miércoles, 8 de noviembre de 2023

 

     Las horas oscuras

     La luz siempre brilla en algún lugar, pero, a ratos, no queremos verla porque su destello es tal que hiere los ojos.

Sordos, aturdidos por el ruido de sus arengas, no entienden la realidad. Necios, ignoran los jefes su exigüidad de frente al encono de una sociedad agobiada. Ciegos, no advierten los nubarrones acerados que anuncian tempestades, y que, desamparados, sufrirán la inclemencia del clima. No enmudecen y, hundidos, vociferan arengas estériles. No asumen pues, que hay tiempo para festejar, pero también para el luto que impone el fracaso, y que la rueda de los dioses no se detiene jamás, y como en un momento se goza de las mieles del triunfo, en otras, se deben tragar los frutos más amargos.

     Sus obras, más desesperadas que lógicas, se pierden en un oleaje fuerte, poderoso, una marejada indetenible. El hartazgo desenamoró a sus seguidores, y aunque les resulte doloroso, una cuchillada trapera en las sombras, hoy se reúnen alrededor de una nueva esperanza. Su brillo enceguece a los mandamases, que, en sus concilios, traman sus fullerías y como las vacas el forraje, rumian sus desgracias.

     El peso irremediable de sus acciones se vuelve contra ellos, y en sus delirios, culpan a los otros, piden clemencia. Señalan con el dedo inquisitivo sin darse cuenta que están frente al espejo, que sus escupitajos, viscosos, los regresa el viento. Ya no convencen. Por lo contrario, sus promesas, vacías, solo despiertan la ira de quienes ayer les creyeron y hoy vagan como espantajos en un erial. Su tiempo pasó, y perdido el afecto que otrora les prodigara el pueblo, ya solo les resta aplastar, fusil en mano. 

     Aconseja mal esa ambición colmada por el resentimiento y el revanchismo, por esa sucia necesidad de vengarse. Por ello, como las bestias arrinconadas, son ahora más peligrosos. Su ceguera y sus lazos les impide entender que es tiempo de retirarse, antes que sus condiciones sean aún menos favorables. Su hambre insaciable, su avidez y su odio hacia un sector les enrarece el alma y, en las horas difíciles, les hace aflorar su pequeñez, y con esta, sus más oscuros manejos. Al final del camino, cuando mengua todo y todos huyen como las ratas del barco zozobrante, los jefes, desesperados, se niegan a ver la luz.

     De su soberbia y de su dogmatismo, de su desidia para gobernar y de su apuro por adelantar una revolución, resta el colapso, despojos de una promesa hecha jirones por la fiereza de quienes, sin interesarse por la solución de los males, solo saciaron su afán de venganza y su rencor. Cosechan pues, las tempestades que sembraron.   

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