miércoles, 18 de junio de 2014

Una tragedia anunciada

Nicolás Maduro es responsable solo en parte de la crisis. Esta tiene su génesis en la alianza entre dos hombres convencidos de la viabilidad de la utopía socialista: Hugo Chávez y Jorge Giordani. Cabe recordar hoy, una entrevista realizada por la periodista Carla Angola al general Guaicaipuro Lameda. En ella se evidencia la raíz de fondo de este estado de cosas. Se advierte el maniqueo entre las verdades del llamado Monje, muchas de ellas inaceptables, y las engañifas del caudillo barinés, pupilo fiel de Fidel Castro, ese estafador caribeño que hizo de Cuba un pozo de miserias.
La carta de Giordani que circula en medios, a mi juicio solo demuestra el recelo y la malquerencia de un hombre que se creyó todopoderoso y que en un nuevo juego político se siente desamparado, porque ya no protagoniza ni es el niño mimado del tirano, como ocurre con frecuencia en las dictaduras. Algo así como Cerebrito Cabral en esa magnífica obra de Mario Vargas Llosa, “La fiesta del chivo”. No obstante, no deja de ser testimonio del resquebrajamiento de una unidad que al menos, durante la vida del caudillo, no era evidente.
Cargada de loas a Chávez y de quejumbres lastimeras por la pérdida de afecto de los poderosos, Giordani desnuda una verdad que pone en peligro a la revolución: Maduro no gobierna y son otros, que del gobierno hacen su propio negocio, los que deciden. Es muy grave, sobre todo porque en primer lugar, viene de un hombre que a todas luces fue ficha del presidente Chávez y que por ello conoce los intríngulis del chavismo, y, en segundo lugar, por las consecuencias que una carnicería en el seno de la revolución podría acarrear a todos.
Sepultada bajo excusas, retórica socialista y plañidos resentidos, subyace un tema por lo demás explosivo: el penoso estado de las finanzas públicas. Maduro enfrenta una crisis económica profunda y grave, sin tener la más remota idea de cómo solventarla. Con ingenio lo dijo Ramón Piñango a través de las redes sociales: un plan de ajuste mal aplicado es buena receta para un desastre. Si Maduro no asume responsablemente un viraje de las políticas económicas y se encierra en el dogmatismo terco – y bruto – de sus asesores cubanos, pondrá en evidencia que el Plan de la Patria (y todas las reformas propuestas por Giordani) eran tan solo una ilusión. El descontento resultante no solo será mayúsculo, sino además, explosivo.
Puede que no veamos las grietas, disimuladas con abrazos fingidos, pero podemos ver el agua entrar a raudales en el barco. Ya no hay dinero para vender la ilusión de pago de la deuda social a favor de los excluidos. Esa gente, que creyó genuinamente en las monsergas de Chávez, se sentirá estafada. El dinero, como era de esperarse, ya no les alcanza para mantenerlos cegados, y la economía en vez de crecer, está agonizante, como el ciervo herido, que va cejando su ánimo hasta rendirse y morir.
La gente va a reaccionar. Es por ello que gobierno – quien sea que esté dispuesto a hacerlo – y oposición deben coordinar un gobierno de ancha base, que incluya a todos los sectores del país, para proponer un conjunto de políticas coherentes que no solo rescaten la credibilidad del país como foco de inversiones, necesarias para enmendar el ruinoso estado de cosas, sino además, que mejoren en un plazo razonablemente breve la capacidad de pago y endeudamiento de la gente, de modo que su calidad de vida prospere realmente sobre bases robustas.

domingo, 15 de junio de 2014

La ecuación de Luis Vicente

Luis Vicente León habla en su artículo de hoy sobre el tema de la salida (El universal. Ni con balas ni con votos. 15/06/14). Con su estilo arrogante, regaña al electorado (no dudo que desesperado por la polaridad en torno al tema de la salida), pero en su reprimenda dominical olvida que la situación es mucho más compleja.
Su artículo plantea lo que las encuestas rezan sobre las protestas callejeras y la creciente pérdida de popularidad del presidente como consecuencia de la crisis económica. Asegura el director de Datanalisis que la crisis merma la popularidad del gobierno pero las protestas violentas y la oferta de una salida confusa generan también rechazo popular, por lo que parece lógico aguardar a las elecciones, que, citando al propio articulista, ni con cinco rectores en el CNE podría ganar. Olvida sin embargo el articulista que la gente, ésa que a diario sufre los rigores de una pésima gestión de gobierno, no va a esperar hasta el 2015, cuando se celebren elecciones parlamentarias y, en principio, ocurra un cambio en la correlación de fuerzas. Antes de los comicios del año entrante, es muy probable que el país estalle.
Sé, como el director de Datanalisis, que los venezolanos prefieren una salida pacífica a la crisis. La complejidad de la situación trasciende no obstante cualquier discusión sobre ésta aquella salida. Ésa es la parte de la ecuación que no menciona, simplificándola a una salida por medio violentos (con muy pocas probabilidades de éxito, por supuesto) y una electoral en 2015 (bastante segura de no estar la gente inmersa en acelerado proceso de depauperación).
Los últimos meses del gobierno de Allende estuvieron signados por el grave deterioro de la calidad de vida de los chilenos. Al momento de producirse el golpe de Estado, una buena parte de los chilenos si bien no aplaudió el golpe, sí miró al techo mientras unos gorilas secuestraban el poder, perdiendo así no solo los socialistas, sino también todas las fuerzas opositoras al régimen del presidente Allende.
¿Cree Luis Vicente León y muchos más en ésta y aquella acera que algo así no va a ocurrir en Venezuela? Supongo que, como hombre serio y culto que es, León sabe el peligro tácito en un proceso de anomia como el que padecemos los venezolanos. Sin normas, con una inflación galopante, con una inseguridad que raya en la guerra civil y un gobierno y una oposición ciegos ante las verdaderas amenazas que se ciernen en sus propias narices, la llegada de un caudillo parece inevitable. Cabe preguntarle entonces, ¿cree que no va venir alguien a poner orden? 

sábado, 14 de junio de 2014

Una aproximación a la tragedia

La crisis es el resultado de una visión de país que no es viable. Pudo serla tras la muerte de Gómez. Eran los venezolanos entonces mayormente analfabetos y pobres[1], en un Estado enriquecido por el hallazgo de pozos petroleros. Se explicaba pues un modelo rentista-distributivo. Hoy, no. Ya no somos un país despoblado y bendecido con una cuantiosa renta petrolera.
La crisis es consecuencia de un proceso de desintegración que condujo a la dictadura del general Gómez. En ese proceso – 1857 a 1899 - se sustituyó la institucionalidad por jefaturas temporales. En el curso de nuestra historia republicana han sido sancionados 26 textos constitucionales. Sin embargo, no hemos cosechado una nación y mucho menos, un orden institucional coherente.  
A pesar de quererse un orden democrático, demasiadas taras aún viciaban la construcción de uno robusto después de muerto el dictador. El golpe de Estado a Medina interrumpió el orden que él y López intentaban construir.
El trienio adeco también fracasó. Sus socios militares derrocaron al presidente Rómulo Gallegos solo 9 meses después de su elección. Hombre serio y honesto, fue víctima de la arrogancia de su propio partido, que solo aspiraba apropiarse del poder, sin poseer experiencia de gobierno alguna, como lo reseña Arturo Uslar Pietri (Golpe y Estado en Venezuela, 1992).
Heredaban los adecos una industria petrolera pujante que aportaban importantes sumas de dinero a las arcas públicas. Asimismo, una cartilla de ideales progresistas, aportados por sus líderes, en su mayoría militantes comunistas. Si bien Betancourt abandonó esta militancia desde principios de los ’30, arrastraba la idea de un Estado benefactor, capaz de asegurarles a los venezolanos prosperidad. Esa idea aún subyace en nuestro ideario y es la génesis de la prolongada crisis que ha azotado a este país hace más de 30 años.
La amarga dictadura militar (1948-1958) dio origen a otra visión de la política. Líderes de los partidos de entonces, AD, URD, COPEI y PCV, convocaron un compromiso democrático que se materializaría con la firma del Pacto de Puntofijo. Si bien fue éste un acuerdo para robustecer la democracia naciente, la idea rentista-distributiva y la debilidad de las instituciones siguió latente.
Hubo errores. Dos de ellos serían la debilidad de las instituciones y el empobrecimiento sostenido de la población. Carlos Andrés Pérez trató de enmendarlos, con la consecuente cólera de su propio partido, que ni creía en la apertura económica ni estaba dispuesto a democratizar realmente al poder. Sus sucesores tampoco.  
Si bien la reforma de Pérez fue dolorosa al principio, rindió frutos. Desgraciadamente fue interrumpida por el segundo gobierno de Caldera y retomada luego por el ministro Petkoff a partir de 1996. Si bien en menos de 2 años empezó a concretar logros, el jefe del 4F sirvió de vocero a una élite que apoyando su ascenso al poder, intentaba mantener el statu quo. Mucha gente con variadas intenciones creyó que Chávez – un militante del comunismo infiltrado en el ejército con el fin de gestar un alzamiento[2] – sería dócil a sus consejos.
Destruida la institucionalidad y ganada la pueril idea de que una nueva Constitución corregiría los males nacionales, Chávez subordinó las instituciones a su voluntad para entronizarse e imponer sus políticas, destinadas a una clara sustitución de la producción nacional por importaciones. Un empresariado local fuerte podía volvérsele díscolo. Pero el exagerado gasto social sin ninguna retribución diferente a la lealtad hacia el “comandante supremo” arruinó las arcas públicas.
La gente, empobrecida desde de los ’80, dependía cada vez más del Estado y creyó que era su obligación mantenerlos. Por ello, sin escrúpulos, la revolución ha usado la pobreza como herramienta para atornillarse al poder. Las personas han sido sojuzgadas por un infame “bozal de arepa”. Pero ya no hay dinero.
El chavismo es pues, una consecuencia (indeseable), originada por nuestra desidia para enfrentar el desarrollo con una visión realizable, que asegure a la mayor suma de gente un ingreso cónsono con el costo de vida. Urge pues amalgamar voluntades con el propósito de mejorar la capacidad de pago y endeudamiento de la ciudadanía de modo que pueda alcanzar una calidad de vida acorde con estándares aceptables. Solo así serán libres e independientes. 
La salida a la crisis podrá tener muchos pasos e incuso, cambios de nombres. En el curso de nuestra historia han gobernado muchos nombres, pero no ha habido una transformación de viejos vicios arraigados en el ideario popular, sin la cual todo cambio de nombre terminará irremediablemente en la frustración.
Caracas, junio de 2014.



[1] Dos tercios de la población era analfabeta y la industria petrolera había iniciado la migración de campesinos depauperados a los centros urbanos, en busca de mejores trabajos (fuente: Los Causahabientes. De Carabobo a Puntofijo. Rafael Caldera. Panapo. 1998).
[2] Así lo refieren tanto Alberto Garrido como Manuel Felipe Sierra (De la revolución bolivariana a la revolución de Chávez. La fractura militar. Venezuela: la crisis de abril. IESA. Caracas. 2002). Guerrilla y conspiración militar en Venezuela. Caracas. 1999). 

miércoles, 4 de junio de 2014

Se presume culpable

Resulta humillante, por decir lo menos, el trato ofrendado a los abogados y sus asistentes por parte de las autoridades. No es nuevo. El desmedido afán de control presente es causa de una idea anterior, que ciertamente transgrede la presunción de inocencia prevista en la constitución.
Las peticiones de poderes autenticados, de requisitos que la ley no exige o la infinidad de majaderías que al director de turno se le antoja hacen del derecho de petición – previsto también constitucionalmente – una verdadera yincana. La ley es clara. Las peticiones ante organismos públicos se rige por la Ley Orgánica de Procedimientos Administrativos, que establece, para conocimiento de las autoridades dos derechos, a saber: 1) la prohibición expresa de recibir solicitudes por carecer de recaudos (Art. 45 LOPA), y 2) la facultad del peticionario de autorizar a un tercero sin más formalidades que una carta suscrita por él (Art. 25 LOPA).
A diario, esos dos derechos son pisoteados por funcionarios públicos, que rechazan recibir solicitudes de los particulares en franca violación del referido artículo 45 de la LOPA y por ende, en oposición con otro derecho consagrado constitucionalmente, el derecho a la defensa. Una negativa verbal no constituye prueba de la violación constante del referido artículo y de los daños que esa conducta acarrea a los particulares. En todo caso, ese funcionario – y sus jefes, de ser el caso – son responsables penal y civilmente por los daños causados al particular y por ende, al Estado (que se verá obligado a resarcir daños patrimoniales por la responsabilidad por la actuación de sus funcionarios), así como administrativamente, como lo prevé el artículo 100 de la LOPA.
La Ley de Simplificación de Trámites Administrativos, sancionada en 1999, ha sido un mero saludo a la bandera. Su esencia se fundamenta en uno de los pilares de la democracia: la buena fe y la presunción de inocencia. Sin embargo, tal cosa es inexistente en los manuales de procedimientos de los entes públicos, que parten de la mala fe y de que, en principio, la gente es culpable.
Las múltiples trabas impuestas al particular tan solo generan corrupción y soluciones al margen de la ley. Mientras más fácil sea la entrega de solicitudes al Estado, a través de sus variados entes, los particulares gastarán menos horas útiles en esos trámites y por ende, la corrupción asociada disminuirá.
Resulta vergonzoso que los Colegios de Abogados y la Federación de Colegios de Abogados no se pronuncie al respecto y establezca puentes con los entes gubernamentales para hacer cumplir la ley y hacernos a los profesionales del derecho el ejercicio menos engorroso y humillante.