viernes, 31 de marzo de 2023

 

     El miedo no es una opción

El miedo, la incertidumbre y la duda son hoy por hoy poderosas herramientas en manos de autócratas, de almas descompuestas por ese bubón fétido, el poder. Este fenómeno, llamado «FUD» (por sus siglas en inglés, fear, uncertainty and doubt), nace de los profundos cambios que hoy enfrenta la humanidad. En algún momento del siglo pasado, probablemente las décadas siguientes al término de la Segunda Guerra Mundial (septiembre, 1945), dimos un salto cuántico, y, pese a que creímos que la victoria del liberalismo después del desplome de la URSS en diciembre de 1991 (aunque podríamos afirmar que realmente triunfó tras la batalla de Jena en octubre de 1806, como lo propuso Hegel), las autocracias encontraron fisuras en los órdenes democráticos, originados por la obsolescencia de paradigmas, que, ciertamente, los han debilitado, y les han vestido como pusilánimes frente a una sociedad quejosa y expectante, y, por muchas razones, temerosa del futuro.

     La democracia no ofrece éxitos espectaculares. Por lo contrario, fundada sobre arreglos y consensos, solo ofrece a los ciudadanos, muchas veces enfrentados en posturas opuestas, logros parciales, modestos en la mayoría de los casos, pero suficientes para mantener la avenencia entre los distintos intereses de una sociedad. Las autocracias, en cambio, prometen conquistas espectaculares (seguramente porque saben sus adalides ruidosos, que no las van a realizar), por lo general al grupo más quejoso, y normalmente el más numeroso, que suele ser la base para su acceso al poder mediante métodos democráticos: el sufragio, que en principio les concede una legitimidad que pronto perderán. Yerran pues, aquellos que a voz en cuello afirman que este gobierno, el de Maduro (y otras dictaduras de nuevo cuño), no desea que votemos. Por lo contrario, necesitan – y desean – ese nimio barniz de legitimidad incapaz de tolerar siquiera una tenue llovizna.   

     Tal vez como en las décadas de los ’20 y los ’30, aunque por otras razones, las democracias contemporáneas lucen agotadas y, sobre todo, pusilánimes, término que le robo al profesor Charles Rousseau («Derecho Internacional Público», Ariel. 1965). En especial cuando los paradigmas cambian de forma drástica, como en efecto ocurre actualmente, como lo testifican autores en distintas épocas, como Alvin Toffler, Yuval Harari y Alain Touraine. Millones de personas se sienten miedosas, confundidas y, por ello, sospechan de todo y de todos, razón por la cual se abre paso la posverdad y de la mano de esta, el populismo y la venenosa polarización.

En un maremágnum de noticias falsas y verdades mediatizadas difundidas justamente para crear aun mayor confusión y, de ese modo, atraer a la gente con sus cantos de sirena, la gente ya no distingue lo cierto de lo ficticio, lo real de lo fantástico. Y las autocracias, que en los últimos veintitantos años han ido ganando espacio (un informe de Freedom Houese redujo las puntuaciones de libertad de 73 países, lo que representa el 75 por ciento de la población mundial), saben valerse de ello. Peligroso desde dos puntos de vista: la inminente progresión de tiranías de viejo y nuevo cuño, y la posibilidad cierta de que, en un momento dado, las democracias occidentales deban actuar con mayor contundencia frente al autoritarismo, lo que supone una escalada de violencia de tal magnitud que nos empuje a una nueva guerra de escala global, como sucedió en la década de los ’30 con la decadencia de las democracias y el inicio de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939. En este caso, el nuestro, con armas de destrucción masiva. Tal vez el choque entre autocracias de variado pelaje y Occidente sea mucho más posible, y cercano, de lo que quisiéramos, y mucho más riesgoso en términos reales.  

     Tal vez estemos encarando el fin de las democracias y el inicio de una distopia digna de Ray Bradbury, Aldous Huxley o de la horrenda Oceanía de George Orwell. Un mundo dominado por bots, por discursos políticamente correctos, aunque carentes de sentido lógico y, sobre todo, de inteligencia, esa que de a poco va sustituyendo esa otra que no es inteligente. Mientras inundan sociedades las arengas vacías y necias, esputadas por caudillos e iluminados justamente para quebrar las columnas de las democracias, los autócratas hacen su inmundo trabajo. Y los demócratas, sin dudas, van perdiendo el fuelle que otrora acusara a aquellos.

     ¿Será que aún hay tiempo para envalentonar a la gente y plantarla de frente a las autocracias? Decían los sabios griegos que los dioses no dejan de girar la rueda de la fortuna. Y si antes favorecían a unos, luego puede que favorezcan a otros. Ojalá. Ese y no otro es el objeto de escribir estas reflexiones. Que, como decía Kotepa Delgado, algo queda.  

     Asumo yo, que ese primer gran paso para desmontar la maquinaria autoritaria de los tiranos, no puede ser otro que el desmantelamiento de las fábulas, concebidas en su mayoría para confundir. Cuando los hackers rusos inundaron de informaciones falsas a la sociedad estadounidense en el 2016, para beneficiar la campaña de Donald J. Trump, al que Putin prefería en lugar de Hilary Clinton, no perseguían sustituir la verdad por una mentira (como proponía el ministro de propaganda nazi Joseph Göebbels), que en otros casos similares llega a ser absurda (como el caso de los terraplanistas y las conspiraciones judeo-masónicas), sino minar la confianza en la información suministrada por los medios tradicionales y, crear un ambiente de incredulidad e inseguridad que nutra de votos al caudillo (o, como en el caso de los hackers rusos, a un candidato de su preferencia).

     Y el otro, aún más osado, enfrentarlas a tiempo. Evitar que emulen al Tercer Reich en la década de los ’30, que despreciando el orden internacional (reglado en parte tras la firma del Pacto de Versalles, en febrero de 1919, y para muchos, génesis de la guerra que reventó dos décadas después), se armó para lo que desde siempre tuvo en mente, avanzar hacia su objetivo, como en efecto lo hizo, y con relativo éxito hasta 1943. Requiere esto último, abandonar posturas melindrosas y hacerles difícil su coexistencia en un mundo donde de un modo u otro, y pese a la queja de tantos, Occidente logró sembrar exitosamente algunos de sus valores y principios. Al menos los más valiosos: la libertad y la democracia.

     Los venezolanos, somos hijos de Occidente y de la Ilustración que iluminó las mentes de nuestros próceres, pues defendamos ese precioso legado, que, parafraseando al gran Thomas Jefferson, nunca se nos es dado gratuitamente y, por lo contrario, su precio es doloroso y, para cerrar con palabras de Winston Churchill, una vez perdido, nos cuesta sangre, sudor y lágrimas recuperarlos. El miedo no es pues, una opción.

    

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