La
prioridad del gobierno – éste o uno de transición si fuere el caso – es, sin
dudas, mejorar la capacidad de pago y endeudamiento de las personas. Un
incremento del salario no va a resolver este escollo, porque haría de toda
iniciativa un símil de la imagen del burro detrás de la zanahoria.
Yo
lo he dicho. Otros, también. Urge a como dé lugar un nuevo acuerdo, que al
igual que el de Puntofijo, no solo siente las bases ideológicas del Estado
venezolano y las consecuentes reglas del juego, sino un programa a corto,
mediano e incluso largo plazo, que fomente el desarrollo económico, de modo que
en un primer instante haya esperanzas creíbles de cambio, y desde luego,
mejoras a la brevedad posible (sin estas, las esperanzas se desvanecerán y
podría ser demoledor desde un punto de vista político).
No
se trata de un compendio de medidas compulsivas, sino de un verdadero diálogo,
en el que no solo coincidan los diversos sectores, sino que emerja un acuerdo
donde todas las partes aporten pero que en definitiva termine siendo
beneficioso para todos. Una sociedad no puede funcionar sin empresarios que den
empleos, pero si no hay empleos bien remunerados, el empresariado estaría irremediablemente
condenado al fracaso. Siempre cito el ejemplo del comprador, que ante la brecha
entre sus ingresos y los precios de los bienes, deja de comprar. Y las ventas son
el fuelle que alimenta la producción. No habrá producción si el mercado (que en
definitiva no es otra cosa que la gente) no puede pagar por esos bienes.
La
vocación del Estado no es cobrar los impuestos. Los cobra solo para pagar sus
cuentas. Sin embargo, la única y verdadera vocación del Estado es la calidad de vida de sus ciudadanos.
Si la empresa privada ayuda con ese cometido, ¿por qué no reconocérselo y
disminuirle la carga impositiva? Al fin de cuentas, está pagando en especies su
contribución al fisco. Asimismo, un mal empleado no le conviene a nadie y puede
decirse sin ambages, la indulgencia en exceso vuelve a las sociedades mediocres.
El pesebre alto, en cambio, las vigoriza.
Yo
no tengo la receta en la mano, obviamente. Este acuerdo requiere del consenso
de muchas personas de muchas disciplinas procedentes de los diversos sectores
de la sociedad. El liderazgo – todo el liderazgo – está obligado pues, a buscar
ese necesario consenso. De otro modo, no podrán llamarse jamás democráticos. El
pueblo – voz muy cacareada por los politiqueros – lo constituye en realidad toda
la ciudadanía, indistintamente de su condición socioeconómica. Si hablamos de un Estado democrático, la
solución de la crisis es sin dudas una tarea de todos los ciudadanos. No olvidemos,
la democracia es el gobierno del pueblo (los ciudadanos, sin distingos de
ninguna clase), en el que nadie tiene privilegios, bien porque se sea rico,
bien porque se sea pobre.
Cabe
decir, después de diecisiete años de «revolución bonita», tanto nadar para
luego morir ahogado en la orilla.