Ex
dolore ruina ad unitatem redimendam
(Del penoso colapso a la unidad redentora)
En medio de una de las
más horrendas crisis que hayamos padecido los venezolanos, la oposición se
fractura no sin la ayuda de analistas que, aquejados de viejas taras, desprecian
la candidatura de quien resultara electa casi por unanimidad el pasado 22 de
octubre. Sus razones encierran pusilanimidad o motivaciones inconfesables, o,
si les otorgamos el beneficio de la duda, preñadas de un pragmatismo monstruoso.
Todavía más, la nación se fractura en pugnas mezquinas, estériles, justo cuando
necesita mayor unidad. La incapacidad de liderazgo para conciliar acuerdos
perjudica a los ciudadanos, que, a diario, se ven forzados a sortear
calamidades y desgracias de todo tipo. Más allá de sus diferencias naturales,
que son saludables y en principio nutren las ideas y las propuestas, está la
tozudez de todos, el dogmatismo yermo y la intragable soberbia. Conscientes de
sus propias deficiencias o no, le hacen la tarea al gobierno.
Unos y otros, acaso sin percatarse de ello,
obvian la esencia de todo esto: la transición. En la mayoría de los casos, muchos
se limitan a rascar la superficie, a reflotar en el estanque como los sapos y
los nenúfares. No ahondan. Reducen todo a eventos formales cuya realización
podría ser estéril, y así lo creemos muchos, o a alucinaciones, como invasiones
que no van a ocurrir o golpes de Estado, posibles, desde luego, pero ciertamente
indeseables. La transición no depende de
la forma como se manifieste, sino de los hechos que ciertamente la materialicen.
Las formas son adjetivas a un propósito sustantivo. Votar es tan solo un medio,
que, de no asegurarse su finalidad ontológica, como lo es la aplicación
efectiva de la decisión de los ciudadanos, quedaría restringido a un acto árido,
a un sainete.
La transición implica más que el cambio de
autoridades, lo cual es, evidentemente, un paso más entre muchos otros. Supone una
reformulación de la relación entre el gobierno y los ciudadanos, de modo que el
Estado pueda cumplir sus fines naturales. No basta acudir a un circo, en el
que, eventualmente (no podemos negar que en todo caso es una posibilidad),
puedan resultar reelectas las actuales autoridades, y con ello, prolongarse la
agonía de los ciudadanos y de la nación. Aunque no nos guste y aunque contraríe
la justa causa por la reinstitucionalización del país, esa probabilidad existe.
El trabajo de la oposición es precisamente ese,
aunar esfuerzos y reunir voluntades, aun si tal cosa implica ceder intereses
particulares para construir espacios comunes, y ofrecerle a la ciudadanía la
anhelada transición (su genuino deseo). Los ciudadanos no desean simplemente votar,
sino transitar desde este colapso general hacia un modelo realmente democrático
(conforme a la definición académica del término y no a lo que caprichosamente
califiquen como tal). Desean sí, que, de ser factible, ese cambio se dé
mediante el sufragio. Aunque pueda prestarse a confusión (por un análisis
superficial), no es lo mismo ni conlleva las mismas consecuencias.
Para un sector, basta llegar a unas
elecciones, votar, aunque no elijamos, y esperar unos resultados, posiblemente
amañados, que, lo más seguro, preserve el statu quo, para que, mágicamente,
ocurra un milagro. Entraña ello convertir al sufragio en un rito, en una suerte
de conjuro que de la noche a la mañana va a hermanarnos, cuando bien sabemos
que seguramente ahonde aún más las diferencias y la perniciosa polarización.
Para otro, la única salida es un alzamiento militar y la acción del hombre
fuerte, que, de ocurrir, y Dios sabe que esa no es una eventualidad improbable
(aunque indeseable), sería un riesgoso salto al vacío,
cuyos resultados, además de desconocidos, podrían empeorar profundamente
nuestra ya compleja realidad. En ningún caso, se ha labrado el terreno para
cosechar instituciones robustas, y, por ende, desarrollo y prosperidad.
Debemos todos pues, esforzarnos por reunir
al mayor número de actores, que no dudo, aun en las filas del PSUV, estarán
preocupados por el colapso de la nación e interesados en su
reinstitucionalización (más allá de las diferencias ideológicas). Solo
congregados en torno a las coincidencias, aunque sean mínimas, podremos trazar
un futuro mejor para nosotros mismos y nuestros hijos y nietos.
Sin ánimo de parecer parcializado (aunque,
lo reconozco, todos, incluido yo, tenemos nuestras afinidades y simpatías), en
este momento, el liderazgo de María Corina Machado representa ese fenómeno que
bien podría desarticular institucionalmente y sin violencia – al menos de parte
de las fuerzas opositoras, y no dudo, de buena parte de los simpatizantes del
gobierno – las aspiraciones hegemónicas de un grupo minoritario, radicalizado,
ciertamente nervioso (y por ello, sumamente peligroso).
Deben las fuerzas
interesadas en el cambio, depurarse, desechar la hierba mala y cosechar
voluntades ganadas por un genuino cambio, así como fortalecer no la candidatura
de Machado (que no puede deslegitimarse bajo una burda inhabilitación contraria
a principios fundamentales del derecho y a la debida juridicidad y a un
inaceptable pragmatismo cobarde), sino la voluntad de los ciudadanos, que
vieron en ella un liderazgo comprometido más allá de unas elecciones, e
incluso, del propio sufragio.
No puedo concluir sin
advertir que lo que para unos es una realidad ineludible, para otros es solo
pusilanimidad. Que rezongar y ofrecer ofensas no va a ganar votos, sino, por el
contrario, agrandar el rechazo y fomentar una abstención que, en estos
momentos, no está planteada por los actores políticos relevantes, aunque no
falten dedos para señalar a Machado (y a quien critique la solución que alguien
cuyo nombre no quiero repetir llamó paz autoritaria). Aceptar las reglas del
gobierno, que allende la trampa y el fraude, conculcan el derecho al voto y
vacían de su contenido a la institución del sufragio, mal puede llamarse
realista. Se traduce solo en una actitud cómoda (ymedrosa ), cuyos resultados
trasteamos penosamente los ciudadanos, severamente castigados por el colapso.
Cabe preguntarse, como la
mujer del coronel hambreado que nos cuenta García Márquez, qué carajos hacemos
los venezolanos mientras de sainete en sainete, de pelea de gallos en pelea de
gallos, pasan los días y los años, los malditos veinticinco años de desgracia
revolucionaria que cargamos a cuestas, como sus miserias, el coronel y su mujer.
Y, lo más crudo, ¿y si pierde el candidato? ¿Mierda? ¿Tan solo mierda?