Las horas oscuras
La
luz siempre brilla en algún lugar, pero, a ratos, no queremos verla porque su
destello es tal que hiere los ojos.
Sordos, aturdidos por el
ruido de sus arengas, no entienden la realidad. Necios, ignoran los jefes su exigüidad
de frente al encono de una sociedad agobiada. Ciegos, no advierten los
nubarrones acerados que anuncian tempestades, y que, desamparados, sufrirán la
inclemencia del clima. No enmudecen y, hundidos, vociferan arengas estériles. No
asumen pues, que hay tiempo para festejar, pero también para el luto que impone
el fracaso, y que la rueda de los dioses no se detiene jamás, y como en un
momento se goza de las mieles del triunfo, en otras, se deben tragar los frutos
más amargos.
Sus obras, más desesperadas que lógicas, se
pierden en un oleaje fuerte, poderoso, una marejada indetenible. El hartazgo
desenamoró a sus seguidores, y aunque les resulte doloroso, una cuchillada trapera
en las sombras, hoy se reúnen alrededor de una nueva esperanza. Su brillo
enceguece a los mandamases, que, en sus concilios, traman sus fullerías y como
las vacas el forraje, rumian sus desgracias.
El peso irremediable de sus acciones se
vuelve contra ellos, y en sus delirios, culpan a los otros, piden clemencia. Señalan
con el dedo inquisitivo sin darse cuenta que están frente al espejo, que sus
escupitajos, viscosos, los regresa el viento. Ya no convencen. Por lo
contrario, sus promesas, vacías, solo despiertan la ira de quienes ayer les
creyeron y hoy vagan como espantajos en un erial. Su tiempo pasó, y perdido el
afecto que otrora les prodigara el pueblo, ya solo les resta aplastar, fusil en
mano.
Aconseja mal esa ambición colmada por el
resentimiento y el revanchismo, por esa sucia necesidad de vengarse. Por ello,
como las bestias arrinconadas, son ahora más peligrosos. Su ceguera y sus lazos
les impide entender que es tiempo de retirarse, antes que sus condiciones sean
aún menos favorables. Su hambre insaciable, su avidez y su odio hacia un sector
les enrarece el alma y, en las horas difíciles, les hace aflorar su pequeñez, y
con esta, sus más oscuros manejos. Al final del camino, cuando mengua todo y
todos huyen como las ratas del barco zozobrante, los jefes, desesperados, se
niegan a ver la luz.
De su soberbia y de su dogmatismo, de su
desidia para gobernar y de su apuro por adelantar una revolución, resta el
colapso, despojos de una promesa hecha jirones por la fiereza de quienes, sin
interesarse por la solución de los males, solo saciaron su afán de venganza y
su rencor. Cosechan pues, las tempestades que sembraron.
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