En estos días pasados, el gobierno ha amenazado
al sector privado, una vez más. En una alocución del presidente, se le dijo a
Empresas Polar que no podía producir harinas precocidas saborizadas, luego de
endilgarle el epíteto de fascistas a los sectores opositores. El chavismo ha
acusado a sus adversarios de ser lo que
en esencia, éste ha sido siempre: fascista.
La máxima de Benito Mussolini era
todo por el Estado, todo dentro del Estado y nada fuera de éste. A diferencia
de los órdenes democráticos, en los cuales gobierna el pueblo mediante
elecciones competitivas y razonablemente equitativas, en los regímenes fascistas
gobierna el Estado, a través de una
élite, que no solo se cree superior, sino que además, secuestra la voluntad
popular.
Cabe decir, entonces, que el teórico
más influyente en el pensamiento de Chávez no fue Fidel Castro, de quien
aprendió más trucos que posturas ideológicas, sino el neofascista argentino
Norberto Ceresole, con su tesis de la triada caudillo-pueblo-ejército. Hoy por
hoy, sus seguidores, más por conveniencia que por convicción, se han volcado en
un modelo esencialmente demagogo, que parte de la asunción de que el pueblo
(los ciudadanos) es incapaz de regir su propio destino y, por ello, urge de un
caudillo (llámese Chávez o PSUV), que lo guíe y, consecuentemente, se arrogue su voluntad.
Este gobierno no es realmente
socialista. Al menos no en los términos teóricos. Se parece más al fascismo, de
hecho. No obstante, pese a las diferencias existentes entre fascistas y
socialistas, no olvidemos que Benito Mussolini militó primero en el socialismo
y solo luego de ser expulsado del partido, fundó el fascismo, cuya inspiración
económica recoge en buena medida los principios marxistas.
Muchos tienden a creer que el
fascismo es la antítesis del comunismo, pero eso no es cierto. Uno y otro
modelo se oponen a la democracia. Si bien hay puntos disidentes entre el
fascismo y el socialismo, sus puntos coincidentes gravitan sobre el control que
ejerce el Estado sobre la ciudadanía. Por eso se llaman regímenes totalitarios,
porque invaden la esfera íntima de las personas, impidiéndoles ser individuos. Cualquiera
que haya leído “1984” advertirá que ese régimen imperante en Oceanía (país
imaginario en la obra de Orwell) puede compararse con el comunismo o el
fascismo.
Solo por razones estratégicas, al
término de la Segunda Guerra Mundial cayeron únicamente los regímenes totalitaristas
nazi y fascista. La dictadura de Franco, de falangista puede decirse que devino
en una militar, semejante a las latinoamericanas, apoyada por el único gobierno
estadounidense que ha apoyado dictaduras, el del general Dwight D. Eisenhower.
La comunista sobrevivió en cambio, porque la URSS militó en la causa aliada durante
la guerra mundial (sobre todo porque la Operación Barba Roja echó por el caño
el acuerdo de no agresión entre Moscú y Berlín). Cayó décadas después, cuando
su imposibilidad práctica provocó su colapso. Sin embargo, las similitudes
entre fascismo y comunismo son evidentes, especialmente en lo que concierne al
control de los ciudadanos, que para uno y otro modelo son apenas engranajes
para que funcione el Estado (y de paso, sirva bien a los intereses de quienes
forman parte del Estado).
El gobierno de Maduro se viste de
banderas nacionalistas, de amor por el pueblo, de ser adalid de los más pobres,
como lo hacía Mussolini en su época. No obstante, detrás de toda la propaganda
– que es otro elemento característico – hay un Estado ineficiente, corrupto.
Hay una élite que como rectores de ese aparato estatal no piensan abandonar el
poder, en parte porque excusan la necesidad de ejercerlo por las variadas
amenazas que se ciernen sobre el modelo (redentor de las causas justas,
definidas por ellos, claro), y en parte porque se han enviciado con las
bendiciones que les confiere.
La democracia no versa sobre la
popularidad. Versa sobre principios, sobre leyes prestablecidas, sobre el
respeto a los disidentes, sobre la injerencia mínima en la intimidad de las
personas. La democracia es, como lo diría Maurice Duverger, un sistema de
valores, en los que subyacen siempre las ideas liberales. El gobierno
revolucionario, como los órdenes fascistas, se construye sobre la popularidad
del caudillo (o partido), sea real o no, y la asunción del Estado como un Gran
Hermano, que actúa para defender al pueblo (aunque en la realidad le reste
libertades y menoscabe su calidad de vida). Y por ello, esos principios
liberales que sostienen y justifican la democracia están ausentes en la
ideología chavista.