Imagine una muchedumbre congregada en la Piazza Venezia de Roma. Decenas de miles
de italianos vociferando frenéticamente a favor del Duce, Benito Mussolini. Le
ríen las gracias, le complacen sus caprichos y en nombre del pueblo, al que
representan en ese tinglado, deciden las políticas públicas. Visualice también
a las masas en filas, bien organizadas, las antorchas encendidas y los
estandartes con la esvástica. Imagine las arengas del Führer, al que esas masas
idolatran como a un dios. Y al unísono gritan Heil Hitler, mientras
alzan sus brazos en un saludo
abiertamente castrense. Por último, recuerde las masas de adoradores de Chávez aplaudiendo
las arengas incoherentes del caudillo en la avenida Bolívar o en el balcón del
pueblo.
Cabe preguntarse qué hace de un persona semejante
fenómeno político, sea un cabo cualquiera con un bigotico cursi o un teniente
coronel sin mayores calificaciones y con una gestión de gobierno deplorable.
Estas anomalías políticas no son más que la
evidencia de una enfermedad social. Por eso, surgirá irremediablemente un
iluminado de éstos, si es lo suficientemente astuto para detectar esos temas
que la gente desea escuchar y machacarlos cansonamente, sobre todo si sirven
para culpar a otros de las desgracias propias, sean reales o no, como la
pobreza causada en la Alemania entre guerras por los judíos o, en nuestras
tierras, por una clase dominante perversa y meritoria de los peores castigos.
El discurso antisistema caló hondo en la Venezuela finisecular como lo hizo el
discurso nazi en su época (aún fronteras afuera). Y siempre se trató, allá y en
estas tierras, de mentiras y medias verdades, de una ilusión que la gente
deseaba comprar desesperadamente.
Hitler, Mussolini y nuestro comandante-presidente
hicieron uso de una herramienta muy vieja pero no por ello, menos efectiva: la
retórica prevaricadora. Un discurso falso, que incita al odio, a la división y
a la guerra con el único propósito de asegurarle el poder al gobierno, encarnado
en un caudillo iluminado. Un discurso que crea culpables externos para los males
que son propios, que des-responsabiliza
de a la gente de su destino, normalmente lamentable y por ello, seguido por
miríadas de desdichados, ávidos por culpar a alguien más de sus propias
miserias. Es un juego perverso que crea enemigos no para solucionar problemas,
sino para adueñarse del poder. Sin pudor alguno, estos gobiernos incitan a la
violencia y la promueven a través de grupos paramilitares, como la juventud
hitleriana o los círculos bolivarianos, pero acusan de violentos a las víctimas
de sus huestes. Enarbolan impúdicamente la bandera en pro de los más necesitados
pero cimientan su permanencia en el poder en la pobreza que compra su discurso
embustero. Crean enemigos, como el distópico gobierno en la novela “1984”, de
George Orwell. Y aún más, inventan amenazas para reunir a las masas alrededor
de una defensa nacional que ni siquiera está amenazada. Y eso somos los
adversarios de este proyecto inviable y distópico, enemigos que bien sirven al
gobierno para reagrupar a las masas en torno suyo, no para protegerlas sino
para usarlas en beneficio propio. Y lo peor, lo más indignante, son muchos los
que, para dar sustento al discurso prevaricador, padecen en carne propia esta
desgraciada forma de gobernar.
Se crea una mitología particular, hecha a la medida
del gobierno, inventando héroes e incluso, atribuyendo ideologías a personajes
históricos, como el supuesto socialismo de Bolívar, impensable en un hombre que
no sólo se forjó y creyó en las enseñanzas de la Ilustración sino que además
murió 18 años antes del “Manifiesto comunista”. Se mezclan en un crisol
evidentemente político las enseñanzas de Cristo, con los postulados de un ateo
irremediable como lo fue Carlos Marx y la obra militar del Libertador, así como
pasajes del Dr. King, de Mahatma Gandhi o Su Santidad el Dalai Lama si es que
resultan convenientes para la retórica prevaricadora. Y poco les importa meter
en un mismo saco a Su Santidad Francisco con el hijo de puta de Bashir Al Assad
o un enemigo de la fe católica como lo es Mahmud Ahmadineyad. Se descontextualiza
el pensamiento de los prohombres de la humanidad sólo para favorecer un
sincretismo forzado, que ciertamente beneficie al discurso prevaricador y por
ende, la permanencia en el poder del caudillo. Y lo más importante, no hay, por
supuesto, un ápice de convicción ideológica en esas palabras más allá de la
necesaria conservación del poder para forjar al hombre nuevo, aún si ese nuevo
hombre es una piltrafa como lo eran los personajes adormecidos y tristes de la
novela “1984”.
Este discurso, desgraciadamente, trasciende a la
mera palabra escrita o dicha. Se traduce en acciones que afectan nocivamente la
institucionalidad republicana y aún más importante, la vida cotidiana de las
personas. Se hace uso del aparato judicial y policial para amedrentar y
perseguir adversarios, que son vendidos a las masas delirantes como enemigos y
responsables de los problemas que su gobierno disfuncional ha ido creando, no
por casualidad sino para impedir que las masas se civilicen y, una vez
aburguesadas, dejen de comprar el discurso de odio, de resentimiento, de
secesión y violencia. Y eso es lo que hace el socialismo, sea aquél propugnado
en la desaparecida URSS, aquel engendro nacido del socialismo que alguna vez
profesó el Duce, Benito Mussolini, creador del fascismo, o éste, bolivariano
del “Siglo XXI”, que recoge fórmulas de todas las formas autoritarias imaginables.
Imagine entonces a las masas apáticas, acríticas, reducidas
a una vida mendicante y a la condición de borregos, expectante de la dádiva y
de la limosna que, de volverse el instrumento de dominación por parte del
gobierno, sobreviven como espectros de lo que alguna vez fue una promesa de ciudadano,
de persona proactiva y capaz de criticar el mundo que le rodea. Imagine su vida
así. Pobre, sin la esperanza de salir de esa pobreza en la que le han
condenado, sólo porque resulta mucho más importante imponer desde el poder –
con las prebendas que comporta a quienes lo ejercen – un modelo anacrónico y
plausiblemente fracasado.
Yo, desde luego, me resisto a ser parte de esa masa
acrítica y mendaz. ¿Y usted?