¡Qué se vayan todos!
La antipolítica no solo gana terreno,
sino que pareciera sustituir la política tradicional. Ocurre en Venezuela tanto
como en otras naciones, aun aquellas más desarrolladas y, en principio, con
instituciones más robustas. Ocupó el discurso en países primermundistas como
Gran Bretaña e Italia, donde extremistas opuestos al establishment calaron
hondo en el electorado: Silvio Berlusconi y Boris Johnson. Este lado del mundo
no ha estado exento de la diatriba antipolítica. Estados Unidos pareciera
atestiguar una eventual decadencia de su liderazgo con un partido Republicano
más atento a hacerse del poder que resolver los serios problemas que atañen a
Estados Unidos, mientras la vocería demagógica del ala extremista del partido
Demócrata comienza a seducir jóvenes para quienes la Guerra Fría y la extinta
URSS lucen muy distantes. Otro claro ejemplo es la popularidad del presidente
Nayib Bukele, que, en su lucha contra las maras, al igual que Duterte en Filipinas,
ha ganado el afecto de los salvadoreños, aun cuando defeca sobre el Estado de
derecho.
En Venezuela la antipolítica igualmente
sedujo al electorado, exhausto como estaba de los decadentes partidos del
estatus. La malsana simbiosis que desde siempre ha existido entre el sector
productivo y el gobierno de turno y un creciente descontento por la depauperación
de la población más allá del umbral tolerable, así como el afán reeleccionista y
el retorno a Miraflores de Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera (este último
montado justamente en la antipolítica) sacó del anonimato no solo a un caudillo
sin mayores calificaciones para gobernar, sino a grupúsculos extremistas que
jamás aceptaron la pacificación y la vuelta al espacio político civilizado del
liderazgo que, animados por el triunfo de la Revolución Cubana en 1959, había optado
por la lucha de guerrillas como ruta para acceder al poder.
Si Caldera pateó a su propio partido
para venderle al electorado la idea de que los partidos tradicionales
traicionaron al pueblo (término desfigurado por todos los populistas), con lo
cual obtuvo el triunfo en medio de una votación repartida entre cuatro
candidatos sin que ninguno arrastrase a las masas; su gobierno reforzó el
liderazgo de un hombre que, distinto de él, protagonista indiscutible del llamado
«puntofijismo» (cuya defenestración fue clave esencial de aquel movimiento
emergente), sí era un genuino outsider, y portavoz del antisistema. Chávez
reunió el descontento y sin dudas un profundo resentimiento alrededor de un
discurso devastador, basado en la oposición irracional e injustificada a todo
lo que representaba – y lo que no, también – el pacto de Puntofijo, a su
juicio, génesis de un contubernio perverso para expoliar al pueblo. Si bien hubo
aciertos, y muchos, notorios intelectuales, con el doctor Arturo Uslar Pietri
como principal vocero, demolieron la credibilidad no solo de un liderazgo
corrompido y pusilánime, sino del propio orden democrático construido sobre ese
pacto, demonizado por el otrora jefe de la insurrección militar del 4 de febrero
de 1992.
Chávez adelantó y reculó durante su
mandato. Sin embargo, sus políticas no ocultaron su voluntad de aniquilar a
todo el viejo estamento político y empresarial, ni lo que realmente perseguía
esto último, su deseo por entronizarse en el poder. Sin dudas, derrocó en 1998 al
viejo liderazgo, ciertamente desviado de la ruta trazada el 31 de octubre de
1958 en la residencia del fallecido expresidente Rafael Caldera en Las
Delicias, Puntofijo; y, con maniobras opacas y celadas arteras, también al
emergente que hoy, envilecido por un discurso ambiguo y una legalidad confusa, tanto
como él mismo, obvia los más elementales principios jurídicos y políticos, y,
aun ingenuamente, ayudaron a destruir no solo al Estado de derecho, sino a sí
mismo. Para ello se valió de la polarización de las ideas, que, como hemos
visto, dividió a la nación en dos bandos, los que le apoyaban y los disidentes,
y fragmentó a estos últimos al extremo de impedirles articularse en una
verdadera fuerza unitaria capaz de contenerle y, eventualmente, despojarle del
poder. Esta polarización no hubiese sido posible si primero no aturdía y
aletargaba a la ciudadanía con peroratas cuyo único fin era crear una narrativa
conveniente a sus necesidades políticas. Podemos decir que en eso fue exitoso.
Bien sabemos que Maduro heredó de su
predecesor no solo ese discurso populista, sino una nación inmersa en una
mitología vaga y confusa, collage de ideas y proyectos políticos diversos, aun
irreconciliables, y, sin lugar a dudas, polarizada al extremo de hacer inviable
cualquier solución política a una crisis que, fundamentada en una narrativa
delirante y propuestas quiméricas (como ese dislate del pago de una deuda
social inexistente, que condujo a la ruina nacional), se nos hace cada vez más
azarosa y dolorosa de superar.
Sin embargo, asumir que el régimen bolivariano blindó su hegemonía es un gravísimo error, del propio gobierno tanto como de la población en genera.
No es un secreto el colapso de Venezuela y, hecha escombros, empuja a millones de sus ciudadanos a huir a otros países, y los que aún residimos en estas tierras desoladas, enfrentamos a diario la ruina nacional. Tampoco lo es que la antipolítica puede degenerar en una espiral de repeticiones, y, desde luego, la aparición de nuevos caudillos, que, montados en ese mismo discurso, enamoren a los votantes. Por ello, deben todos – debemos – ver los riesgos reales de no obrar inteligentemente y tan pronto como la urgencia nos exige. La antipolítica se nutre de sí misma.
El grito se escucha en todo el mundo:
¡Que se vayan todos! Las fuerzas de la antipolítica obran por doquier. Mientras
unos partidos, otrora vigorosos, se postran y obran improvisadamente, y, como
hemos visto en Venezuela, se vacían de contenido; ascienden al poder otros personajes,
radicales e inexpertos, y solo entonces caemos en cuenta de que no es todo este
alud de desventuras algo pasajero, y que la antipolítica es como una droga
altamente adictiva, y que, para sentirse segura en medio de la incertidumbre,
la ciudadanía demanda dosis cada vez más fuertes.