martes, 29 de octubre de 2013

Si no quiere calles sucias, ¡no las ensucie!

Muchos creen que la deposición del presidente Maduro es la solución a la profunda crisis que adolece esta aporreada nación. Podría ser en parte, dada la tozudez del equipo de gobierno en materia económica. No obstante, no es ésa la verdadera salida.

La crisis venezolana no es circunstancial. Tristemente debemos asumir que es endémica. Se debe a una concepción errónea de lo que debe ser el Estado, de sus fines y de su relación con el pueblo. Así mismo, hay una idea equívoca de lo que debe ser un gobierno. El venezolano se ha ido habituando a un Estado todopoderoso y benefactor, cuya inviabilidad quedó patentada mucho antes de la llegada de la revolución al poder.

Si en verdad deseamos salir airosos de esta crisis (que es la misma que venimos sufriendo espasmódicamente), necesitamos cambiar nosotros primero y desde esa modesta metamorfosis íntima, alcanzar los cambios necesarios para encausarnos hacia el desarrollo y el progreso. La transformación no viene del Estado – o una élite – hacia abajo, sino todo lo contrario. Surge de la gente común y corriente que termina reflejándose en el liderazgo.

Somos una sociedad majadera e inmadura. Esperamos del Estado lo que como ciudadanos debemos hacer. Tenemos que responsabilizarnos por nosotros mismos. Solo así el Estado dejará de ser lo que hasta hoy ha sido y evolucionará hacia algo mejor, más eficiente y serio, que no solucione los problemas de la gente, que son de cada uno y de cada uno depende solucionarlos, sino que fomente los procesos y mecanismos para que las personas se desarrollen de acuerdo a sus intereses y capacidades. Dicho de una forma simple: Si no quiere calles sucias, ¡no las ensucie! 

miércoles, 16 de octubre de 2013

La diferencia entre la rectificación y la sinvergüenzura


    Hoy y ayer, no importan las fechas, han salido al paso en este país de aventureros, personajes que han prestado su inteligencia a las más viles vagabunderías. No cito nombres, porque la lista es larga y no deseo excluir a nadie, pero no hay dudas que felicitadores los tuvo Castro pero también otros, antes y después. La adulación ha sido la impronta de muchos, cuya calidad intelectual les debía haber sugerido no prestarse para tropelías. Pero, decía el general Douglas MacArthur, todo hombre – o mujer, para no incurrir en violencia de género – posee un precio. Algunos resultan realmente baratos.
Usted podrá decir que un hombre puede rectificar y yo le aseguro que es así. Sin embargo, la rectificación es humilde, la sinvergüenzura es soberbia. Durante la época de la guerrilla (1964-1967), hubo hombres y mujeres que desde finales de 1965 ya manifestaban la imposibilidad de un triunfo militar y que el camino era – y ciertamente lo es – la institucionalidad democrática. Hombres y mujeres que evolucionaron su pensamiento y sin claudicar la base de sus ideales, comprendieron que la revolución armada no era la forma de obtener mejoras para las clases pobres venezolanas. Ésos son personas humildes que rectificaron y son hoy claras referencias políticas, aunque pueda uno estar o no de acuerdo con ellos.
Hay no obstante, otros, que ayer elogiaban la revolución y que luego, de ella hicieron severas críticas, para después, volver sobre sus dichos y asegurar que está bendita. Hombres que acusaron con tremendos epítetos al liderazgo revolucionario y que luego, como si las palabras se las llevase el viento de la memoria de los hombres, elogian sin ambages a quienes antes eran objeto de sus críticas. No hay en ellos un ápice de humildad ni de disposición para rectificar. Hay, sin dudas, ambiciones mezquinas, deseos inconfesables, por los que, quienes no practican las virtudes, ponen de lado sus propias convicciones y se prestan al juego de quienes pueden complacerlos.
Estos felicitadores son sin embargo, poco confiables. Su ética se reduce al precio que por sus servicios pagan los dictadores y, por qué negarlo, también algunos líderes democráticos, dados a la exagerada celebración de sus logros. No son fiables, porque, como ocurre con los mercenarios y condotieros, no libran sus luchas por ideales, sino por el beneficio que ésta les reporta.


martes, 8 de octubre de 2013

El show debe seguir

Leo en el blog de Milagros Socorro un artículo suyo de septiembre del año pasado, sobre la forma como el caudillo aspirante a la inmortalización se refirió a la tragedia de Amuay. Si no entendí mal, la periodista quiso hacer referencia a la concepción que del ejercicio del gobierno tienen estos autoproclamados revolucionarios, como es la de ser la gestión del Estado un show, que sin importar qué vicisitudes horrendas puedan ocurrir tras bastidores, debe continuar para garantizarle a los productores sus cuantiosos beneficios.
Esa visión recuerda los circos fascistas organizados por Benito Mussolini en la Plaza Venecia. Unas concentraciones de algunas decenas de miles de personas, que, cual tinglado, ejercían su rol de pueblo, para investir al fascismo de una legitimidad callejera. Antes Chávez y ahora Maduro, con su “gobierno de calle” (¿Será porque recorre las calles como las putas en busca de clientes?), hicieron de esos shows un modo de venderse como una mayoría aplastante, autorizada popularmente para avasallar al adversario político, quien no es visto como tal sino como un enemigo al que se le niega hasta un vaso de agua.
Este gobierno no urge de logros, que ciertamente no los tiene. Necesita una propaganda ensordecedora que acalle la verdad. Sigue al pie de la letra la cartilla de la propaganda nazi. A Chávez jamás le importó si su administración lograba algún éxito real en materia económica. Su único propósito era “vender” logros, aunque fuesen solo un show televisado.  
Nicolás Maduro sigue ese ejemplo, convocando masas que tiñan burdamente de legitimidad su gobierno, empañado por unas elecciones señaladas por la Unión Europea y el Centro Carter, una nacionalidad dudosa, una gestión deplorable. Su gobierno callejero busca eso, mostrar por los medios unas masas enloquecidas, apoyando con sus gritos histéricos hasta su propia defenestración.
Este régimen ha hecho del ejercicio del gobierno una fastuosa exposición de ilusiones, payasadas y malabares, en la que la ciudadanía no es más que la galería ruidosa en las gradas, que se deja convencer con la magia del tinglado para olvidarse de sus miserias aunque sea por un rato. Pero no cabe la menor duda, más tarde, más temprano, la función siempre acaba.


Por quién doblan las campanas

Puede que pase algo, puede que no. No hay modo de saberlo. Acaso, apenas podemos intuirlo. No obstante, la historia enseña. Basta mirar atrás para atisbar alguna suerte de escenario posible entre los imaginables. Mirar el caso de Chile parece prudente. El resultado definitivo de una empresa imbécil como la adelantada por Salvador Allende fue cruento, pero la mitad de los chilenos apoyó el golpe. Así de simple, porque al fin de cuentas, la gente termina siendo siempre simple.
Cabe la posibilidad de que Venezuela se cubanice. Claro. Las masas pueden volverse flojas, mediocres; conformarse con las migajas. Pero ése no es el problema. No se trata de usted o yo, que realmente podemos hacer muy poco, salvo votar, hacer apostolado… ¡Se trata de los entes decisores! Se trata de los empresarios, de los banqueros, de los dueños de los medios y, por supuesto, los militares. Se trata pues de eso que algunos llaman el establishment.
Las masas, en caso de desesperarse, podrán actuar caóticamente, como pasó en febrero de 1989. Ha habido malas señales, como el caso del camionero accidentado fatalmente en la autopista Francisco Fajardo, desgarrador y muestra de la ruindad reinante. Sin embargo, no parece creíble su determinación y organización necesarias para deponer un gobierno, aun uno muy deficiente como éste. Esa empresa – costosa y complicada – solo puede emprenderla un grupo organizado, con recursos suficientes y lo más importante, con mucho que perder, que justifique una aventura semejante.
Olvide usted las frases manidas de los analistas de fiestas, sea de los que auguran la inminente caída del gobierno como los pesimistas, seguros de la pasividad de los venezolanos. La verdad es que todo depende de la decisión de los grupos decisores, los que detentan el genuino poder, sea en las filas opositoras o en el propio chavismo. Ésos que tienen mucho que perder (o mucho que ganar).

No hay bola de cristal. Hay tendencias y semejanzas, posibles ejemplos de lo que eventualmente podría ocurrir en Venezuela. Sin embargo, no hay modo de saber qué juego juegan esas cúpulas decisoras, que ayer tumbaron a Pérez y pusieron a Chávez. Tal vez la partida nacimiento de Maduro sea el chequecito que puso a Pérez de patitas en la calle. Tal vez las partes tengan tanto miedo que prefieran otras opciones a seguir encausados por este delirio… o puede que estén ganando tanto que nosotros estemos jodidos. 

No son juegos

Uno lee articulistas, como Fausto Masó, por ejemplo, y siente un mal sabor en la boca. Una amargura profunda. Ésa que causa el miedo, más bien el terror, porque, no lo dudo, Nicolás Maduro no está jugando. Su meta es cumplir el sueño de su taita. Y ése no es otro que el delirio comunista. Ése que arruinó a Rusia y con ella a un número significativo de países que siguieron su doctrina. Ése que mantiene a cuba al borde de la inanición.
No cabe duda de la necesidad de girar a la derecha. Solo así puede salvarse la república de un desastre económico, antesala de un desastre político. Sin embargo, el tonto, dice el refranero popular, no ve la brizna en el ojo propio. Y Maduro, inmerso en la desesperación de los hermanos Castro (o secuestrado por ellos), se aferra a una idea delirante, cuya inviabilidad quedó demostrada. Por ello, como lo dice Masó, su discurso, su pelea con los Estados Unidos, se perfila como el nuevo dogma revolucionario… la guerra económica y la conspiración del imperio, frases manidas, copiadas de una dictadura que sobrepasa el medio siglo.
No doy un centavo por la inteligencia de Maduro, que dogmatizado como está por el comunismo retardatario y monárquico, no comprende este nuevo mundo, surgido precisamente de las clases medias, de la tecnología al alcance de todos. Un mundo donde no hay lucha de clases, sino el avasallante triunfo de un modelo que asegura mejor que cualquiera otro el más preciado bien de todo ser humano: su libertad. Maduro, cegado por una cúpula podrida pero enquistada en el poder como parásitos en la barriga de los muchachitos tripones, no entiende que su proyecto – el de su amado taita - es la causa del desastre económico que permite un acto tan cruel como sórdido, el saqueo de un camión mientras su chofer agonizaba.
La MUD, los líderes opositores, deben entender que Maduro no va a cejar su empeño por hacer de Venezuela una copia del modelo cubano, sobre todo en ese afán por negar a todo mundo su derecho a ser libre, porque la miseria esclaviza por igual a favor de un patrono o de un gobierno, y al fin de cuentas, esclavo es esclavo. Su propia existencia está amenazada porque eso persigue la Ley Habilitante. Ya hemos visto suficiente para creer que la corrupción va a perseguirse más allá de quienes resulten molestos para el régimen. Maduro, desde luego, no está jugando, como tampoco toda la ralea de oportunistas que han sacado provecho la idiotez revolucionaria.  
Otras facciones tampoco están jugando. Los empresarios, carentes de dólares, al borde de la quiebra y asfixiados por un modelo que castiga la productividad y premia las empresas de maletín (en su mayoría dominadas por la naciente élite revolucionaria), tanto como otras manifestaciones de esa sociedad decadente que somos hoy por hoy, no van a quedarse de brazos cruzados, esperando su turno en la fila hacia el cadalso. Ellos terminarán por defenderse, como lo hicieron años atrás, al llevar a la presidencia al responsable de toda esta crisis horrenda: al jefe de una asonada militar fracasada, el “comandante” Hugo Chávez.
No son juegos. Y las secuelas de tamaña irresponsabilidad pueden ser – y seguramente serán – catastróficas. A la oposición le corresponde hacer lo suyo, oponerse y servir de muro de contención. A las personas con un mínimo de criterio en el gobierno, imponerse, como servidores que son de un pueblo, no de un difunto, y exigir la necesaria enmienda. No se trata pues, de unos u otros, sino de hacer lo correcto. Y lo correcto es ofrecer real y efectivamente una mejora en la calidad de vida de la mayor cantidad posible de ciudadanos. Por ahora no tenemos eso, por ahora solo nos resta el odio sembrado por el comandante difunto, que anima y nutre el discurso de sus causahabientes.