El gobierno no entiende. No se trata de una propaganda
fascista destinada a crear una matriz de opinión (aunque ciertamente hacen uso
del manual goebbeliano). Se trata de una creencia arraigada en buena parte del
ideario venezolano. Una cosa es pues, que en un discurso prevaricador se hagan
acusaciones infundadas y sobre todo, se cree la idea de un enemigo tan etéreo
como lo es Samuel Goldstein en la
excelente novela “1984”. Eso lo hacían Mussolini y Hitler como parte de su
proyecto totalizante. Otra muy diferente que en verdad crean esas necedades. Y
lo más grave es que en efecto, las creen.
Resulta una sandez hacer una cadena nacional para
decirle al país que unos sitios en internet (tucarro.com, tuinmueble.com y
mercadolibre.com) son responsables, junto con unos enemigos muy malucos en
Estados Unidos (Miami), para causar la inflación agobiante y el exagerado
precio del dólar (precio y no paridad porque, dada la política de soberanía
impuesta por el comandante galáctico, el
dólar es hoy la principal materia prima en un país como éste, que todo lo
importa). Y sin embargo, se hizo. Ya eso es muy grave.
El gobierno dista mucho de tener un programa coherente
para impulsar mejoras en verdad perentorias. No cree en las medidas que
inevitablemente deben tomarse, porque el comandante galáctico arruinó al país
gracias a su proyecto delirante (y personalista). Basta ver el costo de la
campaña electoral del 2012 (no creo posible que a esas alturas, Chávez no
estuviese al tanto de su propia gravedad) como muestra de la magnitud de la
irresponsabilidad de quienes hoy nos gobiernan.
El problema venezolano es sin embargo político. Aún
más. Yo me atrevería a decir que se trata de una enfermedad social crónica de
vieja data. Se trata de una concepción equívoca sobre el verdadero rol del
gobierno y del Estado (que no son lo mismo, aunque nuestra herencia caudillista
nos lo haga ver de ese modo). Por ello, la gente ha votado por caudillos, por
líderes mesiánicos que les prometan (con la inevitable decepción posterior) una
vida de confort y lujo sin mayores molestias que vocear por el líder de turno
en plazas y romerías, como lo hacía Mussolini en la Piazza Venezia de Roma.
Somos pues, un país distinto del que pudimos ser
alguna vez. Nos domina una pueril idea izquierdista de una sociedad utópica (y por
ello, imposible) y rechazamos cualquier oferta seria que nos ofrezca un genuino
desarrollo, porque agrede nuestra idiosincrasia. Y he aquí el meollo de todo
este asunto: no somos ese pueblo grandioso que fuimos alguna vez (y que
independizó a cinco naciones). Somos los restos de un pueblo valiente, que
ahora se ahoga en la ridiculez y la grotesca demostración de riqueza (que ni
siquiera tenemos), que prefiere excusar su cobardía en un oportunismo triste,
mediocre y carente de la ética que hace grande las naciones. Nos parecemos más
a los boliburgueses que a los
prohombres que en el pasado trataron de construir una nación independiente y
próspera.
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