sábado, 10 de junio de 2023

 


                                                                                                           

 

Más allá del mensaje, donde los hombres combaten hasta morir

«The Guardian», prestigiosa publicación británica fundada hace más doscientos años, durante la campaña presidencial estadounidense del 2016 ya comparaba a Donald Trump con Hugo Chávez. Sé que muchos, cegados por la anacrónica división del espectro político entre izquierda y derecha (ajena a los nuevos paradigmas), entenderán esta comparación como una ofensa. Sin embargo, pese a ver la economía desde tribunas disímiles e incluso, opuestas, su conducta y su concepción del poder son idénticas. Desgraciadamente, se unen a esta peña muchos más. Víctor Orbán, Nayib Bukele, Recep Tayyip Erdoğan, Nicolás Maduro, Daniel Ortega, Xi Jinping, Alexandr Lukashenko, Miguel Díaz Canel, Vladimir Putin... Hoy por hoy, más del 52 % de la población mundial vive bajo la sombra de democracias defectuosas y autocracias declaradas. Quizás recuerde la década de los ’30 del siglo pasado, cuando los órdenes totalitarios parecían imponerse.

     En el mundo de hoy, separado del siglo pasado por una insalvable brecha tecnológica, permite trazar una nueva diferenciación política: autócratas y demócratas, con las mismas graduaciones que antes planteaban la izquierda y la derecha (desde radicales, moderados y los eclécticos). No es distinto Nayib Bukele de Daniel Ortega o de Xi Jinping, ni Donald J. Trump de Vladimir Putin y Nicolás Maduro. En todos los casos estamos en presencia de autócratas, de hombres fuertes negados a aceptar disidencia alguna y que solo reconocen su voluntad como ley suprema. Otra cosa es que al expresidente estadounidense y actual precandidato del Partido Republicano para la contienda del año entrante, con posibilidades reales de triunfo tanto de la nominación como de la presidencia de su país, lo amarren instituciones más robustas que las de nuestros frágiles órdenes republicanos. 

     Todos ellos, tiranos, no solo desnaturalizan la realidad para crear un ambiente donde, parafraseando al concepto que de posverdad nos ofrece el diccionario Oxford, los hechos objetivos tengan menos influencia para definir la opinión pública que la emoción y a las creencias personales, sino que polarizan de tal modo a la sociedad con un discurso demagogo, o, para ceñirme las 3 P del profesor Moisés Naím en su libro «La revancha de los poderosos», populista. Por último, esa elocuencia sofista crea profundas e insuperables diferencias, las cuales impiden el diálogo constructivo y nutren su hegemonía.

     No es casual que de las primeras medidas adoptadas por el gobierno revolucionario haya sido la institución de ese show barato y de mal gusto, tribuna para la maledicencia y la gavilla contra un sector de la sociedad (tomándome prestadas las palabras del doctor Arturo Uslar Pietri para referirse al diario «El venezolano», fundado por Antonio Leocadio Guzmán en 1840, junto a Tomás Lander). A Cuba le ha sido provechoso, al punto que hoy, 64 años después de aquella entrada triunfal de «los barbudos» en La Habana en enero de 1959, no existe una clase política emergente capaz de suceder a una casta envilecida y corrupta. No ha surgido pues, en la isla antillana una oposición robusta. Floreció sí, y se robusteció en parte por esa afinidad ciega hacia el líder cubano, el talante autócrata de Fidel Castro, quien incumplió todas las promesas hechas aquel primero de enero, salvo la de fusilar a los que formaban parte del depuesto régimen presidido por Fulgencio Batista, y, con el tiempo, a los disidentes, indistintamente de su origen (se rumora del derribo del avión en el cual viajaba Camilo Cienfuegos, del abandono del Che en Bolivia y de las razones aún oscuras del suicidio de Haydée Santamaría, pero el encarcelamiento de Huber Matos por más de veinte años es un hecho histórico).  

     Del Che se sabe lo que al régimen cubano le conviene (una imagen tan falsa del líder argentino como lo es Mickey Mouse), así como del suicidio de Santamaría (28 de julio de 1980) se sabe muy poco, a pesar de la carta que dejó (la cual tampoco es muy diáfana). Biógrafos no autorizados de Fidel Castro y estudiosos de la revolución dejan ver que la decepción por el giro que este le dio a la revolución motivó su fatal decisión. En 1986, el accidente nuclear ocurrido en la planta Vladimir Ilich Lenin en la localidad ucraniana de Chernóbil fue, en principio, encubierto por el entonces gobierno soviético, presidido por Mijáil Gorbachov, aunque imposible de ocultar a las naciones vecinas y los satélites (Suecia detectó a día siguiente partículas radioactivas en la ropa de los trabajadores de la central nuclear de Forsmark en la provincia de Uppland). En el año 2019, el gobierno chino trató de ocultar el surgimiento del Covid 19 en la localidad de Wuhan. Hay más casos, muchos más.

     Hoy, cuando la tecnología hizo trizas los paradigmas propios del siglo pasado, y con los cuales construimos una sociedad que ahora no los reconoce (ni puede, dada su obsolescencia), la desinformación funge como un arma estratégica (asimilable a las de destrucción masiva por el alcance del daño) para fortalecer autocracias iliberales, que unidas en un frente unitario amenazan no solo a democracias debilitadas, sino que avivan la eventualidad de una confrontación bélica de escala (la Tercera Guerra Mundial). Quienes crean que los ayatolás iraníes defienden al Sagrado Corán no entienden sus obscuras motivaciones, y que solo persiguen ellos el control de la sociedad de su país, y latentemente el de todo el mundo musulmán (y nada mejor para ello que la intolerancia religiosa) y, con el tiempo, hacerle la guerra a las «perversiones» occidentales. Orwell vuelve a cobrar vigencia. Esta vez de un modo que asombraría al mismo Joseph Göebbels.

     Las autocracias confieren muchísima importancia al discurso y a la posverdad. Aunque luego se desdijera, Trump decía que de México solo venían «violadores» y que el país vecino pagaría por el muro que él levantaría entre las dos naciones, obviando ese tercer país que siempre surge en las regiones fronterizas. Sabemos, no solo él ha construido tramos de un muro que, como la Gran Muralla, pretende (sin éxito) recorrer 3.169 kilómetros y aislar a Estados Unidos de inmigrantes «indeseados», así como que el Estado mejicano no pagaría un centavo. Pero millones de votantes estadounidenses se tragaron ese discurso, como también la infinidad de calumnias que le levantaron a la excandidata presidencial (y vencedora en el voto popular) Hillary Clinton. Por eso, ganó, y por esas mismas falsedades y distorsiones, una muchedumbre exaltada asaltó Capitol Hill el 6 de diciembre de 2021 (impensable en una de las democracias más robustas del mundo). Y no solo obtuvo la segunda mayor votación en la historia de Estados Unidos, sino que tiene posibilidades reales de volver a la Casa Blanca en enero de 2025. Chávez priorizaba la transmisión de ese show vulgar y fastidioso, que creó la impresión de que era él un hombre culto, lo que es absolutamente falso. Chávez era bastante ignorante. Salvo leerse las contraportadas y resúmenes de libros, y citarlos como los loros dicen frases jocosas, era este oficial de rango subalterno un hombre de corto bagaje cultural y académico, más atento a servir de animador en saraos llaneros que a aprender el oficio castrense.

     La posverdad no es pues, resultado de la ignorancia sobre temas particulares, sino que, como sofisma que es, conlleva la voluntad de engañar, de crear confusión sobre la realidad. De ese modo, y con un propósito claro, ciertamente malsano, desarticula a la sociedad mediante discusiones bizantinas y disputas absurdas, como el tono de piel de la reina Cleopatra o el genocidio perpetrado por los colonizadores españoles en estas tierras, cuyo número se nos hace mui difícil de creer, como lo afirma Carlos Rangel en su obra «Del buen salvaje al buen revolucionario», en oposición a ese compendio de fábulas, mitos y medias verdades que es «Las venas abiertas de América Latina», del periodista uruguayo Eduardo Galeano. Gracias a las nuevas tecnologías, la posverdad ha contaminado con sus tergiversaciones y su ánimo polarizador a las sociedades, dividiendo al liderazgo entre autócratas y demócratas, y a la sociedad misma en bandos ferozmente enemistados, al extremo de poder ser la causa de guerras civiles, esas que poco antes de su muerte, el historiador Manuel Caballero, con un tono ominoso, presagiaba.