Viejas
taras, los mismos vicios
Inmersos en un ambiente sumamente
polarizado, sin lugar a dudas viscoso y enfermizo, nadie escucha. Cada uno, encerrado
en su propia fortaleza, defiende sus dogmas, y, por qué negarlo, su abultado
ego. No se trata solo de la tozudez del gobierno revolucionario, que no cede su
empeño hegemónico, sino de la fragmentación opositora en islotes de variados
colores y tamaños. La oposición es, y no podemos obviar que se trata de una
verdad de Perogrullo, esencialmente variada. En ella se reúnen diversas
corrientes del pensamiento, cada una con una visión no solo de la solución a la
crisis, sino también de sus causas. No deseo adentrarme en la valoración de
cada argumento, bien o mal fundamentado, sino en la necesidad de conciliar
acuerdos sobre puntos mínimos comunes, con apego a las expectativas de una
ciudadanía que ya no desea ir a las urnas tirada de las orejas por los líderes.
Para muchos, herederos de la verticalidad
de partidos inspirados en las estructuras estalinistas, hoy obsoletas, el
«pueblo» debe ser «guiado», y por ello, justamente, persiste la vieja forma de
hacer política y las inaceptables reprimendas del liderazgo a su electorado, la
cual ya rechazaba la ciudadanía aun antes de la llegada de la revolución en
1999. El triunfo de Rafael Caldera en 1993, de la mano del «chiripero», pudo
ser expresión de ese cansancio a lo que podríamos llamar política de cúpulas, que,
en partidas dominicales de dominó, decidían los líderes, el destino de los
venezolanos, sin detenerse mucho a considerar lo que este esperaba del
liderazgo.
Se lee en las redes infinidad de críticas la
realización de unas primarias para que los ciudadanos expresaran quién debería
ser el candidato unitario para las presidenciales del año entrante, cuya eficacia
para coronar el anhelado cambio todavía luce poco creíble. La mayoría de los
partidos opositores (14 candidatos participan en las primarias) convinieron esa
estrategia en un acuerdo, suerte de reedición del Pacto de Puntofijo, que hace
pocos meses lo celebraban animosamente y que hoy, apuñalan como a César, sus
asesinos. Solo unos pocos se inclinaban antes por una candidatura de consenso,
conscientes de su imposibilidad de ganar una consulta electoral.
Hoy, cuando todas las
encuestas reflejan la preferencia mayoritaria por una de las opciones, María
Corina Machado, emergen infinidad de críticos que ya no ven con buenos ojos la
celebración de las primarias. Pareciera pues, que una consulta ciudadana es
buena si y solo si concuerda con las aspiraciones grupusculares.
Las primarias, cuya realización resulta difícil
de creer, pueden ser, como lo han manifestado otros más avezados en estas lides
que yo, un misil que resquebraje la unidad monolítica de la revolución (cuyas
fisuras ya son visibles). Una opción respaldada por una sólida mayoría podría
ser ese ariete que derribe las murallas tras las cuales se refugia la élite.
Hay que producir, eso sí, un quiebre, que no por recurrir a este término supone
violencia alguna, porque no es otro pues, que el reacomodo de las relaciones de
poder, o lo que podríamos llamar la alteración del statu quo. Sin embargo,
algunos, vaya uno a saber por qué, se muestran favorables a un cambio
gatopardiano, que tan solo aparente, preserve el estado de cosas.
Las encuestas son transparentes. No solo
desnudan la amplia preferencia ciudadana por la candidatura de Machado, sino también
que su liderazgo no es endosable. Incluso uno de los más ruidosos defensores de
aceptar las reglas del gobierno (postura por lo demás pusilánime, oculta tras
un pragmatismo nauseabundo) decía en un trino, visiblemente reactivo, que no
cualquiera le ganaba a Maduro. Sin embargo, al parecer por la robustez de su candidatura,
ahora se pretende dinamitar el proceso desde variadas tribunas, por razones que
indudablemente no son sobrevenidas.
El liderazgo que ahora se rebela contra no
contra el proceso de primarias en sí mismo, sino contra la preferencia
ciudadana, no asume su responsabilidad por el hartazgo general hacia una
política que se corresponde con una forma excluyente de ejercer el oficio
político, y que innegablemente ignora la voluntad del electorado. El liderazgo
no debe jamás imponerle conductas al ciudadano, mucho menos, regañarlo como a
un mocoso malcriado. Y eso es exactamente lo que ha hecho y hace, respondiendo,
aun sin darse cuenta de ello, a la verticalidad heredada de rancias toldas
políticas y del infausto caudillismo.
La inevitable tarea de hacer valer la voz
ciudadana no ha sido ni será fácil. Tampoco incruenta. El gobierno, atado a
infinidad de compromisos, no solo se resiste a la pérdida del poder, sino que
entiende que es ese, un lujo que no puede pagárselo. Hará pues, lo necesario
para preservarlo. Por ello, la postura cobarde de unos, que, con un discurso
propio de la posverdad, tergiversan lo que en otras épocas no solo era loable,
sino ajustado a la constitución vigente y a los principios democráticos.
¿Qué nos pasó? ¿Pusilanimidad o solo triunfó
una vez más la política del reacomodo de negocios?
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