domingo, 21 de julio de 2013

El mítico Samuel Goldstein

Hay un legendario Samuel Goldstein en oposición a otro mito, un Gran Hermano, omnipresentes ambos en la vida de los ciudadanos de un imaginario país, Oceanía. Hablo, por supuesto, de uno de los ensayos novelados mejor acabados sobre el totalitarismo de la literatura mundial: 1984. Su autor, George Orwell, fue un miliciano voluntario que luchó del lado de los comunistas durante la Guerra Civil Española (1936-1939). Desde las trincheras pudo atestiguar la farsa comunista desde sus entrañas y, sobre todo, el horror de los regímenes totalitarios.
Los ciudadanos de esa distópica sociedad futurista viven siempre bajo la amenaza de un enemigo, siempre al asecho. Ése es el rol que en la obra juega el mítico enemigo público, Samuel Goldstein. En Venezuela lo llamamos vulgarmente paga peo. Y de eso va este personaje, de ficción en la novela y de ficción en la realidad de las naciones socialistas y por ende, totalitaristas. Se necesita de un enemigo a quien endilgarle todas las culpas, como lo ha sido, desde que hay pendejos que creen las necias monsergas socialistas, los Estados Unidos, y, por supuesto, a quienes identifican con esa nación. Pero no se confunda. El verdadero enemigo es todo aquél que disienta.
He leído en la prensa venezolana que el gobierno compra armamento militar, mientras la población está exhausta de hurgar por un rollo de papel higiénico, por unas pechugas de pollo, un saquito de harina de maíz o de trigo, e incluso, cosa increíble, por gasolina. He leído que quien ejerce la presidencia – con serios cuestionamientos sobre su legitimidad de origen – asegura que ahora la patria es inexpugnable, mientras los empresarios suplican por los escasos dólares que, al parecer, adjudican caprichosamente las autoridades cambiarias. Claro, todo el gasto militar se justifica a las vistas de este régimen totalitario, porque hay un enemigo, un supuesto Samuel Goldstein criollo asechando no a los venezolanos, sino a los chinos, los bielorrusos, los iraníes y los rusos que con la indulgencia del gobierno nos han despojado de nuestros recursos.

Chávez no inventó nada. Maduro, menos. Esta revolución solo sigue un manual obsoleto, entregado por los líderes de una isla estacionada en el tiempo, hambreada por su gobierno, que aún hoy, veinte años después de la caída del socialismo, sigue aferrada a ese modelo inservible. Esta revolución – como lo hiciera también la cubana – apenas repite estribillos de otros modelos horrendos, como el nacionalsocialista alemán o el fascista italiano, que, dicho sea de paso, tampoco difieren mucho de las barbaridades del totalitarismo soviético, cuyos vicios, formas y usos fueron desnudadas hace 65 años por George Orwell en su obra “1984”. 

martes, 9 de julio de 2013

Tenemos patria

No tenemos papel higiénico, pero, Chávez de por medio, tenemos patria. Palabras más, palabras menos, eso fue lo que dijo el canciller Elías Jaua. Pero, luego de releer unos textos de Umberto Eco, no deja de molestarme el mal sabor que deja la retórica prevaricadora. Cabe preguntarse pues, inmersa como está la mayoría de la gente en la cotidianidad de sus vidas, qué significa tener patria.
No le encuentro sentido a una patria en la que la inflación se comió en tan sólo un mes, 6% del ingreso familiar. Ni hablar de cómo ha mermado la capacidad adquisitiva durante los últimos 14 años. Una en la que el 91% de los asesinatos quedan impunes, mientras los gobernantes se desquician los sesos buscando acusaciones en contra de los opositores. No le encuentro sentido a una patria incapaz de generar prosperidad y seguridad para sus ciudadanos. Una que ha sido entregada impúdicamente al gobierno de los hermanos Castro. Una patria que se llama socialismo, no Venezuela.
El caudillo, el gigante, el amo de vida y hacienda que fue Chávez durante su estancia en el poder, degradó la patria que sí teníamos a esto, a este tinglado infeliz y triste que recuerda los circos malos, que en vez de traer alegría a los pueblos, sólo causan pena y tristeza. Y el canciller Jaua nos dice, nos regaña y nos reclama nuestras quejas, porque no hay papel higiénico, o harina, o carne, o un sinfín de productos que en otros días había de sobra y de variadas marcas. Nos acusa porque nos quejamos por cosas tan banales y no agradecemos al mentor de este mal chiste revolucionario que ahora tengamos patria.
La patria es una realidad cotidiana a la que se accede a diario, en la que tienen lugar todas esas anécdotas que construyen la vida de las personas. No hay patria porque ahora seamos prácticamente un protectorado cubano, independientes de la beneficiosa asociación comercial con los Estados Unidos y el resto de occidente, carentes de lo más básico para los seres humanos, pero, por sobre todas las cosas, libres, al decir de ellos, claro. Por tan pobre argumento, no puedo apartar de mi memoria la novela de George Orwell, “Rebelión en la granja”. Una patria no esclaviza a sus ciudadanos y eso es lo que precisamente ha hecho esta revolución socialista.
La patria se hace a diario, no con obras intangibles, sino con pequeños actos, con logros, que podrán ser pequeños, pero concretos. Cada uno haciendo lo suyo, modestamente, sin pretensiones de ser salvador del mundo, sino siendo tan sólo un buen ciudadano, que se ocupa de su trabajo, de su familia, como Dios manda. Y esto aplica a los más humildes trabajadores tanto como al presidente de la República. La patria no es un discurso retórico, es, en cambio, una cotidianidad que se dibuja en las pequeñas cosas más que en las grandes.

Por esto no tenemos patria hoy, sino un mal chiste, una grotesca idea de lo que un grupo anacrónico y desentendido de la contemporaneidad cree que debe ser una nación. La patria puede ser una idea, claro, una idea en los corazones de los ciudadanos; pero se manifiesta a través de una miríada de realizaciones, unas más simples que otras, como, por ejemplo, la variedad de productos en el supermercado, un trabajo estable, un salario decente, la posibilidad de acceder a un crédito, unas calles seguras, una educación de calidad que abra las puertas al desarrollo individual y, desde luego, una economía sana que permita todo eso. La retórica utópica – y prevaricadora - no va a construir patria alguna. Todo lo contrario. Si algo demostró el siglo pasado es que las utopías son eso, sueños delirantes, imposibles de materializarse, que lejos de liberar al ciudadano, lo han sojuzgado y esclavizado. 

El camino del Gran Hermano

    No recuerdo qué día de la semana fue. Hubiese podido buscarlo en Google, por supuesto, pero realmente no importa. Nos atañe, en cambio, que ese 20 de mayo de 1993 se produjo un quiebre de la institucionalidad que hoy, veinte años después, se siente en nuestra cotidianidad cada vez con mayor crudeza. Y aunque algunos aún crean que llevaron a cabo una gesta heroica al despojar a Carlos Andrés Pérez del poder, no lo fue, sin lugar a dudas. Por el contrario, el daño causado a la estabilidad republicana fue grave, profundo. Repararlo no será fácil después de dos décadas de retórica prevaricadora para justificarlo.
     La historia es un círculo, que, como los viciosos, vuelve sobre sus pasos, para repetirse, muchas veces fatalmente. Y lo ocurrido en Venezuela los últimos 30 años no difiere mucho, al menos esencialmente, de los procesos totalitarios llevados a cabo en la Italia fascista (1922-1945) y la Alemania nazi (1934-1945), y por su indiscutible parecido, en la extinta URSS, sobre todo durante la regencia del padrecito Stalin (1922-1952). La decadencia partidista venezolana ayudó a arrasar la credibilidad no sólo de los partidos políticos, que no hubiese importado tanto, sino del propio sistema democrático; tal como ocurrió en Italia y Alemania durante el período entre las dos guerras mundiales, gracias a la pusilanimidad de las potencias democráticas, incapaces para contener el auge de las ideas totalitarias.
     Hay trazas de algunas obras que, en efecto, han posicionado al PSUV en la provincia profunda, depauperada y en gran medida, olvidada, gracias a esa creencia de que Venezuela sólo existe en las ciudades de la zona costera. Hay también un país inmerso en las extensas tierras más allá de las carreteras, olvidado por todos, en el que, sin dudas, el PSUV ha hecho proselitismo exitosamente. Sin embargo, y esto es necesario destacarlo, también hizo importantes logros el NSDAP (el partido Nazi) a favor de los obreros alemanes, empobrecidos por las duras medidas impuestas por el acuerdo de Versalles al término de la Primera Guerra Mundial, así como por las consecuencias de la crisis durante la República de Weimar. Las buenas obras que haya podido hacer el PSUV, tanto como las del NSDAP, no desnaturalizan no obstante lo que significa una verdadera amenaza para la democracia venezolana (como lo fueron los órdenes fascista y nazi en su momento): la idea totalitaria de devastar todo pensamiento disidente, crear una “verdad” oficial e imponer un criterio único, dirigido desde el gobierno, que sería una suerte de Gran Hermano y, por ende, la oposición, una réplica del mítico Samuel Goldstein. Quien haya leído “1984” sabrá de lo que estoy hablando.
     Las críticas y, en todo caso, las razones para exigir un cambio en la política oficial no se basan en la pésima gestión de gobierno, de éste y también del de su causante, que desdichadamente no son una novedad en este país. Se fundamentan esas críticas y esas razones en el secuestro que se ha hecho del Estado y sus instituciones, para ponerlo al servicio de un partido, el PSUV, y de ese modo, dominar a la sociedad desde la cúpula partidista. La idea es, ante todo, desarticular las expresiones sociales, en especial las de protesta. Por ello, ese afán desmesurado por adueñarse de la opinión pública hegemonizando los medios. También por ello, ese desmedido empeño para apropiarse sindicatos, gremios profesionales, organizaciones no gubernamentales, partidos políticos, grupos de electores, asociaciones de vecinos, juntas comunales y si se quiere, hasta de los delegados de curso en los kindergártenes, porque la idea es concentrar todas las expresiones de la sociedad bajo la tutela del Estado que, secuestrado por el partido, supone la subordinación de todas esas manifestaciones a las líneas partidistas. Y es por esto que tenemos razón quienes nos oponemos a este tinglado, aunque hayamos sido minoría en algún momento.  
     Las reglas democráticas fueron vulneradas hace rato, no por este causahabiente, sino por el propio caudillo. Sin pudor alguno, birlando los principios democráticos, se fue adueñando del Estado, al que llegó a someter como lo hicieran en su momento, el líder fascista italiano Benito Mussolini y el führer alemán Adolfo Hitler, quienes, distinto de lo que puedan creer algunos, gozaban de popularidad a pesar de la monstruosidad implícita en sus ofertas políticas. Chávez además se adueñó de Venezuela con la venia de la comunidad internacional, preocupada más por nuestro petróleo que por la salubridad institucional de este país y consecuentemente, de la región. Olvidaron que estas ofertas, como la de Chávez, son como un cáncer, que si no se detienen a tiempo, se van diseminando como la enfermedad maligna.

     Quizás nos hayan visto a los opositores de este desgobierno como malcriados en el pasado, que no deseábamos a Chávez porque era zambo, destemplado y maleducado. Y puede que lo pensaran, en parte,  gracias al verbo prevaricador del gobierno chavista y, por qué negarlo, también en parte por la estupidez de no pocas voces opositoras, sobre todo entre una clase media frivolizada y terriblemente superficial. Pero olvidan que si algo ha caracterizado a la sociedad venezolana ha sido la movilidad. La oligarquía venezolana ha sido siempre temporal y dependiente para su formación de la detentación del poder político. Ayer fueron unos, hoy, éstos, y mañana, serán otros, sin lugar a dudas. Olvidaron los líderes de otras naciones, y he aquí lo más grave, que abusando de las reglas democráticas, Chávez les trazó el camino a esta nueva ralea de dictadores que pretende entronizarse en una de las zonas económicas emergentes del planeta: América Latina. Y olvidan todos, allá y acá, que sin libertades, la economía siempre acaba de por derrumbarse.