La izquierda no es seria. Al menos no ésa que acusa a
Betancourt por los asesinatos de los jóvenes guerrilleros que se alzaron en
armas contra la república (asumiendo el riesgo de morir por ello), pero omite
las víctimas de sus acciones violentas. Se celebra así al llamado guerrillero
heroico, olvidando que la salsa que es buena para la pava lo es también para el
pavo. Y bien podría decirse en el futuro que Pedro Carmona Estanga fue un héroe
bajo la misma lógica (no soy el que lo dice, desde luego).
Su afán por mitificar la guerrilla durante los años ’60,
de la que procede el Comandante Galáctico como un resabio de líderes no
pacificados (Douglas Bravo, Kléber Ramírez, otros más), les ha hecho incurrir
en un error lógico. Una falacia pues. Y la razón que invalida su argumento es
que la lucha armada no se justificaba. Y no se justificaba filosóficamente
porque los cambios deseados entonces por la subversión podían realizarse dentro
de las reglas democráticas. Su única razón para explicar un alzamiento
cívico-militar (como el de Puerto Cabello en 1962) era la poca raigambre de su
planteamiento en el ideario popular y el afán por conquistar el poder para
imponer – y recalco este verbo, imponer – el modelo socialista (en su mayoría imbuidos
además por las enseñanzas bárbaras de
Pol Pot).
El fracaso de los golpes de Estado desde 1959 hasta
1992 y el triunfo electoral de Hugo Chávez
en 1998 son prueba del profundo rechazo popular a las salidas no
institucionales, como la planteada por la guerrilla venezolana en la década de
los ’60. El rechazo al llamado Carmonazo
en abril del 2002 es de hecho consecuencia de ese mismo repudio (más que un
apoyo ciego al caudillo). La violencia planteada en los ’60 no era justificable,
en primer lugar porque el modelo propuesto por la subversión carecía de
aceptación popular, y en segundo lugar, porque su oferta podía realizarse
dentro de la civilidad democrática (como lo previeron Teodoro Petkoff y otros
líderes guerrilleros a fines de 1965).
Los delitos cometidos por los cuerpos de seguridad de
entonces no son justificables. Todo lo contrario, son profundamente
reprochables (y ciertamente enlodaron el intento real de construir una
democracia). Sin embargo, el trato prodigado a los presos políticos de este
régimen (Ivan Simonovis, María de Lourdes Afiuni y otros muchos más) no es
menos bárbaro. La muerte del empresario Franklin Brito (sin excluir las
infelices declaraciones del propio caudillo, así como de sus acólitos) resultó
tan cruel como lo pudo ser la de Fabricio Ojeda o el profesor Lovera en los ’60.
No justifico la tortura bajo ninguna circunstancia. La
repudio sea que se le aplique a presos políticos en las mazmorras de dictadores
(sean de derecha o izquierda) o a terroristas en la base de Guantánamo (los genuinos
hombres civilizados no hacen esas cosas). La tortura es ruin y envilece profundamente
al esbirro (tanto al que la aplica como al que la ordena o permite). Sin
embargo, volver sobre hechos que prácticamente cumplen medio siglo, como lo es
el caso venezolano, carece de sentido. La mayoría de las víctimas y de los
victimarios están muertos y, salvo reconocer la crueldad y la imposibilidad de
justificar semejantes atrocidades, no resulta útil a la impostergable tarea de reunificar
al país y encausarlo hacia el desarrollo y el progreso.
No hay héroes pues en las acciones subversivas de los
años ’60. Hay resabios de esa herencia horrenda de caudillos y jefes de
montoneras que hicieron uso de la violencia para hacerse del poder con fines
inconfesables. Hay en los jefes de la subversión una convicción aunque sea muy
íntima de que por las vías democráticas no había posibilidades de triunfo y
solo la lucha armada (un golpe de Estado) aseguraría la victoria. Puede que lo
nieguen hasta la muerte pero no hay otra explicación. Y en el fondo, esa verdad
incuestionable confiesa lo que ninguno de ellos desea admitir: su modelo, el
socialismo, no tiene cabida en la sociedad venezolana.
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