Nuestro propio apartheid
Este
gobierno, que se dice revolucionario, ha hecho hincapié en las misiones, sin
que en su lugar existan políticas coherentes a largo plazo, como por ejemplo,
en genuino plan de empleo, para citar un tema que, según un estudio reciente del
centro Gumilla (Mapa social y político de los sectores populares, Revista SIC
738, Octubre 2011), reclaman precisamente los más pobres. El gobierno entrante,
dadas las circunstancias actuales, se verá obligado a mantener misiones, pero,
aconseja la sana lógica, sólo temporalmente, como si se tratase de políticas de
post-guerra.
La
política de misiones es ciertamente desacertada y, sobre todo, adolece de dos
vicios, que a juicio de este servidor, la hacen en primer lugar, esencialmente
injusta, y en segundo lugar, inviable.
Las
misiones son conceptualmente injustas porque privilegian a un sector de la
población por el mero hecho de ser pobres, sin que la razón de esa pobreza
importe. Hay que erradicar la idea de que el Estado debe servir fundamentalmente
a los más pobres (o cualquiera otro grupo), porque se crea pues, una elite, que
de paso, carecerá de motivos para trabajar, dado que, siendo pobre, pertenece a
esa elite, beneficiada por el Estado con toda clase de regalos. Esto nos
conduce al segundo vicio, porque, a todas luces, no hay recursos suficientes para
mantener a una ralea semejante de rémoras, que, después de un tiempo, dado que
se premia la flojera y se castiga el trabajo, empobrecerán a una nación que,
por privilegiar al pobre, dejará de producir, y se sabe, suficientemente, mal se
puede distribuir lo que no se produce. Mal puede progresar una nación si su
gente se dedica a la mendicidad. Y eso, precisamente, hace el socialismo,
convierte a toda la ciudadanía en mendigos, dependientes de un Estado, que,
obviamente, cada día será más pobre.
Este
es pues, el pivote del fracaso estructural de las misiones y de la inviabilidad
intrínseca del socialismo. Una nación que no produce, no progresa. Y no
produce, por supuesto, si su gente espera del gobierno dádivas, que, en un
lenguaje más llano, no es otra cosa distinta de la limosna indigna. Los cubanos
no producen y hoy por hoy, otrora uno de los principales productores de azúcar
del mundo, importa la caña. Ya nosotros, por lo que se aprecia en las
estaciones de gasolina, parecemos ir por el mismo derrotero, y aún produciendo
alrededor de 2 millones de barriles diarios, importamos gasolina. El socialismo
empobrece. Las misiones empobrecen material y espiritualmente, de eso no hay la
menor duda. Otra cosa es que, para fines inconfesables, sean convenientes.
Los
Estados viven de sus ciudadanos. Así debe ser. Sin embargo, para ello, para
poder cobrarles impuestos, les deja actuar libremente, sin más restricciones
que aquéllas indispensables para la buena marcha del país, que las cortapisas,
las regulaciones deben existir si y sólo si son evidentemente necesarias. Y por
esto, obviamente, el socialismo no funciona. Coarta totalmente la capacidad
productiva de la gente y al Estado, que puede cobrar impuestos porque la gente
produce dinero, acaba por convertirlo, en medio de un amiente miserable, en el
menos pobre que mantiene a una comunidad indigente.
Las
misiones pues, son soluciones cortoplacistas y sobre todo temporales. Deben
existir sólo mientras existe la contingencia que las explica. Pero la solución
no puede ser jamás la medida emergente. Las misiones deben ser sustituidas a la
brevedad posible por políticas que fomenten el desarrollo, que generen empleo,
que cimienten una estructura de salud pública eficiente, una educación de
primera calidad para el progreso individual y, por añadidura, de la nación
toda. Políticas que, en vez de falsear una clase media con dádivas, en verdad
transforme esa masa pobre y mendicante en verdaderos trabajadores,
pertenecientes a una clase media fuerte, capaz de asumir los compromisos
económicos que asume cualquier ciudadano en cualquier nación próspera del
mundo.
Puede
que la expresión capitalismo popular sea infeliz (pero no menos triste que esa
idiotez del socialismo del siglo veintiuno), sin embargo, encierra una idea de
país mucho más eficiente, capaz de conferir a la gente herramientas para salir
de la necesaria dádiva gubernamental (las misiones) y que, en vez de acudir a
un hospital para pobres, una escuela para pobres, un mercado para pobres, acuda
simplemente al hospital y a la escuela y que compre, como todo el mundo, en las
tiendas del ramo. Que el pobre deje de ser “pobre” y se erija como ciudadano.
Me
resisto pues, a la idea de una sociedad segregada por una suerte de apartheid criollo,
entre los llamados “pobres” y los demás venezolanos, quienes a diario deben
salir a la calle a ganarse el sustento, sin privilegios, sin favores, sin
dádivas ni premios, y con el agravante de una carga impositiva asfixiante para
mantener a esa casta de “pobres”. Me opongo pues, a este apartheid que si bien parece
favorecer a las clases más necesitadas - y por ello gana defensores tan
fácilmente - les concede un privilegio que democráticamente es inaceptable, además
de una infame calidad de vida en la práctica.