viernes, 17 de noviembre de 2023

  

   Adentrándonos en aguas agitadas

Se podrá decir de alguien cualquier eufemismo que justifique sus errores y vicios, pero sus actos siempre se explican por sí solos.

Quizás, no hemos abordado la crisis debidamente, y, como los cometas errantes alrededor de los planetas, solo orbitamos en torno a la crisis. No deseo empero, descalificar otras opiniones, en tanto que, aunque mejor fundamentadas unas que otras, son solo eso, y, por lo tanto, tonto sería tenerlas como verdades, y por ello, me atengo, dentro de lo posible, al análisis de los hechos.

     Sabemos bien que la esencia del gobierno revolucionario (epíteto endilgado por sus más altos jerarcas) es un tema controvertido. No voy a incluir a quienes abiertamente abrazan la causa. Me limito a quienes, dentro de los diversos grupos opositores, creen que es tan solo una gestión deficiente, acaso envilecida por una depredación escandalosa de los dineros públicos, y quienes, tildados por ello de radicales, lo consideran una dictadura e incluso, una con vocación totalitaria.

     Viene al caso pues, zanjar esta incógnita. Sé que para muchos pensarán que se reduce a meras opiniones, y que, por ende, apegado a planteamientos lógicos, carece de solución. Sin embargo, si leemos el enunciado de la Declaración de Independencia estadounidense, veremos que sí es posible calificar un régimen político objetivamente, y que de esa valoración depende su legitimidad y el derecho ancestral a desconocer su autoridad (razón que justifica de iure la independencia de los pueblos americanos). Si nos hacemos pues, las preguntas pertinentes, entonces podremos resolver esta interrogante.

     Las crisis políticas son como los tonos grises, que varían entre el blanco y el negro. Si bien unas se originan en la gestión negligente o errada del Estado, pero que en modo alguno representan una amenaza para la alternabilidad democrática (prevista en la constitución como uno de los elementos definitorios del gobierno), otras tienen su origen en la voluntad autocrática de los jefes, que con maniobras ilegítimas no solo cercenan la posibilidad de alternar al gobierno, sino que concentran el poder político (uno de los atributos del Estado) en una persona o grupo.

En el primer caso, aun cuando la popularidad del mandatario decaiga estrepitosamente, no perderá su legitimidad y en todo caso el propio sistema ofrece mecanismos razonablemente eficaces para generar cambiar a los gobernantes. En el segundo, la actividad del gobierno se orienta esencialmente a la preservación del poder, sin importar si sus actos son ilegales y aun criminales, y, por ello, no solo pierden la legitimidad que eventualmente pudieron tener por su origen democrático, sino que la gestión gubernamental y la respuesta del Estado a las exigencias ciudadanas pierde interés, con el resultante colapso de las funciones propias del Estado y del gobierno.  

En uno y otro caso, el tratamiento no puede ser el mismo, ni las estrategias para resolver la crisis, las mismas.

Antes de continuar, viene al caso aclarar que el derecho es una ciencia y por ello, está subordinada al método científico. Tiene reglas y formas, tiene principios bajo los cuales se interpreta el Estado de derecho. No basta pues, que un organismo, aun si se trata de uno de los tres poderes públicos convencionales, en nuestro caso, la cabeza del Poder Judicial (el TSJ), emita dictámenes y decrete medidas, sino que, como órgano técnico, está subordinado a la juridicidad y, desde luego, al Estado de derecho. Podemos decir por ello, que el respeto por ambos concede la legitimidad indispensable al gobierno para ejercer la autoridad.   

Viene entonces al caso hacerse preguntas cardinales, cuyas respuestas deben ceñirse a las circunstancias, y, en modo alguno, a las opiniones. Distinto del periodo comprendido entre enero de 1958 y febrero de 1999, con sus faltas, el Estado de derecho se respetaba dentro de márgenes razonables, hoy por hoy, cualquier examen jurídico de la actividad gubernamental de los últimos veintitantos años desnudaría la violación sistemática del Estado de derecho, de la ley y de las mínimas normas de convivencia democrática.   

¿No existe un juicio ante la Corte Penal Internacional por la perpetración de delitos de lesa humanidad? ¿No se suman los informes de variadas comisiones multinacionales sobre violaciones sistemáticas de los derechos humanos? ¿No se ha cuestionado gravemente en los foros internacionales competentes la independencia de los distintos Órganos del Poder Público? ¿No han migrado, por variadas razones, millones de venezolanos, aun por caminos inadecuados? ¿No se han violado normas procesales penales en los juicios contra los presos políticos, y no se cuentan alrededor de 300 personas acusadas de sedición y traición a la patria sin que medien un mínimo de evidencias para procesarlos? Son más, y estas, solo unas cuantas preguntas. No puede responderlas el gobierno con un repugnante positivismo, semejante al que permitió las Leyes de Núremberg.

Para unos, entre ellos medio centenar de gobiernos verdaderamente democráticos (cuya definición como tales tampoco procede del capricho de los intérpretes), las respuestas a esas preguntas, basándose en los hechos, deben responderse afirmativamente, y, por ello, el régimen revolucionario perdió su legitimidad de origen. A la luz del derecho contemporáneo, el gobierno venezolano ha violado sistemáticamente tratados internacionales suscritos por la República sobre Derechos Humanos y principios democráticos (Carta de San Francisco, Carta de Bogotá y un largo etcétera que incluye el Estatuto de Roma), y que por ello se tiene como ley aplicable en Venezuela.

No podemos concluir sin hacer mención al colapso causado por políticas erráticas, el dogmatismo, la política internacional del compadrazgo y, desde luego, el descarado y ciclópeo latrocinio, acaso comprable con el que manchó al régimen liberal amarillo durante la segundad mitad del Siglo XIX.

Entiendo que los altos funcionarios del gobierno defiendan su legitimidad y su derecho a ejercer la autoridad. Sin embargo, no podemos los venezolanos, ignorar estas interrogantes, estas consideraciones de hecho, que, en todo caso, justifican y legitiman el allanamiento de una solución cuanto antes sea posible, porque, y he aquí un hito determinante en este asunto, la alternancia no solo peligra realmente, sino que, en lo que parece ser una estrategia para hegemonizar el poder, el gobierno aspira eliminarla de facto, aunque de iure exista (apenas como una probabilidad ciertamente remota).

No creo que el atajo del golpe de Estado sea pertinente, como sí lo creyó en su oportunidad el expresidente Chávez. Por lo contrario, me opongo al mismo, porque más que una solución a la crisis, es un salto al vacío, que por lo general acaba en órdenes mucho peores. Sin embargo, a diferencia de tantos, no solo considero al voto tan solo como una herramienta para dirimir diferencias colectivas, sino que además la tengo como una bastante deficiente (aunque la mejor de cuantas hay, o, para hacer uso del sarcasmo de Winston Churchill, la menos mala). Creo pues, que el sufragio, y no el voto, es una institución eficaz dentro de un contexto jurídico-político favorable.

Hoy, emerge un fenómeno político potente, poderoso, que, como no ocurría en años, despierta la esperanza y, dadas sus características particulares, propicia el reacomodo de fuerzas, la alteración del statu quo, y, por ende, las circunstancias políticas para que, distinto de otras ocasiones, el sufragio cumpla su cometido, si se hace, por supuesto, el trabajo necesario, que es ciertamente azaroso, pero hoy mucho más factible que antes.   

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