martes, 17 de enero de 2023

 

         ¡Qué se vayan todos!

La antipolítica no solo gana terreno, sino que pareciera sustituir la política tradicional. Ocurre en Venezuela tanto como en otras naciones, aun aquellas más desarrolladas y, en principio, con instituciones más robustas. Ocupó el discurso en países primermundistas como Gran Bretaña e Italia, donde extremistas opuestos al establishment calaron hondo en el electorado: Silvio Berlusconi y Boris Johnson. Este lado del mundo no ha estado exento de la diatriba antipolítica. Estados Unidos pareciera atestiguar una eventual decadencia de su liderazgo con un partido Republicano más atento a hacerse del poder que resolver los serios problemas que atañen a Estados Unidos, mientras la vocería demagógica del ala extremista del partido Demócrata comienza a seducir jóvenes para quienes la Guerra Fría y la extinta URSS lucen muy distantes. Otro claro ejemplo es la popularidad del presidente Nayib Bukele, que, en su lucha contra las maras, al igual que Duterte en Filipinas, ha ganado el afecto de los salvadoreños, aun cuando defeca sobre el Estado de derecho.

En Venezuela la antipolítica igualmente sedujo al electorado, exhausto como estaba de los decadentes partidos del estatus. La malsana simbiosis que desde siempre ha existido entre el sector productivo y el gobierno de turno y un creciente descontento por la depauperación de la población más allá del umbral tolerable, así como el afán reeleccionista y el retorno a Miraflores de Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera (este último montado justamente en la antipolítica) sacó del anonimato no solo a un caudillo sin mayores calificaciones para gobernar, sino a grupúsculos extremistas que jamás aceptaron la pacificación y la vuelta al espacio político civilizado del liderazgo que, animados por el triunfo de la Revolución Cubana en 1959, había optado por la lucha de guerrillas como ruta para acceder al poder.  

Si Caldera pateó a su propio partido para venderle al electorado la idea de que los partidos tradicionales traicionaron al pueblo (término desfigurado por todos los populistas), con lo cual obtuvo el triunfo en medio de una votación repartida entre cuatro candidatos sin que ninguno arrastrase a las masas; su gobierno reforzó el liderazgo de un hombre que, distinto de él, protagonista indiscutible del llamado «puntofijismo» (cuya defenestración fue clave esencial de aquel movimiento emergente), sí era un genuino outsider, y portavoz del antisistema. Chávez reunió el descontento y sin dudas un profundo resentimiento alrededor de un discurso devastador, basado en la oposición irracional e injustificada a todo lo que representaba – y lo que no, también – el pacto de Puntofijo, a su juicio, génesis de un contubernio perverso para expoliar al pueblo. Si bien hubo aciertos, y muchos, notorios intelectuales, con el doctor Arturo Uslar Pietri como principal vocero, demolieron la credibilidad no solo de un liderazgo corrompido y pusilánime, sino del propio orden democrático construido sobre ese pacto, demonizado por el otrora jefe de la insurrección militar del 4 de febrero de 1992.

Chávez adelantó y reculó durante su mandato. Sin embargo, sus políticas no ocultaron su voluntad de aniquilar a todo el viejo estamento político y empresarial, ni lo que realmente perseguía esto último, su deseo por entronizarse en el poder. Sin dudas, derrocó en 1998 al viejo liderazgo, ciertamente desviado de la ruta trazada el 31 de octubre de 1958 en la residencia del fallecido expresidente Rafael Caldera en Las Delicias, Puntofijo; y, con maniobras opacas y celadas arteras, también al emergente que hoy, envilecido por un discurso ambiguo y una legalidad confusa, tanto como él mismo, obvia los más elementales principios jurídicos y políticos, y, aun ingenuamente, ayudaron a destruir no solo al Estado de derecho, sino a sí mismo. Para ello se valió de la polarización de las ideas, que, como hemos visto, dividió a la nación en dos bandos, los que le apoyaban y los disidentes, y fragmentó a estos últimos al extremo de impedirles articularse en una verdadera fuerza unitaria capaz de contenerle y, eventualmente, despojarle del poder. Esta polarización no hubiese sido posible si primero no aturdía y aletargaba a la ciudadanía con peroratas cuyo único fin era crear una narrativa conveniente a sus necesidades políticas. Podemos decir que en eso fue exitoso.

         Bien sabemos que Maduro heredó de su predecesor no solo ese discurso populista, sino una nación inmersa en una mitología vaga y confusa, collage de ideas y proyectos políticos diversos, aun irreconciliables, y, sin lugar a dudas, polarizada al extremo de hacer inviable cualquier solución política a una crisis que, fundamentada en una narrativa delirante y propuestas quiméricas (como ese dislate del pago de una deuda social inexistente, que condujo a la ruina nacional), se nos hace cada vez más azarosa y dolorosa de superar.

Sin embargo, asumir que el régimen bolivariano blindó su hegemonía es un gravísimo error, del propio gobierno tanto como de la población en genera.

No es un secreto el colapso de Venezuela y, hecha escombros, empuja a millones de sus ciudadanos a huir a otros países, y los que aún residimos en estas tierras desoladas, enfrentamos a diario la ruina nacional. Tampoco lo es que la antipolítica puede degenerar en una espiral de repeticiones, y, desde luego, la aparición de nuevos caudillos, que, montados en ese mismo discurso, enamoren a los votantes. Por ello, deben todos – debemos – ver los riesgos reales de no obrar inteligentemente y tan pronto como la urgencia nos exige. La antipolítica se nutre de sí misma. 

El grito se escucha en todo el mundo: ¡Que se vayan todos! Las fuerzas de la antipolítica obran por doquier. Mientras unos partidos, otrora vigorosos, se postran y obran improvisadamente, y, como hemos visto en Venezuela, se vacían de contenido; ascienden al poder otros personajes, radicales e inexpertos, y solo entonces caemos en cuenta de que no es todo este alud de desventuras algo pasajero, y que la antipolítica es como una droga altamente adictiva, y que, para sentirse segura en medio de la incertidumbre, la ciudadanía demanda dosis cada vez más fuertes.