lunes, 25 de enero de 2016

La gente ya decidió


El presidente pidió al poder legislativo la aprobación de un decreto de emergencia económica como si los ministros y asesores hubiesen estado estos últimos años comprando kerosén. De hecho, tuvieron el tupé de ignorar la citación para comparecer ante los diputados porque al parecer, hay cuitas que es mejor que la gente ignore. La constitución ciertamente lo prevé. El TSJ, por su parte, dictaminó la sujeción del decreto a la constitución. Ahora debe ser aprobado por la Asamblea Nacional. Dicho de un modo simple, el TSJ dijo que el cheque está bien hecho. Les concernió a los diputados decir si «esa cuenta tiene dinero para pagar ese cheque». No hay discusiones sobre el cumplimiento formal de las disposiciones constitucionales en su redacción. Otra cosa es, sin embargo, la correspondencia con la realidad de las «razones de hecho» expuestas para justificar la medida excepcional.
Los «considerandos» del decreto insisten machaconamente con la guerra económica y la inflación inducida por agentes perversos, que, como Chacumbele, prefieren matarse solo para fastidiar a Maduro. El problema es que la calificación de esas «consideraciones de hecho» compete exclusivamente a la Asamblea Nacional. En modo alguno puede el TSJ invadir las funciones del poder legislativo, arguyendo la supuesta constitucionalidad del decreto y la inconstitucionalidad del eventual acuerdo denegatorio del decreto. El TSJ ya hizo lo único que podía hacer: decir si formalmente se cumplían los extremos exigidos por la Constitución Nacional para la elaboración del mismo. Pero insisto, el juicio acerca de los hechos por los cuales se justifica la aplicación de la medida de emergencia solo le correspondía a la Asamblea Nacional.
Ignoro si el TSJ va a regañar nuevamente a la Asamblea Nacional (como si fuese un súper-poder, que no es) y usurpar sus funciones. Pero de hacerlo, sería otra intromisión más (otra más, sí) en las funciones del poder legislativo, que a la vista de todos, constituiría otra evidencia de la grosera injerencia del PSUV y la élite gobernante en los poderes públicos, y mucho más grave, el desconocimiento descarado de la voluntad popular expresada el 6 de diciembre pasado. De hacerlo, los magistrados serían responsables y podrían verse sometidos a la justicia doméstica e internacional con ganadas posibilidades de servir de chivos expiatorios. 

Las últimas actuaciones de la élite gobernante han sido cada vez más torpes. Desde las pataletas de niño malcriado luego de conocerse el triunfo de la MUD en las parlamentarias hasta las maniobras leguleyas (recomendadas por mercenarios del derecho o ignorantes de la ciencia jurídica), encaminadas a desconocer la soberanía popular y privilegiar sin pudor alguno el ejercicio hegemónico e incuestionable del poder por el chavismo. Su conducta no obstante, lejos de ayudarles, les acerca al fin. El PSUV (o la facción que se aferra a un modelo probadamente fallido) no termina de comprender lo que es obvio e inevitable: la gente ya está aburrida de su vida miserable y lo más grave, les endilga la culpa de sus desgracias. Y cuando digo la gente, me refiero a la mayoría de los ciudadanos de a pie, esa que a diario lidia con la crisis, y, desde luego, a las otras élites, las cuales, aunque no lo parezca, también detentan poder.    

miércoles, 13 de enero de 2016

¿Una retirada estratégica?


Comprendería la sentencia del TSJ si con ella se mermase la mayoría calificada de las dos terceras partes, que puede controlar la designación y destitución de funcionarios, sobre todo los magistrados al TSJ y los miembros del poder moral. Pero ése no es el caso. La mayoría calificada en la actual Asamblea es de 112 diputados, pero si se desincorporan 4 diputados, en lugar de 112 diputados, estaría integrada (temporalmente) por 163, y las dos terceras partes serían entonces 109, por lo que aún conservaría la MUD la mayoría calificada.
 Creería uno que entonces es un capricho de Maduro, para impedir que desde la Asamblea se convoque un referendo revocatorio, pero para ello se necesita solo la mayoría de los integrantes, es decir, la mayoría absoluta o simple. Y esta está compuesta por 84 diputados, si se considera que la totalidad del cuerpo legislativo es de 167, y si se restan los diputados impugnados, 82. En todo caso, se poseen los votos para activarlo.
Si se deseara desconocer la Asamblea Nacional en su totalidad, le basta a la MUD acatar la sentencia del TSJ y con ello, reasume plenamente sus poderes, conservando la mayoría calificada de dos terceras partes de sus integrantes. Entonces cabe suponer que tampoco es ése el objetivo perseguido.
El expresidente del cuerpo legislativo, Diosdado Cabello, ha asomado una posible razón para que el TSJ dicte una sentencia como la de hoy. Puede ser que, creyendo que la MUD va a empecinarse con su posición (contando con el aval de la comunidad internacional y de distinguidos juristas nacionales), van a desconocer al poder legislativo. O puede ser que no buscan desconocer al parlamento, sino generar conflictos. Así las cosas, o bien conducirían a una crisis para desencadenar un golpe de Estado, que ciertamente los derroque pero que también los victimice o, en su mejor escenario, que como el jugador de póquer que apuesta el full monty, les resulte la jugada (que es poco probable pero no imposible).
 No dudo que el gobierno, por torpe o soberbio que pueda ser, esté al tanto de la crisis y de su patente precariedad. No son tontos, aunque el dogmatismo ciega a muchos. Renunciar a sus políticas supone no obstante aceptar que el modelo fracasó y con ello, Chávez carecería de justificación histórica. Tampoco dudo que entre sus estrategias esté volver al poder y reiniciar el calvario revolucionario, cuando el manejo de la crisis y la toma de medidas políticamente incorrectas mermen la popularidad de la transición. Un golpe de Estado no solo los victimiza sino que además, salva a la revolución y a la existencia de Chávez como líder mesiánico (o por lo menos, eso pueden creer ellos, y no es descabellado). Sería pues, una retirada estratégica.
Hay otro tema en el tapete y es que para algunos, dadas las investigaciones que según las noticias adelanta el gobierno de los Estados Unidos, la pérdida del poder significa mucho más que el fin del proyecto bolivariano. En este caso, cabe especular cualquier cosa, porque como lo afirma el refranero popular, la desesperación aconseja muy mal. Pero no dudo que de ser el caso, son estos, minoría en el PSUV.
Hay una última posibilidad, y es que tengan músculo para hacerlo, y nosotros sigamos engañados, aunque en honor a la verdad, no parece ser el caso. Que el estamento militar esté dispuesto a restearse, aunque leída la carta del Secretario General Almagro, no parecen tener apoyo para una aventura como ésa en el concierto internacional. No creo tampoco que vista la crisis interna del país, la inercia oficial dé para mucho.
Tiendo a creer pues, que el gobierno, vista la imposibilidad de correr la arruga un poco más, está provocando una crisis de tal magnitud, que obligue a un golpe de Estado y entonces, al salir victimizados, evitan incurrir en una de las peores herejías revolucionarias: el reformismo. 

La pasión como razón: receta segura al desastre

            
Umberto Eco, destacado filósofo contemporáneo, en su libro «A paso de cangrejo», ha dedicado un aparte a la «retórica prevaricadora» como meta política de tiranos y demagogos. Al gobierno revolucionario solo le interesa «adecuar la realidad a sus dogmas» y para ello recurre a ese discurso maniqueo al cual se refiere el filósofo italiano. Para Maduro, que del ejercicio democrático del poder entiende muy poco, lo importante no es que en las despensas de la gente se encuentre comida o que de las universidades egresen profesionales bien formados, sino colmar informes con cifras que den fama a la revolución para luego, a echarse a dormir y vivir del cuento, como dice el refranero popular y en efecto, se ha demostrado con la Revolución Cubana.
            En esa retórica se apela al «pueblo», que es solo ése que le apoya y que como hacía en sus mejores años el dictador fascista Benito Mussolini, se le reúne en una plaza para que gritándole vítores al caudillo, se le endilgue el rol de portavoz de la voluntad popular. Poco importa que en las elecciones del 6 de diciembre pasado, la mayoría – una indiscutible mayoría - les diese su voto a los candidatos opositores. Desde entonces, no solo han intentado maniobras para mermar la inmensa mayoría parlamentaria, sino que desconocen como pueblo a esa ciudadanía que ciertamente lo es, y que prefirió la opción de cambio.
            Surgen así las teorías, que no explican la realidad sino que justifican los dogmas. Su afán no es demostrar, sino convencer. Y como los ufólogos, que recurren a las teorías conspirativas para desestimar todas las evidencias que desarman sus alegatos, el gobierno revolucionario recurre a la inculpación de enemigos para ofrecer una explicación simplista de su fracaso. Tanto como Nerón acusó a los cristianos del incendio de Roma y el régimen nazi a los judíos de la ruina alemana luego de colapsar la República de Weimar, el gobierno revolucionario se inventa planes desestabilizadores de agentes extranjeros en complicidad con la oposición (sabiamente generalizada) y guerras económicas de parte del empresariado local (nuevamente generalizando) para excusar sus políticas fallidas. Aún más, los actores marxistas dentro del gobierno – y en los círculos intelectuales domésticos y extranjeros - apelan a infinidad de teorías para desmentir el fracaso del socialismo como modelo político.
            Su ceguera no es más que una negación de la realidad, que deja de ser la consecuencia natural que impide reconocer el fracaso propio, para convertirse en la respuesta oficial y el objeto fundamental de la propaganda gubernamental. Ya no se trata del ingenuo muchacho socialista que se niega a reconocer que la URSS ya no existe y que China dejó el comunismo desde los días de Den Xiaoping, sino de una política sistemática de negación de la realidad para deslastrarse de la responsabilidad por la precaria calidad de vida lograda en estos diecisiete años de gobierno revolucionario y de ese modo, mantener el poder. Por eso, se le atribuye al revendedor la cualidad de «bachaquero» o como «acaparador doméstico» al que sigue el buen consejo que José dio al faraón. Se inventan términos para criminalizar la reventa o almacenaje de productos, cuando esas conductas no son más que la consecuencia inevitable de un mercado con tantas carencias. Por eso, se crea un ministerio de «agricultura urbana», para sembrar tomates en un porrón o crías pollos en el balcón del apartamento, como solución a la grave escasez producida por políticas económicas que han destruido el aparato productor, sin importar lo malsano que esa agricultura urbana puede resultar, y diciéndole veladamente al ciudadano, «si usted quiere comer, no cuente con supermercados, siembre y críe como pueda».
            Aunque parezca paradójico, a la gente le resulta más fácil creer la idiotez de la guerra económica que explicaciones técnicas de por qué el modelo adoptado por la revolución es la verdadera causa de las miserias cotidianas, y la razón es que en el fondo, las personas no quieren explicaciones, como tampoco las desea el gobierno. Tan solo anhelan tener razón. Tristemente, la política en Venezuela ha sido desde hace mucho banalizada al extremo de parecer la rivalidad entre Leones del Caracas y Navegantes del Magallanes. La lógica ha sido desplazada por la visceralidad pasional. Dicho de otro modo, al gobierno no parece interesarle la solución de los problemas, sino justificar sus dogmas, y de ese modo conservar el poder. Y es por ello que no acepta otras medidas que aquellas que se adecúen a sus creencias y su discurso. Sobre todo que se adapten a la propaganda que excusa sus errores, y, en lugar de enmendar y solucionar los problemas, exacerbar las emociones para generar conflictividad y así desviar la atención a otros temas.
            El gobierno, no obstante, omite que la realidad venezolana no es semejante a la cubana en los años duros de la guerra fría. Por una parte, Cuba no ha tenido oportunidad de experimentar un orden democrático y su historia republicana ha estado determinada por dictaduras, sean las militares de antes o la de los hermanos Castro. Venezuela en cambio ha gozado de largos períodos democráticos, durante los cuales se formaron generaciones de ciudadanos acostumbrados a sus bondades. Además, la existencia de una dictadura férrea en Cuba propicia el orden que en Venezuela ahora no existe. La anomia imperante y la crisis son para el gobierno, una bomba de tiempo. La realidad pues, parece profundamente disociada del discurso, razón por la cual éste ya no convence.
            Resulta peligroso, no obstante, que ofuscados por sus dogmas y sus necesidades, el gobierno no comprenda su precaria situación política. La pérdida de popularidad y del apoyo de aliados podrá manejarse con un discurso puertas adentro, claro, cada vez menos creíble. Pero en todo caso, la crisis blande sobre su cuello como el hacha del verdugo. Su discurso ya no funciona y los logros son vistos como una propaganda sin asidero real. En este momento, el fin de la revolución parece inminente y, ante su tozudez y malcriadez para enmendar, también parece serlo el de Maduro.



lunes, 4 de enero de 2016

De Carabobo a Puntofijo, otra vez

            
Lo que ha ocurrido en Venezuela estos últimos diecisiete años no es inédito. Por lo menos no lo es en su esencia. Desde su formación como Estado independiente en 1811 y aún más, desde la separación de la Gran Colombia en 1830, la influencia «militar» ha estado presente bajo la odiosa figura del caudillo. Tal vez fue, como lo afirma Uslar, una consecuencia del modo como se desarrolló la guerra de independencia durante diez años, que destruyó todo vestigio del orden colonial imperante por más de tres siglos, sin establecer realmente otro más allá de las jefaturas temporales de los caudillos.
            Sea cual fuese la causa del «caudillismo», nuestra evolución histórica se vio influenciada por «hombres fuertes», sobre los cuales se erigieron épocas, sin que dejaran realmente alguna base institucional más allá de un vago credo igualitario y federalista. Sin importar la notoriedad de algunos, desde Bolívar hasta los «Restauradores», todos fueron caudillos, hombres fuertes que se «impusieron» y durante algún tiempo, pusieron orden. Prueba de ello es que a Venezuela la han regido veintiséis constituciones, y por los vientos que parece, vamos camino de la vigesimoséptima. Sin embargo, aún no tenemos una «verdadera república».
            La muerte de Gómez en 1935 trajo la modernidad que tímidamente se asomó durante su dictadura. Y también, nuevas ideas políticas, que para el viejo dictador eran herejías propias de los «malos hijos de la patria». Manuel Caballero decía que los venezolanos hemos anhelado un orden democrático desde la década de los ’30, cuando Rómulo Betancourt abandonó el comunismo y construyó un partido plural de centro izquierda. Yo diría que hemos fracasado en el intento por construir uno realmente robusto.
            A pesar del esfuerzo sincero manifestado en el Pacto de Puntofijo, la dirigencia política que reemplazó a la élite perezjimenista a partir de enero de 1958 no logró sembrar unas bases democráticas lo suficientemente robustas. Por ello, la tentativa modernizadora de Pérez en los primeros años de los ’90 no caló en las élites, que sin pensarlo se echaron en los brazos de un chafarote.
            Diecisiete años después, la nación está en ruinas. Sin exagerar, creo que la revolución ha africanizado al país, aunque recibió una cantidad de dinero que ninguno otro de nuestros gobiernos ha recibido. Huelga enumerar las penurias por todos conocidas. El 6 de diciembre pasado hubo un pronunciamiento claro de la población: quiere cambios, quiere que se deje atrás el modelo socialista y se reconstruya una economía maltrecha por políticas desatinadas. El cambio, no obstante, debe generarse desde una plataforma consensuada. Quiéranlo o no, y sea como sea que le llame, el Pacto de Puntofijo debe reeditarse.

            Más allá de un acuerdo estrictamente político, como lo fue el de Puntofijo, urge un consenso nacional que incluya a las diversas fuerzas sociales, aun de aquellas que parecen estar en conflicto, para trazar unas reglas básicas, o lo que sería más apropiado, un marco ontológico que sirva de referente jurídico y económico para impulsar la institucionalización del país bajo valores democráticos universalmente reconocidos, así como para la recuperación progresiva de la capacidad adquisitiva de la mayor suma posible de ciudadanos. Un acuerdo que trascienda al liderazgo y que no se derrumbe como el de Puntofijo, porque AD se divorció de Carlos Andrés Pérez y Caldera de COPEI. Este es pues, el gran reto que no solo recae sobre los 112 diputados de la MUD, electos el 6 de diciembre pasado, sino sobre los otros 55, militantes del PSUV, y desde luego, sobre todos los venezolanos, agrupados en las diversas formas de manifestarse la pluralidad de intereses en una sociedad moderna.