Uno lee articulistas, como Fausto Masó, por
ejemplo, y siente un mal sabor en la boca. Una amargura profunda. Ésa que causa
el miedo, más bien el terror, porque, no lo dudo, Nicolás Maduro no está
jugando. Su meta es cumplir el sueño de su taita. Y ése no es otro que el
delirio comunista. Ése que arruinó a Rusia y con ella a un número significativo
de países que siguieron su doctrina. Ése que mantiene a cuba al borde de la
inanición.
No cabe duda de la necesidad de girar a la derecha.
Solo así puede salvarse la república de un desastre económico, antesala de un
desastre político. Sin embargo, el tonto, dice el refranero popular, no ve la
brizna en el ojo propio. Y Maduro, inmerso en la desesperación de los hermanos
Castro (o secuestrado por ellos), se aferra a una idea delirante, cuya
inviabilidad quedó demostrada. Por ello, como lo dice Masó, su discurso, su
pelea con los Estados Unidos, se perfila como el nuevo dogma revolucionario… la
guerra económica y la conspiración del imperio, frases manidas, copiadas de una
dictadura que sobrepasa el medio siglo.
No doy un centavo por la inteligencia de Maduro,
que dogmatizado como está por el comunismo retardatario y monárquico, no
comprende este nuevo mundo, surgido precisamente de las clases medias, de la
tecnología al alcance de todos. Un mundo donde no hay lucha de clases, sino el
avasallante triunfo de un modelo que asegura mejor que cualquiera otro el más
preciado bien de todo ser humano: su libertad. Maduro, cegado por una cúpula
podrida pero enquistada en el poder como parásitos en la barriga de los
muchachitos tripones, no entiende que su proyecto – el de su amado taita - es
la causa del desastre económico que permite un acto tan cruel como sórdido, el
saqueo de un camión mientras su chofer agonizaba.
La MUD, los líderes opositores, deben entender que
Maduro no va a cejar su empeño por hacer de Venezuela una copia del modelo
cubano, sobre todo en ese afán por negar a todo mundo su derecho a ser libre,
porque la miseria esclaviza por igual a favor de un patrono o de un gobierno, y
al fin de cuentas, esclavo es esclavo. Su propia existencia está amenazada
porque eso persigue la Ley Habilitante. Ya hemos visto suficiente para creer
que la corrupción va a perseguirse más allá de quienes resulten molestos para
el régimen. Maduro, desde luego, no está jugando, como tampoco toda la ralea de
oportunistas que han sacado provecho la idiotez revolucionaria.
Otras facciones tampoco están jugando. Los
empresarios, carentes de dólares, al borde de la quiebra y asfixiados por un
modelo que castiga la productividad y premia las empresas de maletín (en su
mayoría dominadas por la naciente élite revolucionaria), tanto como otras
manifestaciones de esa sociedad decadente que somos hoy por hoy, no van a
quedarse de brazos cruzados, esperando su turno en la fila hacia el cadalso.
Ellos terminarán por defenderse, como lo hicieron años atrás, al llevar a la
presidencia al responsable de toda esta crisis horrenda: al jefe de una asonada
militar fracasada, el “comandante” Hugo Chávez.
No son juegos. Y las secuelas de tamaña
irresponsabilidad pueden ser – y seguramente serán – catastróficas. A la oposición
le corresponde hacer lo suyo, oponerse y servir de muro de contención. A las
personas con un mínimo de criterio en el gobierno, imponerse, como servidores
que son de un pueblo, no de un difunto, y exigir la necesaria enmienda. No se
trata pues, de unos u otros, sino de hacer lo correcto. Y lo correcto es
ofrecer real y efectivamente una mejora en la calidad de vida de la mayor
cantidad posible de ciudadanos. Por ahora no tenemos eso, por ahora solo nos
resta el odio sembrado por el comandante difunto, que anima y nutre el discurso
de sus causahabientes.