sábado, 6 de septiembre de 2008

¿Hasta cuándo?

Chávez surgió del reducto douglista. Anacrónico entonces. Hoy, una criatura antediluviana. Ignoro si compró esas ideas antes o después de su ingreso a la Academia Militar. Como suele ocurrir con estos personajes, él y el imaginario popular han inventado fábulas. Pero poco importa esto. Él es de todos modos, comprador de esa baratija ideológica vendida por Douglas Bravo desde el Frente Guerrillero José Leonardo Chirino en las sierras de Falcón. Y la verdad me interesa poco o nada si les agradan estas palabras mías. Esa oferta es probadamente infeliz. Sólo siembra pobreza y cosecha violencia.
Basta leer la entrevista que le hiciera Agustín Blanco Muñoz entre 1994 y 1998 para comprender que pese a llamarle socialismo del siglo veintiuno, este tinglado no es más que una versión del mismo comunismo nacionalista camboyano de Pol Pot. Así de simple. Así de horrendo.
Chávez no ingresó a la Academia Militar por una vocación castrense. Ni sus amigos de entonces le creyeron. Y es comprensible. Su personalidad dista de las cualidades propias del líder verdadero. El 4 de febrero de 1992 se escondió en su otrora escuela mientras sus compañeros de armas hacían lo suyo. Se excusó en la falta de comunicación con sus tropas… aunque desde la Planicie hasta Miraflores no hay más que una carrerita apurada. El 27 de noviembre de ese mismo año, en lugar de apoyar el golpe de los oficiales de mayor rango, fracturó el movimiento y con ello, su posibilidad de triunfo. El 11 de abril de 2002, mientras otros daban la vida por él y su proyecto, se escondió detrás del Cardenal Velasco, y al decir de los deslenguados, enjugó sus lágrimas y limpió sus mocos en la sotana del prelado.
No enfrenta las adversidades. Al contrario, huye. Se amilana. Esas no son cualidades marciales.
Una vez adentro, trató de vender su mercancía. Nadie compró su discurso demodé y sus clichés. Lo intentó, claro. Sólo que sus tentativas fueron pueriles. Cuando mucho, zoquetadas de un teniente, dos sargentos y tres soldados trasnochados, como aquel Ejército de Liberación del Pueblo de Venezuela. Quizás le escuchaban sus arengas, por aquello de que el tuerto es rey entre ciegos. Pero ese movimiento sedicioso mal podía crecer más allá de una habladera de pendejadas.
Se unió luego a conspiradores de oficio. William Izarra y la gente de ARMA. Al grupo de Ramón Guillermo Santeliz. Pero éstos conspiraban por otras causas. Injustificables, desde luego, pero ajenas al credo comunista. Tal vez reivindicaciones castrenses o, lo más probable, el mismo militarismo chorrillero de siempre que desgraciadamente despierta de tiempo en tiempo en los cuarteles venezolanos.
Hubo desencuentros, ¿delaciones?, ¿traiciones? La gente de ARMA con los Bolivarianos. Entre éstos, sobre todo Chávez… con Arias Cárdenas. Al extremo de plantearse el asesinato de ambos. Sin embargo, el golpe se dio. Tal vez voceado, al menos en los pasillos de la UCV. Claro, por culpa de Chávez y su afán – entonces – por involucrar civiles. Pero siempre delatados, ¿por René Gimón Álvarez? Chávez afirma eso.
El golpe no prosperó. Tampoco su réplica. Metieron la pata. Dos veces. El primero, porque estuvo mal planificado. Sobre todo las acciones de Caracas, tal vez porque su comandante prestaba más atención al proselitismo que a las clases. El segundo, porque Chávez fracturó el movimiento. En lugar de oficiales uniformados, vimos por la TV a un patán malhablado, vestido con una franelita rosada. Todos acabaron presos, salvo unos pocos que huyeron al Perú.
Chávez se olvidó de sus camaradas. Otros nuevos amigos se pasearon por las celdas de Yare. Domingo Alberto Rangel y sus anacrónicas posturas abstencionistas. Sus amores fueron breves. Más tarde llegarían José Vicente Rangel y don Luis Miquilena. Ellos sí podían llevarlo a la presidencia. ¡Y lo hicieron! Malhaya. Como otras veces, ¿los usó? Puede ser. Atrás quedaban sus amigos, camaradas, obligados, dadas las circunstancias, a unírsele. Como muchos, hoy se le han apartado antiguos compañeros. Le acompañan sólo los desvergonzados.
Carlos Melo, Jorge Olavarría y Luis Miquilena son sólo tres de los otrora camaradas del comandante. Sus verdaderos propósitos han decantado a los que quizás depositaron alguna esperanza en él. ¿Ingenuos? Tal vez. Pero sin lugar a dudas, estafados. Y eso es Chávez. Un gran estafador. Claro, buen mentor le enseñó las artes de la engañifa y el embeleco. Su moribundo amigo antillano.
Chávez siempre ha jugado su propio juego. Los demás han sido – y serán – monigotes de su tinglado.
Por eso, después de su triunfo, arengó mentiras en las puertas del Ateneo de Caracas. Clamaba por la unidad nacional. Su popularidad se disparó. Juró sembrar la armonía y la paz en Venezuela. Una vez asumió su cargo, sin embargo, fracturó al país en dos bloques: los que estaban con él y, por argumento en contrario, los que estaban contra él. Vinieron los sucesos del 11 de abril. Se acobardó. Renunció. Reconoció su responsabilidad en la masacre del Silencio… ¿O no? ¿Acaso el general en jefe Lucas Rincón Romero no dijo que por los hechos acaecidos en la ciudad de Caracas esa tarde se le solicitó al presidente su renuncia y que él había aceptado? ¿Entonces?
Perdió el poder. Pero, por suerte para él y desgracia de nosotros, Raúl Baduel lo trajo de vuelta. Hoy, este general trisoleado jura enemistad hacia Chávez pero por algún conjuro, nadie le cree.
Aterrorizado, Chávez prometió, de nuevo, paz y amor. Pero vimos donde acabaron sus promesas… 25 mil personas despedidas, millones más segregadas por una lista inmunda que uno de sus acólitos (sumado ahora a la lista de nuevos enemigos) creó para acusar a quienes pedíamos un referendo para revocarle un mandato al que renunció el 12 de abril… Mejor dejamos de contar.

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