Más
allá del mensaje, donde los hombres combaten hasta morir
«The Guardian», prestigiosa
publicación británica fundada hace más doscientos años, durante la campaña
presidencial estadounidense del 2016 ya comparaba a Donald Trump con Hugo Chávez.
Sé que muchos, cegados por la anacrónica división del espectro político entre izquierda
y derecha (ajena a los nuevos paradigmas), entenderán esta comparación como una
ofensa. Sin embargo, pese a ver la economía desde tribunas disímiles e incluso,
opuestas, su conducta y su concepción del poder son idénticas. Desgraciadamente,
se unen a esta peña muchos más. Víctor Orbán, Nayib Bukele, Recep Tayyip
Erdoğan, Nicolás Maduro, Daniel Ortega, Xi Jinping, Alexandr Lukashenko, Miguel
Díaz Canel, Vladimir Putin... Hoy por hoy, más del 52 % de la población mundial
vive bajo la sombra de democracias defectuosas y autocracias declaradas. Quizás
recuerde la década de los ’30 del siglo pasado, cuando los órdenes totalitarios
parecían imponerse.
En el mundo de hoy, separado del siglo
pasado por una insalvable brecha tecnológica, permite trazar una nueva
diferenciación política: autócratas y demócratas, con las mismas graduaciones
que antes planteaban la izquierda y la derecha (desde radicales, moderados y
los eclécticos). No es distinto Nayib Bukele de Daniel Ortega o de Xi Jinping,
ni Donald J. Trump de Vladimir Putin y Nicolás Maduro. En todos los casos
estamos en presencia de autócratas, de hombres fuertes negados a aceptar
disidencia alguna y que solo reconocen su voluntad como ley suprema. Otra cosa
es que al expresidente estadounidense y actual precandidato del Partido
Republicano para la contienda del año entrante, con posibilidades reales de
triunfo tanto de la nominación como de la presidencia de su país, lo amarren
instituciones más robustas que las de nuestros frágiles órdenes
republicanos.
Todos ellos, tiranos, no solo
desnaturalizan la realidad para crear un ambiente donde, parafraseando al
concepto que de posverdad nos ofrece el diccionario Oxford, los hechos
objetivos tengan menos influencia para definir la opinión pública que la
emoción y a las creencias personales, sino que polarizan de tal modo a la
sociedad con un discurso demagogo, o, para ceñirme las 3 P del profesor Moisés
Naím en su libro «La revancha de los poderosos», populista. Por último, esa elocuencia
sofista crea profundas e insuperables diferencias, las cuales impiden el
diálogo constructivo y nutren su hegemonía.
No es casual que de las primeras medidas
adoptadas por el gobierno revolucionario haya sido la institución de ese show
barato y de mal gusto, tribuna para la maledicencia y la gavilla contra un
sector de la sociedad (tomándome prestadas las palabras del doctor Arturo Uslar
Pietri para referirse al diario «El venezolano», fundado por Antonio Leocadio
Guzmán en 1840, junto a Tomás Lander). A Cuba le ha sido provechoso, al punto
que hoy, 64 años después de aquella entrada triunfal de «los barbudos» en La
Habana en enero de 1959, no existe una clase política emergente capaz de suceder
a una casta envilecida y corrupta. No ha surgido pues, en la isla antillana una
oposición robusta. Floreció sí, y se robusteció en parte por esa afinidad ciega
hacia el líder cubano, el talante autócrata de Fidel Castro, quien incumplió
todas las promesas hechas aquel primero de enero, salvo la de fusilar a los que
formaban parte del depuesto régimen presidido por Fulgencio Batista, y, con el
tiempo, a los disidentes, indistintamente de su origen (se rumora del derribo
del avión en el cual viajaba Camilo Cienfuegos, del abandono del Che en Bolivia
y de las razones aún oscuras del suicidio de Haydée Santamaría, pero el
encarcelamiento de Huber Matos por más de veinte años es un hecho histórico).
Del Che se sabe lo que al régimen cubano le
conviene (una imagen tan falsa del líder argentino como lo es Mickey Mouse), así
como del suicidio de Santamaría (28 de julio de 1980) se sabe muy poco, a pesar
de la carta que dejó (la cual tampoco es muy diáfana). Biógrafos no autorizados
de Fidel Castro y estudiosos de la revolución dejan ver que la decepción por el
giro que este le dio a la revolución motivó su fatal decisión. En 1986, el
accidente nuclear ocurrido en la planta Vladimir Ilich Lenin en la localidad
ucraniana de Chernóbil fue, en principio, encubierto por el entonces gobierno
soviético, presidido por Mijáil Gorbachov, aunque imposible de ocultar a las
naciones vecinas y los satélites (Suecia detectó a día siguiente partículas radioactivas
en la ropa de los trabajadores de la central nuclear de Forsmark en la
provincia de Uppland). En el año 2019, el gobierno chino trató de ocultar el surgimiento
del Covid 19 en la localidad de Wuhan. Hay más casos, muchos más.
Hoy, cuando la tecnología hizo trizas los
paradigmas propios del siglo pasado, y con los cuales construimos una sociedad
que ahora no los reconoce (ni puede, dada su obsolescencia), la desinformación
funge como un arma estratégica (asimilable a las de destrucción masiva por el
alcance del daño) para fortalecer autocracias iliberales, que unidas en un
frente unitario amenazan no solo a democracias debilitadas, sino que avivan la
eventualidad de una confrontación bélica de escala (la Tercera Guerra Mundial).
Quienes crean que los ayatolás iraníes defienden al Sagrado Corán no entienden sus
obscuras motivaciones, y que solo persiguen ellos el control de la sociedad de
su país, y latentemente el de todo el mundo musulmán (y nada mejor para ello que
la intolerancia religiosa) y, con el tiempo, hacerle la guerra a las
«perversiones» occidentales. Orwell vuelve a cobrar vigencia. Esta vez de un
modo que asombraría al mismo Joseph Göebbels.
Las autocracias confieren muchísima
importancia al discurso y a la posverdad. Aunque luego se desdijera, Trump
decía que de México solo venían «violadores» y que el país vecino pagaría por
el muro que él levantaría entre las dos naciones, obviando ese tercer país que
siempre surge en las regiones fronterizas. Sabemos, no solo él ha construido
tramos de un muro que, como la Gran Muralla, pretende (sin éxito) recorrer
3.169 kilómetros y aislar a Estados Unidos de inmigrantes «indeseados», así
como que el Estado mejicano no pagaría un centavo. Pero millones de votantes
estadounidenses se tragaron ese discurso, como también la infinidad de
calumnias que le levantaron a la excandidata presidencial (y vencedora en el
voto popular) Hillary Clinton. Por eso, ganó, y por esas mismas falsedades y
distorsiones, una muchedumbre exaltada asaltó Capitol Hill el 6 de diciembre de
2021 (impensable en una de las democracias más robustas del mundo). Y no solo
obtuvo la segunda mayor votación en la historia de Estados Unidos, sino que
tiene posibilidades reales de volver a la Casa Blanca en enero de 2025. Chávez
priorizaba la transmisión de ese show vulgar y fastidioso, que creó la
impresión de que era él un hombre culto, lo que es absolutamente falso. Chávez
era bastante ignorante. Salvo leerse las contraportadas y resúmenes de libros, y
citarlos como los loros dicen frases jocosas, era este oficial de rango
subalterno un hombre de corto bagaje cultural y académico, más atento a servir
de animador en saraos llaneros que a aprender el oficio castrense.
La posverdad no es pues, resultado de la
ignorancia sobre temas particulares, sino que, como sofisma que es, conlleva la
voluntad de engañar, de crear confusión sobre la realidad. De ese modo, y con
un propósito claro, ciertamente malsano, desarticula a la sociedad mediante
discusiones bizantinas y disputas absurdas, como el tono de piel de la reina
Cleopatra o el genocidio perpetrado por los colonizadores españoles en estas
tierras, cuyo número se nos hace mui difícil de creer, como lo afirma Carlos
Rangel en su obra «Del buen salvaje al buen revolucionario», en oposición a ese
compendio de fábulas, mitos y medias verdades que es «Las venas abiertas de
América Latina», del periodista uruguayo Eduardo Galeano. Gracias a las nuevas
tecnologías, la posverdad ha contaminado con sus tergiversaciones y su ánimo
polarizador a las sociedades, dividiendo al liderazgo entre autócratas y
demócratas, y a la sociedad misma en bandos ferozmente enemistados, al extremo
de poder ser la causa de guerras civiles, esas que poco antes de su muerte, el
historiador Manuel Caballero, con un tono ominoso, presagiaba.