viernes, 1 de noviembre de 2013

La lógica ilógica

La izquierda no es seria. Al menos no ésa que acusa a Betancourt por los asesinatos de los jóvenes guerrilleros que se alzaron en armas contra la república (asumiendo el riesgo de morir por ello), pero omite las víctimas de sus acciones violentas. Se celebra así al llamado guerrillero heroico, olvidando que la salsa que es buena para la pava lo es también para el pavo. Y bien podría decirse en el futuro que Pedro Carmona Estanga fue un héroe bajo la misma lógica (no soy el que lo dice, desde luego).
Su afán por mitificar la guerrilla durante los años ’60, de la que procede el Comandante Galáctico como un resabio de líderes no pacificados (Douglas Bravo, Kléber Ramírez, otros más), les ha hecho incurrir en un error lógico. Una falacia pues. Y la razón que invalida su argumento es que la lucha armada no se justificaba. Y no se justificaba filosóficamente porque los cambios deseados entonces por la subversión podían realizarse dentro de las reglas democráticas. Su única razón para explicar un alzamiento cívico-militar (como el de Puerto Cabello en 1962) era la poca raigambre de su planteamiento en el ideario popular y el afán por conquistar el poder para imponer – y recalco este verbo, imponer – el modelo socialista (en su mayoría imbuidos  además por las enseñanzas bárbaras de Pol Pot).
El fracaso de los golpes de Estado desde 1959 hasta 1992 y el triunfo electoral de Hugo  Chávez en 1998 son prueba del profundo rechazo popular a las salidas no institucionales, como la planteada por la guerrilla venezolana en la década de los ’60. El rechazo al llamado Carmonazo en abril del 2002 es de hecho consecuencia de ese mismo repudio (más que un apoyo ciego al caudillo). La violencia planteada en los ’60 no era justificable, en primer lugar porque el modelo propuesto por la subversión carecía de aceptación popular, y en segundo lugar, porque su oferta podía realizarse dentro de la civilidad democrática (como lo previeron Teodoro Petkoff y otros líderes guerrilleros a fines de 1965).
Los delitos cometidos por los cuerpos de seguridad de entonces no son justificables. Todo lo contrario, son profundamente reprochables (y ciertamente enlodaron el intento real de construir una democracia). Sin embargo, el trato prodigado a los presos políticos de este régimen (Ivan Simonovis, María de Lourdes Afiuni y otros muchos más) no es menos bárbaro. La muerte del empresario Franklin Brito (sin excluir las infelices declaraciones del propio caudillo, así como de sus acólitos) resultó tan cruel como lo pudo ser la de Fabricio Ojeda o el profesor Lovera en los ’60.
No justifico la tortura bajo ninguna circunstancia. La repudio sea que se le aplique a presos políticos en las mazmorras de dictadores (sean de derecha o izquierda) o a terroristas en la base de Guantánamo (los genuinos hombres civilizados no hacen esas cosas). La tortura es ruin y envilece profundamente al esbirro (tanto al que la aplica como al que la ordena o permite). Sin embargo, volver sobre hechos que prácticamente cumplen medio siglo, como lo es el caso venezolano, carece de sentido. La mayoría de las víctimas y de los victimarios están muertos y, salvo reconocer la crueldad y la imposibilidad de justificar semejantes atrocidades, no resulta útil a la impostergable tarea de reunificar al país y encausarlo hacia el desarrollo y el progreso.
No hay héroes pues en las acciones subversivas de los años ’60. Hay resabios de esa herencia horrenda de caudillos y jefes de montoneras que hicieron uso de la violencia para hacerse del poder con fines inconfesables. Hay en los jefes de la subversión una convicción aunque sea muy íntima de que por las vías democráticas no había posibilidades de triunfo y solo la lucha armada (un golpe de Estado) aseguraría la victoria. Puede que lo nieguen hasta la muerte pero no hay otra explicación. Y en el fondo, esa verdad incuestionable confiesa lo que ninguno de ellos desea admitir: su modelo, el socialismo, no tiene cabida en la sociedad venezolana. 

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