jueves, 16 de febrero de 2023

 

                Las aguas profundas

Se anunciaron la fecha para la celebración de las primarias en el seno de la oposición. Se llevarán a cabo, si es que no recrudecen los encontronazos entre las distintas facciones, el 22 de octubre de este año. Según una encuesta informal – y recalco este hecho – llevada a cabo por la periodista Shirley Varnagy en la red Twitter, María Corina Machado y Benjamín Rauseo se alternaban en la preferencia de los votantes. Capriles y Rosales aparecían definitivamente rezagados en ese sondeo. No le doy mayor crédito, justamente por su natural informalidad (no pretende ser un análisis serio de la intención de voto), pero números más, números menos, se corresponde con otras realizadas por firmas especializadas. No me sorprende. Sobre todo, si tomamos en cuenta que en otros estudios que la toman en cuenta, la opción «ninguno de los anteriores/no me gusta ninguno», es justamente la que las encabeza. Acerca de esto, Moisés Naím en su ensayo «La revancha de los poderosos» decía que la antipolítica se nutre de sí misma y encierra a las sociedades en un círculo vicioso del que resulta difícil salirse.

     En todo este tinglado, semejante más al de la antigua farsa que nos recitara don Jacinto Benavente que al debate político serio que ciertamente necesitamos los venezolanos, la verdad subyacente, desde las elecciones de 1998, suerte de causa inmediata de una muerte anunciada por una enfermedad crónica de vieja data, es que en estas tierras se arraigó la antipolítica como la maleza en las haciendas arrebatadas a sus dueños por la revolución.

     En 2019, bajo el clamor popular manifestado en las calles por una muchedumbre deseosa de cambios, se inició el interinato. Después de un intento fallido para deponer al gobierno en 2017, si es que lo hubo realmente, Juan Guaidó, electo presidente de la Asamblea Nacional (electa en 2015 y entonces vigente, aunque anulada de facto) para el último período de la misma, fue designado presidente interino. No nos interesa si ese argumento era o no válido, aun cuando para muchos sí lo era. Interesa ese magma bullente que espera transformaciones profundas, pero que, bajo un aura de honorabilidad e inteligencia (todavía sin demostrarse manifiestamente), han sido pospuestas por razones que lucen opacas, y por ello, para muchos serían la fuente de una profunda y viscosa decepción.

     Para bien o para mal, no lo sé, la ingeniera Machado emerge desde su trinchera como la única voz coherente en todo este circo de payasos decadentes y animales hambreados. Como lo reseñó Ramón Piñango en una entrevista concedida a «Prodavinci», estaría por verse si cumple o no, si no se encierra en un coto de adulones y escucha a quienes le asesoren honestamente y sin miedo a perder su favor. A los fines de este texto, eso no es relevante. Lo es, sin dudas, la razón subyacente del incremento en su popularidad, como lo es el hastío hacia una dirigencia vista como complaciente, si no cómplice de un gobierno fallido, pero, sin dudas, consolidado en su dominio. Ya ocurrió, aunque con sus diferencias, en la última década del siglo pasado, con el intento de golpe de Estado de 1992 y la llegada de la revolución a una jefatura construida sobre un discurso demagogo y violento, mentor de la polarización que hoy nos mantiene fracturados como nación, y a una demoledora campaña de mitos, fábulas y verdades a medias, que en definitiva es otra forma de mentir.

     No vemos más allá de las elecciones, y, aferrados a la idea de que son estas un rito mágico capaz de hermanarnos de la noche a la mañana (lo cual es una quimera propia de majaderos), no nos adentramos en las aguas profundas. Si bien la revolución no inventó nada nuevo, son estas autocracias de nuevo cuño, innovadoras en cuanto a los métodos de perpetuarse, y si bien no desdeñan las viejas mañas, ya conocidas por todos, se valen de las nuevas tecnologías, y de la masificación de la información para sembrar bulos, no con el ánimo de alterar la realidad (lo cual no es simple ni factible en muchos casos), sino con la intención de confundir, de borrar esa línea divisoria entre el mundo de las fábulas y las pendejadas, y ese otro, verdaderamente constatable donde residen la crisis y sus funestas consecuencias.  

     Yo no sé si las dictaduras salen o no con votos, lo cual estaría por verse, pero sí sé que no habrá una genuina transición sin alterar primero el statu quo, de modo que se reconstruya el vínculo entre el liderazgo y la ciudadanía y, desde luego, se civilice la lucha política entre las distintas facciones, para que el diálogo, herramienta cardinal de la democracia representativa, retome su protagonismo sobre el respeto a la disidencia y, en todo caso, al Estado de Derecho, piedra angular de todo orden democrático.