miércoles, 30 de septiembre de 2009

La constitución hondureña y el buen oficio del abogado

La gente, que normalmente de estas cosas no sabe mucho, afirma impúdicamente que en Honduras hubo un golpe de Estado. Por esas cosas de mi oficio, el de abogado, recurrí a la Internet y me “bajé” la constitución hondureña. A sabiendas, claro, que la única forma de abordar el asunto adecuadamente es precisamente ésa.
La Corte Suprema hondureña le advirtió al señor José Manuel “Mel” Zelaya que no podía realizar “la encuesta” porque la ley y la constitución no lo preveían. No obstante, el señor Zelaya se comportó como un niñito malcriado y, acompañado de una muchedumbre, asaltó un cuartel militar, luego de haber despedido al jefe del Ejército por negarse, amparado en una orden del Tribunal Supremo, a realizar un acto inconstitucional. Cosa rara en estos países, el militar actuó conforme a derecho mientras el civil se hizo “cachis” en la constitución.
Los militares se apersonaron en la residencia del señor Zelaya el día en que iba a realizarse la consulta inconstitucional y, de acuerdo a las noticias - ¿o a Telesur? – lo despacharon para Costa Rica aun en ropa de cama.
Veamos ahora este asunto seriamente, como se debe. Si bien los militares obraron precipitadamente, el asunto de la consulta no puede verse tan a la ligera. No hay dudas de que Mel preparaba un “golpe” para forzar una constituyente y, de ese modo, deslegitimar las elecciones de noviembre y “justificar” su permanencia en la presidencia más allá de lo permitido constitucionalmente. Hay, en todo esto, un elemento político que ha generado consecuencias jurídicas.
El ejército hondureño impidió que la maniobra de Mel generara un revuelo de magnitudes considerables en la nación centroamericana. No obstante, resulta chocante para los demócratas que unos “milicos” despachen para el extranjero al presidente de una nación. Pero chocante resulta también para los demócratas, las maniobras ilegales e inconstitucionales de algunos mandatarios regionales empeñados en permanecer en el poder para instaurar un modelo socialista en buena parte del hemisferio occidental.
Honduras reaccionó con estupefacción y la comunidad internacional, con actitud infantil y poco seria.
Horas después del suceso, el Congreso y el Tribunal Supremo de Honduras solucionaron “de jure” una situación “de facto”. Hay que advertir, obviamente, que estos dos poderes proceden igualmente del mandato popular y que la constitución hondureña les atribuye la facultad de enjuiciar al presidente o designado (artículos 205, numeral 15 y 319, numeral 2). Así mismo, el Congreso designó al sustituto de acuerdo a lo previsto en el artículo 242 de la Constitución hondureña.
Cabe preguntarse entonces si la OEA y los presidentes americanos en verdad respetan los principios democráticos, incluyendo al presidente Oscar Arias, o si el ente panamericano no es más que un club de presidentes, para protegerse entre ellos.
El ejército hondureño se precipitó y bien podría sancionarse a los responsables del acto, pero políticamente, Zelaya no dejó otra alternativa y, desde un punto de vista estrictamente jurídico, los otros dos poderes constituidos solucionaron “de jure” una condición de facto. Entonces, ¿dónde está el límite de la OEA para entrometerse en los asuntos internos? Todo parece indicar que el conflicto hondureño debe ser resuelto por los hondureños… ¿o no?

Francisco de Asís Martínez Pocaterra

El “index” escolar

Nuestro presidente, resultado de la irresponsabilidad popular, pretende obligar a los niños, naturalmente desprovistos de las nociones necesarias para discernir, a leer un “índex” de necedades, lugares comunes y demás tonterías que contiene su mensaje anacrónico. Un niño mal puede calificar y juzgar las simplezas que Chávez ulula tediosamente. Así mismo, impone, la lectura de Carlos Marx e incluso, las cuitas de amor del Libertador, que, de paso, no son apropiadas para un menor. Sobre Marx sólo refiero las palabras del economista Emeterio Gómez: “El capital” es un libro tonto. De las cuitas del Libertador, ni siquiera hablo.
Bien dice la nota de Infobae, publicada el 14 de mayo de 2009, la cual anima estas palabras, Chávez pretende su propia revolución cultural.
Cualquiera que haya visto al nuevo cine chino, podrá apreciar el desprecio y el rechazo que la población de ese país siente por la Revolución Cultural. Sin embargo, nuestro presidente insiste, como ya resulta manido, con posturas, ideologías y demás yerbas aromáticas que constituyen en la actualidad parte de los anales ideológicos ampliamente superados por la humanidad.
No deja de ser grave. A pesar de que resulte prácticamente imposible imponer un criterio cultural único hoy en día. Y lo es porque, tal como señala la nota de Infobae, se persigue con ello, “inculcar los valores conducentes a la consolidación del hombre nuevo y la mujer nueva, como base para la construcción de la patria socialista”, según las palabras del ministerio. (Véase http://www.infobae.com/contenidos/448346-101275-0-La-dictadura-cultural).
Se quiere pues, vender a la infancia lecturas anacrónicas que, si bien pueden ser objeto de análisis histórico, como parte de la evolución del conocimiento humano, mal pueden entenderse, a la luz de los acontecimientos presentes, como referencias políticas válidas y menos como material literario obligatorio en las escuelas. Sobre todo por el componente doctrinario de una medida así.
La sociedad sujeta a un “índex”, como lo propone el presidente, no madura ni crece. Mucho menos se desarrolla. Al contrario, tiende a anquilosarse en una verdad inmutable, dogmática. Si sólo quiere ampliarse pues, la base de criterio, entonces bien podrían leer, además, a John Locke, Adam Smith, Thomas Jefferson, Tocqueville, Orwell y, por qué excluirlo, a Adolfo Hitler y su Mein Kempf. Porque, si de leer se trata pues, como parte del conocimiento humano, todas las lecturas son válidas. No sólo aquéllas que venden lo que se desea imponer. Esto último es tan sólo totalitarismo.

Urge la seriedad

La comunidad americana ha sido unánime: rechazan el golpe de Estado contra Manuel “Mel” Zelaya. Me pregunto, yo, quizás con ingenuidad, si a veces no queda más que una acción semejante. Sobre todo cuando los líderes violan la constitución y las leyes, y las instituciones llamadas a tutelar por ellas se hacen las desentendidas.
Nadie discute, por ejemplo, que el 23 de enero de 1958 haya ocurrido un golpe de Estado en Venezuela. Unos militares depusieron al presidente y todas las demás instituciones, y en su lugar erigieron una junta de gobierno, primero estrictamente militar y, después de unas horas – y unas cuantas protestas –, una conformada por militares y civiles. El 23 de enero de 1958 se ajusta a la definición clásica de golpe de Estado.
Venezuela entonces salió de una dictadura atroz. Puede decirse, pues, que ese golpe de Estado fue beneficioso. El de 1945, llamado en esos años revolución de octubre, ofrece dudas. También se disolvieron todos los poderes públicos, pero esas bondades obtenidas en principio por medio del alzamiento hubiesen sido alcanzadas luego, pacíficamente, por el régimen depuesto. Hay, no obstante, discusiones sobre el asunto, aún hoy. La intentona de febrero de 1992 – y su réplica en noviembre de ese mismo año – pueden apreciarse como “malos” y de haberse concretado, hubiesen sido ciertamente nocivos. No hay dudas acerca del carácter delincuencial de estas insurrecciones militares, ergo, de gorilas, Chávez dixit.
Esto nos conduce, invariablemente, al tema filosófico. ¿Por qué unos sí son legítimos y otros, no? A veces, cuando una situación es irremediablemente injusta se justifica la rebelión. En los casos de la dictadura de Pérez Jiménez, como muchas otras en América Latina esos años, no hay duda de la ilegitimidad de esos regímenes y de la plena justificación del derecho a la rebelión. Precisamente esos años, finales de los ’50 y principios de los ’60, muchas dictaduras latinoamericanas cayeron. En el caso de la revolución de octubre luce dudoso. Pero, en cambio, los casos de febrero y noviembre de 1992 no ofrecen posibilidad alguna de discusión sobre su inaceptabilidad. Se preguntará el lector, ¿qué justifica entonces un golpe de Estado? Wikipedia – que no es más que un “site”, donde gente común y corriente construye una enciclopedia (y por esa razón apelo a esta fuente) - nos ofrece una solución: “El derecho de rebelión es un derecho reconocido a los pueblos frente a gobernantes de origen ilegítimo (no democrático) o que teniendo origen legítimo (democrático) han devenido en ilegítimos durante su ejercicio, que autoriza la desobediencia civil y el uso de la fuerza con el fin de derrocarlos y reemplazarlos por gobiernos que posean legitimidad.”
Esta solución no obstante no nos resuelve la calificación del gobierno ilegítimo (bien sea por su origen o su comportamiento). A esta pregunta – mucho más compleja – se le puede oponer la Declaración de Independencia estadounidense:
“Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad.”
Ante la posibilidad de dudas y, particularmente, de acusaciones infundadas sobre una posición “pitiyanqui”, lo cual sería válido en todo caso, aclaro que la Declaración de Independencia estadounidense define por primera vez en la historia el derecho a la rebelión y que puede entenderse por un gobierno ilegítimo. Justificación ésta que procede de ideas propuestas previamente por los enciclopedistas franceses.
¿La revolución cubana cumplió esas premisas? A pesar de que el acto de fuerza que depuso al gobierno de Fulgencio Batista fue legítimo, la conducta del régimen sustituto tampoco ofreció felicidad al pueblo cubano y hoy, esas verdades evidentes a las que hacían mención los padres fundadores estadounidense distan mucho de ser una realidad en Cuba. Entonces, el de Castro adolece de ilegitimidad tanto como adolecía el de Batista. Así de simple. El modelo venezolano, impuesto a partir de 1958, pudo ser deficiente e incluso, corrupto. Sin embargo, no puede tenérsele como destructora de principios democráticos. No hubo entonces, para ilustrar unos ejemplos de ilegitimidad, sumisión de los poderes públicos al poder ejecutivo ni aspiraciones reeleccionistas más allá de las que ofrecía la constitución vigente entonces. Por ello, el acto de fuerza intentado por Chávez en 1992 fue esencialmente un acto delincuencial. Como cualquier golpe de gorilas, asaltó la tranquilidad democrática de los venezolanos.
El caso hondureño resulta muy interesante, en cambio. Además de ofrecer un punto de vista novedoso sobre el asunto, me refiero obviamente al de los golpes de Estado; cuestiona igualmente la credibilidad de la OEA. En Honduras, un grupo de militares embarcó a Zelaya en un avión y lo despachó hacia Costa Rica. Acto seguido y sin detenerse un instante a analizar los hechos, los Estados miembros, aunque lo honesto sería decir los gobiernos representados en ese club, fijaron posición apriorísticamente, repudiando el “golpe de Estado”. Sin embargo, sobre la perpetración de un “golpe de Estado”, en Honduras no ocurrieron los siguientes hechos:
1. No hubo ruptura del orden institucional. Los otros poderes, el judicial y el legislativo, no sufrieron interrupciones en sus funciones, siendo hoy, días después del “golpe”, los mismos. Si hubiese ocurrido una ruptura del orden establecido, un golpe de Estado pues, todos los poderes hubiesen sido revocados.
2. Los militares no asumieron el control de la nación. Únicamente sacaron a Zelaya del país, para evitar que realizara una consulta que de haberse hecho, hubiese sumido a Honduras en una crisis política: la reedición de la fórmula continuista – vía constituyentes – propuesta ilegalmente por Venezuela en su propio territorio[1], como en otras naciones hermanas.
3. Las autoridades legítimamente electas en Honduras, poderes judicial y legislativo, avalaron la acción de los militares, con lo que, de hecho y de jure se solucionó el conflicto, aunque intereses aquí y acullá rechacen esta verdad.
A la OEA pareció importarle un bledo que los poderes judicial y legislativo resolviesen el conflicto conforme a las leyes hondureñas. De inmediato, todas las instancias internacionales rechazaron un acto que apenas conocían, gracias a la inmediatez de las personas – o más bien de ese estilo carnavalesco que, según Umberto Eco, ha banalizado la contemporaneidad - y al despliegue (des)informativo desarrollado por Telesur (para no decir Chávez). Actuaron pues, precipitadamente. No conformes, avalaron su idiotez excluyendo a Honduras del sistema interamericano, apenas unas semanas después que, airadamente, defendían la reincorporación de Cuba al organismo panamericano. ¡Resultó ofensivo y grotesco ver a Raúl Castro vocinglando la defensa de los derechos humanos que en su país no han existido hace más de 50 años! (Huelga decir que en tiempos de Batista tampoco existían).
La OEA ha quedado herida mortalmente. La exclusión de Honduras y la aceptación de Cuba demuestran que su discurso no es coherente. Si Honduras debe salir, porque hubo un “golpe de Estado” (ciertamente dudoso), Cuba jamás debió entrar. Si a Zelaya lo despojaron ilegítimamente del poder los poderes judicial y legislativo, ¿qué carajos le hicieron los poderes ejecutivo, legislativo y judicial a Antonio Ledezma en Venezuela? La elección de Ledezma es tan legítima como la de Zelaya. Honduras mostró, cuando menos, que aún existe separación entre los poderes públicos. En Venezuela la situación es harto confusa. En Cuba ni siquiera hay lugar a esta confusión.
La OEA ha ratificado su vocación por crear reyezuelos. Al ente panamericano sólo le importa que los presidentes hayan ganado las elecciones (y me atrevo a decir que apenas formalmente, porque tampoco cuestiona la falta de transparencia en los procesos electorales, como se ha apreciado en el caso venezolano). La legitimidad de las autoridades parlamentarias y judiciales en cambio importa un rábano, como se advierte en el caso hondureño. Aun más, la tendencia izquierdista del organismo luce clara – y desde luego contraria a los sagrados principios democráticos – ante la insistencia por el ingreso al sistema interamericano de un país cuyo mandatario heredó el poder de su hermano, tal como si fuese un emperador romano, y en el que los derechos humanos brillan por su ausencia.
Sobre esto, aclaro, porque creo encierra el meollo del asunto.
Al parecer, un discurso o una tendencia política pesa más que otra y los pecados de unos no lo son si son otros quienes los cometen. Entre Fidel Castro y Augusto Pinochet no hay mayores diferencias: ambas dictaduras fueron atroces. La razón de ser de la OEA no es defender gobiernos de izquierda (autoproclamados progresistas, a pesar de que Cuba sea la antitesis del progreso). La OEA representa Estados y éstos son mucho más que sus gobiernos, los cuales representan sólo a una parte de la población y, muchas veces, a una minoría (aunque sea numerosa).
Se avecinan tiempos muy duros para las democracias latinoamericanas y una buena parte de la culpa recaerá sobre la OEA y desde luego, los gobiernos que ahí se agrupan para defenderse unos a otros.
Urge la seriedad.

Francisco de Asís Martínez Pocaterra
Abogado
[1] Debe recordarse que la consulta popular que permitió la reelección de Chávez atentó contra las normas fundamentales establecidas en la Carta Magna y por ende, es inconstitucional.

Populismo mediático[1]

Chávez ha anunciado, una vez más, su deseo de avanzar hacia el socialismo. No obstante, su oferta dista mucho de ser socialista. La forma de gobierno que propone no es otra cosa que el populismo atávico, ése que se advierte en las dictaduras africanas y que en tiempos pasados, empobreció a América Latina. Por eso, apela al pueblo como expresión de voluntad única y sentimientos iguales. Sin embargo, esa fuerza natural que encarna la moral y la historia – ese pueblo al que recurre Chávez - no existe.
El gobierno se dice democrático, el más democrático de todos, pero no lo es realmente. Y no lo es porque en una democracia existen ciudadanos con ideas diferentes y se gobierna gracias al consenso de la mayoría, respetando a las minorías. Apelar al pueblo significa entonces crear una ficción de la voluntad popular a través de un circo: Se reúne a un número importante de personas en un lugar público para que aclamen al líder y, ejerciendo el rol de actores en un tinglado, esas personas desempeñen el papel de “pueblo”, aunque en verdad sean sólo una parte de éste. De ese modo, Chávez, arengando a una masa aun considerable (aunque a veces trasteada a juro), identifica sus proyectos personales con la voluntad del pueblo y, luego, transforma a esa masa que pudiera estar fascinada por su carisma en la encarnación de ese pueblo que se ha inventado. Se trata pues de un sofisma.
Este gobierno es populista y militarista. Esto último porque abundan los jefes militares y porque el comportamiento de éstos hace del país un cuartel y del caudillo, su comandante. Pero es, sobre todo, populista; porque en vez de gobernar a través de las instituciones, lo hace de un modo plebiscitario, estableciendo una relación directa entre el líder carismático y las masas, aunque ésta termine siendo un ente virtual. Pero además un populismo mediático, porque esa masa acaba existiendo únicamente en los medios y gracias a éstos, en la mente de las personas.
Chávez ha recurrido siempre a la técnica del vendedor. En sus discursos arenga de todo, despreocupado de que luzca coherente. Le preocupa no obstante que en medio de su listado de promesas y ofertas, la gente oiga ésas que les interesan particularmente y, entonces, hacerlos reaccionar ante los estímulos que les sensibiliza y, una vez que se han fijado en éstos, olvidan el resto de la perorata. Claro, él no vende autos, sino un supuesto consenso. Sabe que en su tránsito hacia el socialismo, debe vérselas forzosamente con la opinión pública no sólo interna – que ya parece importarle muy poco -, sino también internacional (que es hipócrita pero, por eso mismo, puede echarle vaina). También con los medios de comunicación domésticos y extranjeros, que bien se sabe construyen matices de opinión. Por eso, usa la crítica en beneficio propio.
Ésa es la razón de sus provocaciones constantes.
A diario provoca a la oposición. Y mejor si sus desafíos son inaceptables. Esto le permite ocupar las primeras páginas de los periódicos, encabezar los noticieros y ser el centro de toda la atención nacional. Además, la desfachatez de sus lances obliga a la oposición a responderle, aunque con ello caiga – aun a sabiendas - en la trampa que se le tiende constantemente, porque, provocando a diario, consigue hacerse la víctima. Una vez que se ha transformado en la víctima de sus adversarios, puede prevaricar. Y eso lo hace a diario, junto con sus bravatas, para crear una verdad tan virtual como ese pueblo que se ha inventado.
La provocación surge de inventos y propuestas más allá de lo razonable y, por supuesto, lo aceptable. La técnica obliga pues a provocar primero, para luego desmentir, y, entonces, volver a provocar, renovando el interés de la opinión pública sobre lo que se quiere y no sobre lo que importa. Todos olvidan rápidamente que la provocación anterior fue tan sólo flatus vocis.
El carácter inaceptable de las provocaciones le permite además alcanzar otros dos objetivos: a) ensayar la aceptación/rechazo de la oferta usada para provocar y b) crear potes de humo. En el primer caso, la respuesta general hacia la provocación le permite avanzar, por lo que la oposición está necesariamente obligada a reaccionar para cercenar otros intentos que avanzarían de comportarse la oposición apáticamente. En el segundo, ayuda bien a pasar otras propuestas sin cobertura mediática y minimizar todo aquello que pueda hacer fuerte a la oposición.
A Chávez le urge por ello dominar a los medios. Su gobierno se cimienta sobre los “mass media”. No es casual que abuse de las cadenas, lleve diez años al frente de un show, semejante a “Sábado Sensacional”, y ahora aburra a tantos con clases televisadas de socialismo. Chávez está al tanto de que CNN convence más que una disertación de Umberto Eco, cuya voz parece reservada a un selecto grupo.
La oposición por ahora se encuentra entrampada en el juego del gobierno. Si no actúa, Chávez avanza en su (des)propósito; si en cambio lo hace, le fortalece. Cabe la pregunta: ¿Qué puede hacer entonces la oposición?
Chávez no sólo controla el juego en estos momentos, sino que de paso, impone las reglas y la oposición debe seguirlas. Los sectores opositores fueron descabezados por un caudillo que es eficiente sólo en eso de ser caudillo. Por ello – y otras razones que le son propias - ha degenerado en un club, al cual pertenecen quienes ya están de acuerdo en sus críticas al gobierno. Su crítica parece entonces orientada únicamente a los que no necesitan escucharla.
La democracia venezolana comenzó a morir cuando la política degeneró en un show, en el mero – e irresponsable hecho – de ganar votos sólo porque se es simpático.
Cabe preguntarse, ¿estamos fritos? Creo que no.
La oposición – me refiero al liderazgo organizado que representa al creciente número de personas que rechazan este gobierno – debe asumir inteligentemente la única estrategia que por ahora luce posible: De un modo positivo, adoptar las mismas técnicas que Chávez usa. Un sector de la oposición debe dedicarse a tiempo completo a provocar al gobierno en esas áreas que no quiere o no puede discutir. Otro sector debe invadir los medios con provocaciones propias, ésas que no sean meras reacciones a las lanzadas desde el gobierno, sino que ofrezcan propuestas a las que sea sensible la opinión pública y sobre todo, la base popular, que sostiene al gobierno de Chávez y, por ende, a su proyecto revolucionario, aunque, encuestas en mano, mucho más de la mitad del país lo rechace.
Supone esto lanzar propuestas alternativas que le hagan a la opinión pública comprender y aceptar otra forma de gobernar y, de ese modo, forzar el debate en esos temas que el gobierno no desea discutir, porque lleva las de perder. Si la oposición dice que el gobierno se ha equivocado, puede que la gente ignore si tiene razón o no. En cambio, si la oposición propone lo que quiere hacer sobre temas específicos, la idea podría interesar en la gente y suscitar la pregunta de por qué no se hace.
Si Chávez juega al olvido, a decir y desdecirse, porque lo que dice hoy borra lo dicho ayer, la oposición debe entonces pegar primero, por aquello de que aquél que pega primero, lo hace dos veces. Los artículos de opinión los leen unos pocos, muy pocos si se comparan con los que sólo ven – y creen a pie juntillas – todo aquello que la televisión dice.
La oposición debe recordar a diario que el electorado no tiene nada que ver con la “voluntad popular” a la que apela Chávez. Su gobierno populista invoca a ese pueblo virtual desde arriba mientras que la oposición expresa en las calles, muchas veces bajo la represión implacable, la opinión de grupos, partidos y asociaciones, sobre las que han caído toda clase de infamias, precisamente para descalificarlas frente a una masa que en verdad no existe. Pero en las urnas, no ganan los medios, por brutales que puedan ser éstos, sino los votos del electorado.


Francisco de Asís Martínez Pocaterra
Abogado
[1] Estas ideas surgen como respuesta a la similitud entre las apreciaciones de Umberto Eco respecto del gobierno de Berlusconi y este proceso revolucionario venezolano. Por eso, tomo prestado el título de esas disertaciones.

Castrarse para desairar a la mujer

Esta frase se la leí a Umberto Eco. Hablaba el filósofo italiano de las razones por las que ganaría – como en efecto ganó – el Polo y su candidato, el empresario Silvio Berlusconi. Pero, por eso de que la política es igual en Caracas que en Roma y Ulan Bator, las mismas razones que animan su crítica sobre el electorado italiano, animan la mía sobre los votantes venezolanos.
Datanalisis y otras encuestadoras aseguran que Chávez goza de una popularidad que, en el peor de los casos, ronda el 40%. No importa que los hospitales no funcionen y que la seguridad personal sea una utopía. Importa la revolución de Chávez. Importa pues, el circo que en realidad es este proyecto revolucionario. Y cuando digo circo, me refiero al discurso mediático – mediático, sí – organizado desde las altas instancias del poder para mitificar. Desde la negación de la crisis del Estado, incapaz de solucionar los problemas reales de los venezolanos, hasta la desnaturalización de los principios democráticos.
Al populacho, no obstante, parece importarle poco que este gobierno cercene sus libertades, sólo porque hay que castigar a los adecos y a los copeyanos. Porque los idiotas, que también los hay ilustrados, olvidan que ellos, ayer, también votaron por AD y COPEI. Olvidan que, en 1988, con el mismo furor que hoy expresan por Chávez, gritaban a voz en cuello que con los adecos se vivía mejor.
El show sigue. Chávez abre el telón cada mañana y divierte a tiros y troyanos con su circo. Mientras tanto, nos castramos sólo para desairar a la mujer.

Hacer lo correcto

Se habla mucho de la popularidad de Chávez. Luis Vicente León declaró en una entrevista que el presidente se perfilaba como un titán y que se requería de un héroe para sustituirlo. En primer lugar, le recuerdo al presidente de Datanálisis que los titanes existen en la mitología para aparentar ser poderosos, pero en todo caso, su poder está fatalmente vinculado al fracaso. Pero no entremos en estas discusiones jungianas y centrémonos en lo verdaderamente importante: el problema no estriba en la popularidad de Chávez (o de otro), sino en la oferta que se le está haciendo a los venezolanos.
El gobierno, a cuenta de una popularidad que consta únicamente en actas de votación cuya credibilidad puede cuestionarse, viene sustituyendo la democracia por un modelo socialista a espaldas de la inmensa mayoría de los venezolanos, si asumimos como ciertas las encuestas. Ése es el pivote de la discusión. En tiempos del Tercer Reich la mayoría apoyaba las medidas del führer. ¿Se justificaba entonces el holocausto judío?
A veces no se trata de popularidad sino de hacer lo correcto. La población de los Estados Unidos no deseaba ir a la guerra pero el presidente Franklin Roosevelt bien sabía que su nación mal podía mantenerse al margen de la guerra. Los ingleses tampoco deseaban ir a la guerra pero Winston Churchill tuvo el coraje de ofrecerles sólo sangre, sudor y lágrimas, porque eso era lo correcto.
Excusarse en la popularidad resulta fatuo. Sobre todo cuando urgen medidas para salvaguardar la democracia venezolana. Se trata de contener las aspiraciones del caudillo barinés de erigir a Venezuela como el nuevo cónclave del atraso. No insinúo fórmulas violentas, como un golpe de Estado, que puede traer tan sólo una situación peor a ésta. Me refiero a hacer uso de todos los mecanismos legales posibles, dentro y fuera del territorio, para impedir que el gobierno continúe absorbiendo todo el poder posible.
Para ello urge desmontar el discurso, de un lado propagandístico, del otro, políticamente correcto, para sustituirlo por uno coherente, constructivo, que en vez de avivar la división de bandos, reúna a los venezolanos alrededor de los temas verdaderamente importantes, y, sobre todo, que desenmascare frente a los millones de ilusos, ciertamente enamorados por la idea de otro país, este tinglado comunista que, disfrazado de propuesta vanguardista, nos retrotrae a épocas ya superadas por la humanidad.

Francisco de Asís Martínez Pocaterra