miércoles, 16 de noviembre de 2022

 

            De juicios draconianos y la manía de creerse Dios

En estos días reventó un escándalo por la atención psiquiátrica ofrecida en una clínica caraqueña al cantante Chyno Miranda. A través de su presidente, la Federación Médica Venezolana exigió la liberación de los profesionales detenidos por el caso. Por lo visto, la acusación inicial de ejercicio ilegal de la medicina es falsa. Por otro lado, no obstante, diversos testimonios han denunciado el trato inhumano ofrecido a los pacientes en ese centro clínico.

            ¿Quién tiene la razón?

            Tal vez sí ostenten el título, y, en efecto, no practiquen la medicina ilegalmente, como lo señala el presidente de la Federación Médica Venezolana. Sin embargo, no podemos obviar las serias acusaciones hechas por pacientes ahí recluidos, que refieren de un trato cruel. Sobre esto no podemos dejarnos arrastrar por la polarización imperante. Si hubo delitos, que podrían ir más allá de la práctica ilegal de la medicina, debe investigarse y, de ser el caso, condenarse a los imputados en un juicio justo. 

            Las muchedumbres por lo general actúan irracionalmente. Sin embargo, la ley no puede caer en ese tumulto insensato. Su deber es, dentro de lo posible, hallar la verdad (esa que, según la propia ley, logre demostrarse en un juicio). Por ello, ordenar la captura de estos médicos por la presunta comisión de uno más delitos para aquietar a las masas es, de hecho, un atentado a la juridicidad. Los órganos competentes deben investigar y, de ser el caso, los jueces ordenar la detención preventiva de los imputados, garantizándoles siempre los derechos que la ley les concede. Si no, estamos en presencia de una justicia tumultuaria. Esta no es, en modo alguno, aceptable en sociedades civilizadas.

            La degradación de las instituciones y de las más elementales reglas de convivencia social nos ha descendido a este despropósito social que es Venezuela hoy por hoy, y, por ello, reina el caos y la anomia. Ese desdén por las reglas y, sobre todo, por las normas básicas sobre las cuales se cimienta toda sociedad civilizada, nos ha impedido ver más allá del chafarote de turno, del caudillo iluminado, ejecutores de las desgracias nacionales.

            Ignoro si son culpables o no esos médicos, hoy detenidos. Hay historias controvertidas cuyos hechos deben contrastarse en un proceso ajustado a derecho. No es esa tarea de los medios, cuyo trabajo se limita a informar los hechos, sino de los jueces, dentro de un cuerpo de normas que más allá de garantizar los derechos ciudadanos, definen la civilidad de una sociedad que aspira al desarrollo. No podemos arrastrar a este país al lodo mefítico en el que la sensatez y el buen juicio se corrompen bajo oleadas de moscones zumbones. Por lo contrario, debemos rescatar esos valores, esos principios, esas reglas, no solo para juzgar legítimamente a los responsables de delitos, sino para construir un Estado realmente democrático, capaz de generar progreso y de construir ciudadanos, no una masa frenética.

            En medio de la lucha descarnada entre diversos bandos (más de dos, si somos realmente honestos), no nos escuchamos, y, como las masas irracionales, apelamos a los más primitivos instintos, entre los cuales se suma ese de creerse amo y señor de la verdad. Somos pues, jueces y verdugos, y en nuestra limitada visión de los hechos, emitimos sentencias draconianas, sin posibilidad de alzada en otras instancias…  porque cuando nos creemos Dios, es imposible errar.      

viernes, 11 de noviembre de 2022

 De la kristallnacht al asalto a Capitol Hill 

La noche del 9 para el 10 de noviembre de 1938, la comunidad judía recibió el ataque de fanáticos nazis, instigados por el ministro de propaganda Joseph Göebbels. La «kristallnacht» fue una demostración de cuan ruin puede llegar a ser el hombre y de cuanto pueden manipularse las masas. La mañana del 6 de enero del 2020, de nuevo, instigada por la voz irresponsable de un megalómano envilecido por pasiones miserables, como, en efecto, al parecer así lo indican las investigaciones pertinentes, la muchedumbre asaltó el Congreso de los Estados Unidos de América. 

El fanatismo es una potente fuerza subyacente en todas las sociedades, indistintamente de su nivel de desarrollo. No es difícil azuzarlo. Se ha hecho infinidad de veces. Donald Trump lo azuzó en el 2016, y, por ello, ganó las elecciones, y lo incitó de nuevo cuando vencido, quiso revertir esa derrota para él infamante. A lo largo de la historia del hombre, alrededor de cinco o seis mil años si nos reducimos al tiempo que la escritura ha registrado sus quehaceres, líderes y jefes de todo tipo han incendiado el alma de sus seguidores, excitando resentimientos restañados y rencores bien acunados en lo más hondo de sus corazones. 

Chávez lo hizo. Si bien existía entonces una sensación de agobio y agotamiento frente a un sistema liderado por mandamases decadentes, el otrora jefe de este desatinado despropósito político se valió de sentimientos mezquinos y de ese desasosiego generalizado para cimentar sobre tan ruines pedestales su infame liderazgo, y, de hecho, su triunfo en las últimas elecciones confiables, aquellas que ganó en diciembre de 1998. 

Su reinado, porque no puede calificarse de otro modo, se construyó sobre el rencor y el resentimiento, y, desde luego, sobre su hija bastarda: la polarización superficial que hoy aqueja gravemente a la sociedad venezolana (aunque, debo decirlo, también las de otras naciones). Ese mal endémico debe ser sanado, y cuanto antes, mejor… mucho mejor. 

Quizá nos hayamos alejado de alguna solución a la crisis justamente por la perniciosa polarización. En nuestro caso, agravada por la exagerada fragmentación en grupúsculos sordos a toda forma disidente. Cree ser cada quien pues, amo y señor de la verdad y, salvo aquellos que comulgan con sus ideas, no permiten que otras profanen sus torres de marfil. Si no entendemos el juego político de un modo saludable, diáfano, abierto al debate, podrán cambiar los nombres en las puertas de los despachos gubernamentales, pero no habremos resuelto el problema. 

No hay un mesías redentor que venga a rescatarnos de la vorágine revolucionaria. De surgir otro caudillo, como claman tantos, sin dudas sería más de lo mismo, cuando no, una versión mucho más dantesca. Debemos asumir que el diálogo debe plantearse entre todas las facciones, aun aquellas que han ido apartándose del proyecto revolucionario y los que, puertas adentro del propio movimiento, albergan sentimientos parecidos. No solo porque una de las condiciones mínimas para superar esta crisis es la sumatoria de voluntades, sino porque a pesar de la pérdida del afecto popular, aun representa la organización a un número de ciudadanos, a los que, sin dudas, no podemos obviar. 

Aborrezco la expresión «nuestro líder», tan semejante a la repugnante forma nazi de referirse al jefe de aquel despropósito incivilizado, mein führer (mí líder). Y la escucho repicar ruidosamente en el discurso político dominante. Poco importa si se trata de Maduro, de Henry Ramos o Juan Guaidó. En cambio, creo más en una reconciliación con las bases y las voces sensatas dentro y fuera de la revolución que en un redentor, que, como bien sabemos, pronto será una versión más del mismo chafarote que desde hace tanto se pasea por estas tierras.