jueves, 20 de octubre de 2011


            Nuestro propio apartheid   

            Este gobierno, que se dice revolucionario, ha hecho hincapié en las misiones, sin que en su lugar existan políticas coherentes a largo plazo, como por ejemplo, en genuino plan de empleo, para citar un tema que, según un estudio reciente del centro Gumilla (Mapa social y político de los sectores populares, Revista SIC 738, Octubre 2011), reclaman precisamente los más pobres. El gobierno entrante, dadas las circunstancias actuales, se verá obligado a mantener misiones, pero, aconseja la sana lógica, sólo temporalmente, como si se tratase de políticas de post-guerra.
            La política de misiones es ciertamente desacertada y, sobre todo, adolece de dos vicios, que a juicio de este servidor, la hacen en primer lugar, esencialmente injusta, y en segundo lugar, inviable.
            Las misiones son conceptualmente injustas porque privilegian a un sector de la población por el mero hecho de ser pobres, sin que la razón de esa pobreza importe. Hay que erradicar la idea de que el Estado debe servir fundamentalmente a los más pobres (o cualquiera otro grupo), porque se crea pues, una elite, que de paso, carecerá de motivos para trabajar, dado que, siendo pobre, pertenece a esa elite, beneficiada por el Estado con toda clase de regalos. Esto nos conduce al segundo vicio, porque, a todas luces, no hay recursos suficientes para mantener a una ralea semejante de rémoras, que, después de un tiempo, dado que se premia la flojera y se castiga el trabajo, empobrecerán a una nación que, por privilegiar al pobre, dejará de producir, y se sabe, suficientemente, mal se puede distribuir lo que no se produce. Mal puede progresar una nación si su gente se dedica a la mendicidad. Y eso, precisamente, hace el socialismo, convierte a toda la ciudadanía en mendigos, dependientes de un Estado, que, obviamente, cada día será más pobre.  
            Este es pues, el pivote del fracaso estructural de las misiones y de la inviabilidad intrínseca del socialismo. Una nación que no produce, no progresa. Y no produce, por supuesto, si su gente espera del gobierno dádivas, que, en un lenguaje más llano, no es otra cosa distinta de la limosna indigna. Los cubanos no producen y hoy por hoy, otrora uno de los principales productores de azúcar del mundo, importa la caña. Ya nosotros, por lo que se aprecia en las estaciones de gasolina, parecemos ir por el mismo derrotero, y aún produciendo alrededor de 2 millones de barriles diarios, importamos gasolina. El socialismo empobrece. Las misiones empobrecen material y espiritualmente, de eso no hay la menor duda. Otra cosa es que, para fines inconfesables, sean convenientes.
            Los Estados viven de sus ciudadanos. Así debe ser. Sin embargo, para ello, para poder cobrarles impuestos, les deja actuar libremente, sin más restricciones que aquéllas indispensables para la buena marcha del país, que las cortapisas, las regulaciones deben existir si y sólo si son evidentemente necesarias. Y por esto, obviamente, el socialismo no funciona. Coarta totalmente la capacidad productiva de la gente y al Estado, que puede cobrar impuestos porque la gente produce dinero, acaba por convertirlo, en medio de un amiente miserable, en el menos pobre que mantiene a una comunidad indigente.
            Las misiones pues, son soluciones cortoplacistas y sobre todo temporales. Deben existir sólo mientras existe la contingencia que las explica. Pero la solución no puede ser jamás la medida emergente. Las misiones deben ser sustituidas a la brevedad posible por políticas que fomenten el desarrollo, que generen empleo, que cimienten una estructura de salud pública eficiente, una educación de primera calidad para el progreso individual y, por añadidura, de la nación toda. Políticas que, en vez de falsear una clase media con dádivas, en verdad transforme esa masa pobre y mendicante en verdaderos trabajadores, pertenecientes a una clase media fuerte, capaz de asumir los compromisos económicos que asume cualquier ciudadano en cualquier nación próspera del mundo.
            Puede que la expresión capitalismo popular sea infeliz (pero no menos triste que esa idiotez del socialismo del siglo veintiuno), sin embargo, encierra una idea de país mucho más eficiente, capaz de conferir a la gente herramientas para salir de la necesaria dádiva gubernamental (las misiones) y que, en vez de acudir a un hospital para pobres, una escuela para pobres, un mercado para pobres, acuda simplemente al hospital y a la escuela y que compre, como todo el mundo, en las tiendas del ramo. Que el pobre deje de ser “pobre” y se erija como ciudadano.
            Me resisto pues, a la idea de una sociedad segregada por una suerte de apartheid criollo, entre los llamados “pobres” y los demás venezolanos, quienes a diario deben salir a la calle a ganarse el sustento, sin privilegios, sin favores, sin dádivas ni premios, y con el agravante de una carga impositiva asfixiante para mantener a esa casta de “pobres”. Me opongo pues, a este apartheid que si bien parece favorecer a las clases más necesitadas - y por ello gana defensores tan fácilmente - les concede un privilegio que democráticamente es inaceptable, además de una infame calidad de vida en la práctica.