martes, 14 de junio de 2011

Dicho sin tapujos

La ineficiencia es muy peligrosa. Siempre acaba por estallar en las manos. Y eso es lo que justamente le ocurre al gobierno ahora. Después de doce años sin ningún logro cuantitativo, más allá de la propaganda (en estricto sentido), la gente comienza a ver el tinglado. De ahí a la arrechera madre es sólo cuestión de tiempo.
No vale la pena enumerar todo lo que hace crisis en este momento, porque importa más llegar al tuétano de este asunto. Esa razón (o sinrazón) de la gente para haberse dejado engañar por un caudillo, uno más que promete sandeces, castillitos de naipes y, sobre todo, resentimiento, odio, violencia. Esa ceguera torpe del venezolano, que prefiere votar por un resentido social que ofrece joder al rico, sin importarle, aún a sabiendas, de que él también saldrá jodido. Pero así es el tozudo, no se detiene a mirar si su furia va contra sí mismo. Y esa causa no es más que una suerte de maldición que sobre nosotros ha echado esa ralea de taitas, de jefes de montoneras: el caudillismo, el mesianismo y esa nefasta des-responsabilidad del venezolano frente a sí mismo.
No hay ni vendrá un mago a solucionar nuestros problemas, cuya solución urge del concurso de cada uno de nosotros, haciendo lo que deba hacer, en su ámbito, para que entonces, todo el país gane. Y el liderazgo político, sobre todo el emergente, que el otro parece viciado, tiene mucho que ver con esto. Sé bien que son ellos venezolanos como cualquiera otro y por ello, de sus mismos vicios y virtudes adolecen.
Llegó la hora de sentarse a conversar, que en juego hay, debe decirse, mucho más que unas elecciones, cuyo resultado, en uno u otro sentido, podría desatar una crisis mucho peor. No es un eufemismo, el país puede sumirse en otra estúpida guerra civil. Unos y otros no pueden seguir jugando a la política barata. No se trata de quien gane, sino de cómo superar esta crisis, que no sólo engloba este marasmo, concierne la concepción misma que como sociedad tenemos del Estado, sus fines, del gobierno y su razón de ser, de lo que supone pues, vivir democráticamente, que no es retórica de unos oportunistas, sino lo que académicamente es. Basta de sueños imposibles, de frases rebuscadas. Basta de esa falta de seriedad que tan cara nos ha costado.
Los opositores no van a desaparecer, tampoco los chavistas, pero el país es de todos y aquí cohabitamos todos, sin importar el color de la tolda política. El atracador, la falta de alimentos, de medicinas, el alto costo de vida y la infame prestación de servicios nos afecta a todos, sin distingos. La corrupción del poderoso roba por igual al opositor y al seguidor. Somos ciudadanos de un mismo país, por supuesto con visiones diferentes, a Dios gracias, busquemos juntos pues, los puntos coincidentes. La verdadera revolución sería ésa: sentarse a dialogar, no para excusar lo inexcusable, sino para hallar soluciones. 

jueves, 9 de junio de 2011

Un movimiento continental

Escribo esto porque Ollanta Humala ganó, desde luego. Sé que la opción de la senadora Keiko Fujimori espantaba a muchos, entre ellos el escritor Mario Vargas Llosa y al expresidente Alejandro Toledo. Creo que, de paso, con razones suficientes para ello. No pretendo, tampoco, dármelas de sabiondo, conocedor de la realidad peruana mejor que estas dos personalidades. Pero, por aquello de guardarse de los mogotes cuando uno ha sido mordido por una culebra, me permito dudar, que acá en este país, un encantador de serpientes ya hizo lo propio, de decir una cosa y hacer otra.
            No dudo que tenga buenas intenciones, el señor Ollanta Humala. Hugo Chávez también pudo tenerlas, pero hoy, que está más comprometido con su proyecto que con la gente de este país, las cosas han cambiado. Supongo, o más bien me temo, que algo parecido ocurrirá con Humala en Perú y, una vez liberado de las camisas de fuerza que por ahora le impiden loar al comandante de la revolución bolivariana y este socialismo trasnochado, sacado de algún cuarto de cachivaches, se irá robando todos los espacios institucionales y, poniendo en práctica políticas económicas suicidas, acabará por arruinar la bonanza económica que ha mostrado Perú los últimos años.
            Y es esta bonanza peruana la que hace resultar extraño que ganara Humala las elecciones presidenciales. Sobre todo por su discurso, muy parecido al del caudillo venezolano. Distinto del presidente electo peruano, Hugo Chávez ganó en un contexto diferente. Política y económicamente, Venezuela estaba en crisis. En el Perú de hoy, no puede hablarse de crisis, al menos, no desde el punto de vista económico. Salvo que, al igual que en el caso venezolano entonces, las medidas adoptadas para corregir las distorsiones económicas no hayan llegado a las masas, por falta de tiempo, en primer lugar, como ocurrió en estas tierras, pero además, como también ocurrió antes en este país, por la codicia de una parte de los sectores productivos, que, inmersos en todas las distorsiones causadas por un prolongado rosario de políticas erráticas, no advirtiesen el panorama en perspectiva y limitasen sus visión a las ganancias inmediatas.  
            El riesgo de que el actual proyecto socialista – rechazado incluso por teóricos del neocomunismo, como Heinz Dieterich – se incruste en la región no depende sólo de los líderes políticos, de los empresarios, sino de todos. Al fin de cuentas, somos dueños de nuestro propio destino y así debe ser. No podemos seguir pensando irresponsablemente, como si el problema no fuera de nuestra incumbencia.
            Tal vez haya dos izquierdas, como se dice. Una borbónica y otra inteligente. Una comprometida con la realidad actual y por ello, visionaria de un futuro próspero e incluyente, y otra torpe, creyente de una utopía. Aquélla cree, distinto de los trogloditas, que el desarrollo se construye de la mano del capital privado, aunque se adopten algunas medidas sociales. Pero no para regalar, sino para incluir a los más pobres, no para crear una masa ingente de mendigos, sino una ciudadanía responsable, capaz de hacerle frente a sus propios desafíos.
            América Latina es una región de contrastes, donde abundan recursos de toda índole, pero también pobres, excluidos, los olvidados por todos. Por una parte, existe en la región un potencial enorme, pero igualmente, desigualdades abisales. Esperemos que Alejandro Toledo y Mario Vargas Llosa estén en lo cierto y que el gobierno de Humala sea de amplitud democrática para beneficio del pueblo peruano. Sin embargo, antes de que ocurra algo semejante a lo ocurrido en la tierra de Bolívar, mejor que la comunidad internacional y en especial las naciones del subcontinente estén atentas, que no devenga esta esperanza en otra facción más de este socialismo trasnochado, anacrónico y, sobre todo, inviable. Yo, que no soy más que un ciudadano entre muchos más, sin mayores créditos académicos, me permito no obstante, mantenerme escéptico. 

Un triángulo cuadrado

Definamos al totalitarismo, que, por argumento en contrario, sabemos, como una verdad de Perogrullo, se contrapone con la democracia (que dicho sea de paso, es hija expósita y, por ello, carece de apellidos). Raymond Aron lo definió, palabras más, palabras menos, como un medio para avasallar a la sociedad toda a través de un partido político único, que impone una ideología única e irrefutable. Pero suele venderse, incluso a sabiendas del error, lo que supone mala fe, que no es, el socialismo, totalitario. Y, de hecho, si seguimos al pie de la letra a Hanna Arendt y su obra “Los orígenes del totalitarismo”, sólo serían totalitarios los regímenes estalinista y nazi.
No voy a arrogarme una sapiencia que no tengo, contrariando a quien se le considera la más notoria autoridad sobre totalitarismo, pero si vemos el socialismo como debe ser visto, encontramos en éste características conceptuales propias del totalitarismo. Puede verse incluso en las formas más modernas que la preeminencia del partido único no se requiere en estricto sentido y la existencia de otras organizaciones políticas no desnaturaliza de hecho al modelo totalitario, si el partido alcanza erigirse como uno poderoso y, lo más importante, por ser, desde luego, el partido gobernante, llega éste a confundirse con las instituciones del Estado. De hecho, la existencia de otros partidos políticos, menores e infinitamente más débiles, sería aún beneficiosa. Se conoce bien la animadversión general hacia los partidos únicos, no sólo por el ensayo fascista y nazi de la primera mitad del siglo pasado, sino del partido comunista todopoderoso en las naciones que alguna vez optaron por el socialismo de Estado.
Creo pues, humildemente, sin que pretenda yo ofender ni considerarme más que Hanna Arendt, que el aspecto ideológico constituye una de las características más notorias del totalitarismo, que, imbuido de un dogmatismo cuasi-religioso, atribuye al partido un dominio sobre la verdad y, entonces, puede éste dominar a la sociedad bajo un estricto canon dictado desde el Estado, entendido a su vez como una organización destinada al control de la sociedad incluso por medios violentos. Como corolario de esto, el estado estaría inseparablemente unido al partido gobernante – sea único o no - que ostenta el monopolio de la verdad. La ideología del partido se convierte en la ideología del Estado y, consecuentemente, aparecen dos sentimientos dominadores del colectivo: la fe y el miedo. La fe impulsa a los militantes del partido dominante y el miedo mantiene al resto paralizado. Todavía más cuando las faltas a la ideología del Estado se criminalizan y se persiguen. En uno y otro caso, sea por lealtad o por miedo, el Estado controla.
Si asumimos como ciertas las diferencias que Hanna Arendt propone entre dictadura y totalitarismo, entenderíamos necesariamente que la base fundamental de la primera es el pragmatismo, que carece de fundamentos ontológicos, y, en el caso del segundo, la ideología. En los modelos totalitarios, sea el comunismo o el fascismo, se advierte una clara ideologización del modelo político, con claras vistas al ejercicio absoluto del poder, de modo que el desacato a la ideología dictada desde el partido sea contrario a los fines del Estado, por ello, contrario a la sociedad toda y por tanto, debe ser tipificada como delito de lesa majestad. En los modelos totalitarios se castiga pensar de modo diferente, aunque en la práctica pueda variar ese castigo, que podrá materializarse a través de diversas formas que van desde el confinamiento a un campo de concentración (y posible muerte) hasta la estigmatización peyorativa del disidente, que no es más que una variante del apartheid. En todo caso, resulta inaceptable.
No son opuestos el fascismo y el socialismo, como pretenden afirmarlo algunas veces portavoces, ciertamente interesados en la distorsión de la verdad con propósitos de propaganda. Éstos, socialismo y fascismo, terminan pues, siendo substancialmente lo mismo. Son opuestos, en cambio, a la democracia. Por eso, no se miente al asegurar que el socialismo no es democrático. No lo es. Tampoco puede llegar a serlo desde un punto de vista conceptual. Sé que saldrán al ruedo los argumentos sobre el socialismo noruego, para citar uno a los que inexacta y comúnmente se hace referencia. Y yo me anticipo. Mal puede ser socialista un país cuyo jefe de Estado es un rey, un monarca que ejerce su cargo por derechos dinásticos, un país donde variadas fuerzas políticas y corrientes del pensamiento conviven y participan en la  de la toma de cisiones. Podrá ser, seguramente, una sociedad más o menos ganada por ideas “sociales”, sin embargo, conceptualmente hablando, jamás un Estado socialista (que difiere, fundamentalmente, de un gobierno socialista). No se debe confundir al socialismo, en estricto sentido, con las democracias sociales, la centro-izquierda y las políticas sociales. Son éstas variadas expresiones y visiones de un mismo modelo, la democracia. Mientras que el socialismo, ése que define teóricamente al Estado, como ya hemos dicho, no puede ser democrático, como no puede ser cuadrada una figura con tres lados solamente.