Por las trochas que llevan al
desbarrancadero
Somos amantes de la
improvisación y del atajo, tanto como de la grandeza alcanzada sin esfuerzo,
sin sacrificio. Miramos de lado las menudencias, esas que, pese a su pequeñez,
se acopian como los modestos ladrillos de la más portentosa muralla. Nuestros líderes,
espejo de nuestra índole, arengan epopeyas, y, tanto como nosotros, desdeñan el
trabajo tesonero. Somos pues, hijos de la molicie y fervorosos devotos del boato.
Por ello, las arengas de un gárrulo artero
no solo calaron hondo en una población tan dada al milagro, al obsequio
inmerecido de los dioses, cualesquiera que sean, sino que deformaron las mentes
de quienes hasta recién hacían del conocimiento un instrumento al servicio de
la inteligencia. Encantados por palabras huecas, elevaron a los más altos
cargos de la República a felones, cultores de alevosos personajes, cuyas vidas grandiosas
siempre han importado más que todo y que todos. Merecedores del rechazo, en
lugar del desprecio, bañaron muchos sus egos minúsculos con loas repugnantes, y
les hicieron creer pues, que eran ellos, caudillos providenciales.
En estas horas, servidas en lujosas copas,
como suele servirse el veneno, se acobardan unos, y ocultos en sofismas, nos emponzoñan
con sus aguijones. Hay pues, días para el diálogo, y como hiciera Nuestro Señor
en el templo, tiempos para el enojo, la indignación y el reclamo airado.
Atentos a sus arcas, confunden la civilidad con la pusilanimidad. Y yo, en este
rincón solitario, me atrevo a conjeturar que sus razones hieden.
Enseñan sus dientes filosos, sus garras, y,
sin embargo, muestran su miedo. Se aferran al poder, como garrapatas cebadas al
cuero del ganado, porque en la intimidad de sus secretos, saben que, entre
todos los lujos, ese es, justamente, el que no pueden pagar. Ignoraron una verdad
de Perogrullo, y afanados por hegemonizar, olvidaron que también se tiene poder
en la oposición. Su miedo, real y patente, no se debe a la eventual pérdida del
poder, sino a la posibilidad cierta de su extinción. Rarezas como el peronismo argentino
son solo eso pues, singularidades.
Ante el inminente encontronazo, inevitable
si realmente deseamos superar esta crisis, mientras el gobierno aterroriza como
Hamás al mundo, parte del liderazgo ignora el poderoso ariete con el cual
cuenta para demoler las murallas tras las cuales se esconde, y, acobardado por
las bravuconadas de un perro viejo, opta por el inaceptable sometimiento, acaso
uno de los rostros más execrables de la violencia.
No son estos tiempos fáciles, y, queramos o
no, en el horizonte se avizoran nubarrones acerados, y los destellos violáceos
en sus recovecos, como el estribillo del himno de los liberales, anuncian la
tempestad por venir. La sabiduría está pues, en ese discurso seductor, que,
como el canto de las sirenas, incite a la revolución a preferir naufragar en
las aguas de su intolerancia que a desvanecerse como el humo breve de una
fogata. Seguramente, los sobrevivientes podrán hacer de la causa algo mucho más
sabio, más provechoso.
Lo sé, no es este, el atajo, el sendero
fácil que tanto desean algunos. Sin embargo, es el mejor para garantizar, más
allá del trágico presente, una plataforma robusta para impulsar el desarrollo y
la prosperidad que anhelamos.
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