El
oro de los tontos
Muchos
gambusinos, hombres que abandonaron todo en busca de oro y riquezas, fracasaron
en su empeño. Deslumbrados por el falso brillo, no advirtieron que era pirita y
no oro su hallazgo.
La verdadera genialidad
no refulge, como sí chillonamente las burdas imitaciones del oro. No
resplandece. La brillantez solo subyace en la belleza incalculable de las
respuestas bienintencionadas y en la humildad de quien las ofrece. En cambio,
la mediocridad se nutre del resentimiento viscoso de la escoria humana y la
necesidad de la loa y la adulación. Tristemente, mientras unos llevan una vida
sin el ruido de los lujos y la aclamación de sus iguales, otros no solo venden
su alma al diablo por estas bagatelas, sino que ceban sus egos como el granjero
al puerco que matará el sábado.
En Venezuela abundan los mediocres, y,
huelga decirlo, no se requieren para la titánica tarea de reconstruirla. Sin
embargo, en un reino plagado de necios banales, solo basta parecer inteligente
para descollar. No obstante, sí existen voces verdaderamente sabias, y desde
sus modestas tribunas pregonan verdades, esas que avalan los hechos y la
contundente realidad. Sin embargo, son opacadas por el ruido estridente de los
sandios. Tal vez sea tiempo de decirlo, no necesita nuestro país, inmerso en
una profunda crisis, vendedores de humo urgidos del halago. Necesitamos hombres
y mujeres que, sin detenerse en melindres propias de quien cuida más sus
propias arcas que ofrecer soluciones, tracen derroteros creíbles, ciertamente
posibles. Las quimeras, quimeras son.
Cegados por un cortinaje feo, barato,
propio de los tinglados de pueblo, como el de la triste farsa de la que hablaba
don Jacinto Benavente, los ciudadanos se deslumbran con el oro de los tontos. No
necesitamos piedras de pirita pues, sino genuino oro. Y este es caro precisamente
porque no abunda.
De viejos abogados, colegas a quienes ni
siquiera imagino tener con qué emularlos, aprendí que antes de responder, es de
sabios meditar las respuestas. Las palabras, como la leche, no pueden recogerse
una vez derramadas. Y de mi madre, que rectificar, más que sabio, es un acto de
honestidad. Sin embargo, a diario hallo en las redes, reducto informativo de
los venezolanos, voces precipitadas, irreflexivas y tercas, ciertamente
soberbias. Nuestra crisis es grave, profunda y sus raíces trascienden en gran
medida a este periodo, sin dudas el pináculo de viejos y graves vicios. Por
ello, su genuina solución no puede limitarse a un evento, que, invariablemente,
no deja de ser tan solo una herramienta entre otras muchas. Ahondar en la necesaria
transición exige sumergirse en las aguas profundas, porque el día siguiente de
una virtual victoria de la oposición en las urnas será apenas el comienzo de un
camino difícil y azaroso. Las bestias acecharán por doquier para dar su
zarpazo, su dentellada.
Se dice que el hombre, y solo este,
tropieza dos veces con el mismo obstáculo, y digo yo, que lo hace porque es, a
diferencia de otros animales, el único que peca de soberbia. Los ensayos
fallidos más que errores, son enseñanzas. Sin embargo, como los avaros y los
pródigos en el infierno de Dante, unos culpan a otros por fracasos que, sin
dudas, nos empapan a todos. Es tiempo de meditar, de reflexionar y reconocer
humildemente que no hay amos y señores de la verdad y que esta no se resguarda solamente
en sus matacanes. Es hora pues, de hermanarnos en una causa común: hacer de
Venezuela una tierra de gracia.
Es tiempo pues, de repensar estrategias, de
construir derroteros que nos lleven más allá de unas elecciones, de un evento
que, como el humo, puede desvanecerse en la ventisca. Nos alcanzó la urgencia
de abandonar posturas obstinadas. Nos corresponde diferenciar la pirita del
genuino oro.