de simplificar. Se origina pues, en ese festín dionisíaco que es hoy la civilización occidental y que a través de variopintas ceremonias mágico-hedonistas, huye de los grandes retos y de la intelectualidad requerida para afrontarlos. Y a los intelectuales de verdad los ha ido relegando al armario de los cachivaches.
La crisis en ciernes va más allá del eventual colapso económico, causado por vicios muy arraigados en el ideario venezolano, vicios que trascienden a esta revolución. La fragilidad del sistema democrático, después de 20 años de martillazos y cinceladas inclementes, ha resquebrajado la institucionalidad al extremo de ser, por los momentos, hielo quebradizo sobre la superficie de un lago profundo y helado. No hay fundamentos sobre las cuales edificar instituciones robustas porque sus pilares están carcomidos, tal como si las termitas hubiesen hecho de ellas su alimento. No hay voluntad política ni en el liderazgo ni en las masas manipuladas por los decisores para encausar la nación hacia un verdadero desarrollo. Uno que asegure en primer lugar, la solidez de los pilares del sistema democrático, y genuina prosperidad en segundo lugar.
Desarmados como estamos por los momentos, esa prosperidad luce lejana. No estamos siquiera preparados para la crisis en ciernes. No hay por ahora capacidad política para estructurar soluciones. No estamos preparados para enfrentar las dificultades por venir. Y no se trata de que la actual dirigencia gubernamental sea incapaz. Se trata de la visión superficial que de la realidad tenemos los venezolanos y de cómo afrontarla y que esa incapacidad no es exclusiva del actual gobierno. No podemos permanecer sojuzgados por un pobre y ruinoso discurso políticamente correcto. Vivimos inmersos en una sociedad compleja en la que las definiciones no son precisas, no resultan tan diáfanas y simplistas, como si se tratase de una película de cowboys. Sólo si enseriamos el discurso, el debate y las ideas planteadas, la nación podrá encausarse por otro itinerario, uno seguramente más escarpado pero sin lugar a dudas, mucho más firme y por ende, derrotero a un destino perdurable.