lunes, 27 de marzo de 2023

 

     Ad tergum Roman

(de vuelta a Roma)

No ha sido el desarrollo humano un camino plácido. Por lo contrario, mucha sangre, mucho sudor y muchas lágrimas enlodan un camino indeciso, que, zigzagueante, busca ascender por pendientes escarpadas.

     El gran salto de la vida nómada a la sedentaria alteró el curso de la historia, y con esto significo el del desarrollo del hombre como especie, aun en aspectos tan básicos como su alimentación. Si antes colectaban variedad de bayas, vegetales y frutos, y cazaban distintos animales; con el sedentarismo, redujeron su dieta a lo que cultivaban y criaban en sus comarcas, a las cuales estaban atados. Sin restarle importancia a este hecho y tomándolo solo como ejemplo, las transformaciones en la vida cotidiana de los seres humanos cambiaron drásticamente toda su existencia. Los asentamientos humanos, si bien forjaron la civilización, y trazaron un sendero para el florecimiento del conocimiento, encadenó al hombre a sus tierras, y por ello, al concepto de nación. Crecieron pues, aquellas primeras colonias, no muy distintas del campamento pasajero de alguna tropilla de cazadores y recolectores, hasta convertirse en ciudades y reinos e incluso, los grandes y poderosos imperios.

     Hoy por hoy, se nos habla de cambios, de modificación de paradigmas (como lo fue el nomadismo frente al sedentarismo hace una centena de siglos), pero no asumimos, pese a la literatura existente y su difusión por destacados analistas, la magnitud de estos ni de sus consecuencias, así como tampoco su vertiginosidad. Alvin Toffler no solo advertía que los cambios eran sólo comparables con aquellos resultantes del advenimiento de la civilización («El shock del futuro». 1970), sino, además, su creciente aceleración. Por su parte, el historiador israelí Yuval Noah Harari se atreve a afirmar que el homo sapiens podría encarar el fin de su supremacía como especie («Homo Deus». 2014).

     Parece duro, y lo es. Sin embargo, luce inevitable. 

     En algún momento del siglo pasado, seguramente las décadas siguientes al término de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1945, la humanidad dio un salto cuántico, uno que antes sucedió, en efecto, pero demoró cientos de miles de años, pero que ocurrió para nosotros con tal rapidez, que una misma generación la ha experimentado. Somos pues, los que estamos vivos, testigos de transformaciones que, más o menos de la misma trascendencia, en otras épocas tardaron decenas y cientos de miles de años.

Si miramos atrás, la aparición del hombre pensante demoró cientos de miles de años de evolución. Desde entonces hasta la revolución agrícola y el inicio de la civilización transcurrieron unos 60 mil años. La antigüedad pudo extenderse por unos cuatro o cinco mil años, desde las primeras civilizaciones políticamente organizadas hasta la caída de Roma en occidente, en el 476 d.C. La Edad Media duró mil años. Sin embargo, la edad moderna no superó los 500... Sea como sea, el desarrollo, si bien no ha sido lineal (ni plácido), ha ido acelerándose vertiginosamente, y hoy, quienes nacimos antes de 1980 nos encontramos frente un mundo tan distinto de aquel en el cual crecimos, que podríamos sentirnos como los miembros de una tropilla de cazadores y recolectores inmersos de súbito en alguna ciudad de la antigüedad. Por eso, no entendemos nuestra propia realidad, y tercamente nos aferramos a aquella que, aunque muerta, es la única que conocemos y nos ofrece seguridad.

     A esa vertiginosidad de los cambios nos cuesta adaptarnos, y es por ello que advertimos una obstinada resistencia a lo inevitable: la muerte de la permanencia y la certidumbre, y el advenimiento de una realidad cambiante, dinámica y, sin dudas, incierta. Poco importa si la queremos o no, si nos gusta o no. No es en gran medida, esta civilización nuestra, un acto de la voluntad, sino, el resultado inesperado de un descollante desarrollo tecnológico que pareciera superarnos.

     Si queremos armonizar las relaciones humanas, tenemos que repensar sobre qué paradigmas se edifica esta nueva realidad, inédita e inhóspita, y, para muchos, émulo de aquel Nuevo Mundo que encontraron los conquistadores europeos en el siglo XVI. No será fácil ni incruento. Para infinidad de personas, aun el mundo desarrollado, es esta incapacidad para adaptarnos, una enfermedad, una que Alvin Toffler llamó «el shock del futuro» (Ob. Cit.). Y como el individuo estertóreo que se resiste a su inminente muerte, no son pocos los que con fiereza se aferran a un pasado igualmente moribundo.

      Nos aferramos pues, millones de seres humanos, a un cadáver insepulto, que, como todos, acabará putrefacto y agusanado.

     Ese mundo feneció, y, pese a lo desagradable y desconcertante que nos resulte, hoy nos encontramos perdidos en una realidad que podría ser para muchos de nosotros, distópica.

     Creo yo, que, entre tantos paradigmas emergentes, uno destaca sobremanera: la transformación del concepto íntimo de nación y la relación del sujeto con su nación.

     Dijo Ortega Y Gasset, «soy yo y mis circunstancias». Somos pues, todos nosotros, hijos de una cultura y una familia que arrastran tradiciones, lenguajes, creencias, valores... Son referentes pues, que en cierto modo nos definen como individuos, como forjadores del progreso cultural. Sin embargo, el desarrollo de medios de comunicación masivos, como la TV global y el internet (y con este, las redes sociales); el mundo, otrora un lugar inmenso, devino en lo que Marshall McLuhan llamó «aldea global». El mundo es hoy eso, una aldea, un villorrio minúsculo en el cual las personas se desplazan a la velocidad de un «clic».

     Las migraciones no son novedosas. Roma cayó por esas invasiones bárbaras que de a poco fueron penetrando los limes del Imperio, solo que hoy, a diferencia de aquellas, ocurren tanto física como virtualmente, y a una velocidad mucho más atropellada. Las fronteras que hasta recién resguardaban culturas de la «contaminación extranjera» se desvanecieron como el humo en la ventisca. Y esas oleadas humanas arrastran su cultura a un nuevo espacio, como los bárbaros, a la antigua Roma y los moros, a España. Ya lo dijo Mario Vargas Llosa en una entrevista hace ya algunos años, la globalización amalgamará los elementos valiosos de cada cultura en una suerte de civilización planetaria. No podemos negarlo, son las redes sociales grietas en esas murallas nacionalistas, y, a través de sus resquicios, cada vez más grandes, se ve la intimidad de los pueblos. Se conocen mejor – y directamente – sus verdaderos valores, y a ratos, algunos seducen con sus innegables encantos, como la libertad que ha venido pregonando, con éxito, Europa.

     Decía John Lucaks que el nacionalismo había sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial («The end of the Twentieth Century and the end of the Modern Age. 1992), y los eventos posteriores a su término así lo evidenciaron. Sin embargo, podemos afirmar que no resistió la aparición del internet. Lo que no pudo la bomba atómica, con su fuerza devastadora, lo pudo el internet. Vemos jugadas nacionalistas, como la de Putin y la de China, y la resistencia a lo que bien llamó Francis Fukuyama «el fin de la historia» (frase que el filósofo estadounidense tomó de Hegel), pero resulta indiscutible el triunfo de occidente. Y si bien Occidente también se transformará y recibirá influencias de otras culturas, es irrefutable la presencia occidental en la configuración de esa «supercivilización» que, emulando al antiguo imperio romano, podríamos llamar ecuménica. El verdadero triunfo de Occidente, creo yo, se materializará cuando la humanidad se amalgame en una sociedad que, sin desdeñar las tradiciones y valores de cada pueblo, reconozca algunos universales sobre los cuales construir un orden ecuménico, y todo apunta a que son esos los que Hegel anunciaba como el gran triunfo liberal después de la batalla de Jena (14 de octubre de 1806).

     He aquí pues, el busilis de este asunto. Si bien encaramos retos trascendentales, para empezar, nuestra propia supremacía como especie, el cambio climático y sus riesgos implícitos (entre los cuales, no cabe descartar una guerra global), la dignidad del ser humano, creo yo, que uno de los más notorios, y quizás cardinales, sea la decisión entre la civilización ecuménica y la fragmentación cada vez mayor en minúsculas naciones. La paz planetaria depende de ello.

     Por un lado, pulsan las fuerzas egoístas presentes en toda comunidad para fragmentarse en naciones más pequeñas, localistas y provincianas, ciegas a l realidad del mundo contemporáneo, y, con ello, la posibilidad de guerras menores que vayan escalando a otras de mayor escala hasta quizás, aquellas impensables; y por otro, la creciente necesidad de reconocernos como una sola nación, la humana, y la consecuente configuración de un orden ecuménico, como el que, sin dudas, han perseguido infinidad de pensadores desde el colapso de Roma en el 476 d.C. Por un lado está el fantasma de la guerra y con este, la llegada de las miserias que siempre trae consigo, y por otro, la renuncia al concepto tradicional de nación, fuertemente arraigado en el ideario de cada persona en este vetusto planeta, pero, a ciencia cierta, un camino confiable para garantizar la paz.

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