martes, 5 de agosto de 2008

El servicio en Venezuela

El servicio público en Venezuela es pésimo, por decir lo menos. El trato ofrendado a los usuarios es infame e infamante y, desde luego, inaceptable. Infortunadamente, nosotros nos hemos acostumbrado a este vejamen cotidiano de parte de aquéllos obligados por sus funciones a atender las solicitudes y quejas de las personas. Y lo que es peor, nos hemos habituado a que nuestros derechos valgan nada y dos mil años de pugnas por los derechos civiles se vayan por el caño, al menos en lo que concierne a nuestro país.
La ley es clarísima. El servidor puede hacer observaciones sobre recaudos faltantes pero en ningún caso podrá rechazar la recepción de los recaudos, sobre todo cuando existen lapsos que impiden el ejercicio de derechos o imponen sanciones pecuniarias. Sé que la administración presupone – lo cual es contrario a la Constitución – que los particulares pueden obrar con intenciones inconfesables. Si bien es sano que haya mecanismos para minimizar las trampas, éstos no pueden vulnerar la presunción de inocencia contenida en el texto fundamental. El servidor puede pedir lo que requiera de acuerdo a cada caso pero no puede negarse a recibir la solicitud ni solicitar recaudos que la ley no le permite exigir.
Sobre esto, debo decir que el principio de legalidad en materia administrativa opera en forma diametralmente opuesta a como lo hace en campo privado. Mientras yo, como un ciudadano particular, puedo hacer todo aquello que no esté (expresa o tácitamente) prohibido por la ley, el Estado (todo) podrá hacer sólo aquello que (expresa o tácitamente) le autorice la ley. Dicho de un modo más simple, toda actividad del Estado debe proceder de una norma. Este principio no es un mero capricho capitalista. Su razón de ser no es otra que contener al Estado, mucho más poderoso, frente al ciudadano, que es, obviamente, mucho más débil.
Si bien este principio es más complejo y que el Estado goza de prerrogativas, también lo es que, luego de duras pugnas para darle forma y contenido a los derechos civiles, esos límites impuestos al Estado no sólo son reales, sino además, saludables.
Actuar ante cualquier organismo público se ha vuelto un auténtico calvario. Quienes ejercemos la profesión que hizo honorable a la República Romana soportamos con el estoicismo de los franciscanos el trato degradante que ofrendan la mayoría de los entes del Estado. Desde aguantar majaderías de un servidor, puesto al servicio de los usuarios que pagan su salario, hasta el deterioro inaceptable del edificio José María Vargas, ése que coloquialmente mientan “Pajaritos”.
El Colegio de Abogados poco o nada ha hecho y quienes representan al gremio se han limitado a mantener míseras cuotas de poder. Mientras tanto, los abogados de este país nos hemos rebajado profundamente, degradando la honorabilidad de la profesión. Otros Colegios profesionales han hecho lo mismo, como, por ejemplo, el Colegio de Médicos respecto a las cuantiosas sumas de dinero destinadas a lo que el doctor Gabaldón denominó “atención primaria”, allá por la década de los ’40 (para aquéllos ingenuos que creen en la novedad del plan barrio adentro), mientras los centros de salud se caen a pedazos y la gratuidad de la asistencia social se limita a un médico y un colchón en muy mal estado.
Basta de burlas. Basta de mentiras. El servicio público venezolano es denigrante. Se obliga a las personas a presentarse en horas extravagantes en sitios azotados por la inseguridad campante, para recoger un odioso número, aun antes que el funcionario que ha de atendernos piense siquiera despertarse. Se castiga al país, forzando a la gente a faltar a sus trabajos y desperdiciar una mañana o más en áreas mal acondicionadas para la espera. Muchas veces, el personal carece de la formación académica suficiente para atender solicitudes vinculadas con áreas de especialización. El afán contralor por parte del Estado, ha hecho de trámites ordinarios, como el registro de una compra-venta o de una asamblea de accionistas, una odisea que conlleva horas de atención. Esto son sólo ejemplos de la disfunción general de la administración pública.
La sociedad debe hacerse respetar por los servidores públicos, desde el presidente, que no es más que el primero entre todos los empleados del Estado; hasta el portero de una oficina pública cualquiera. No sólo porque es denigrante y contrario a las leyes, sino porque visto en términos de hora/hombre, la República pierde ingentes cantidades de dinero por esa burocracia inútil y paralizante. Por eso, invito a los ciudadanos y en especial a los abogados, a que actuemos a favor del ciudadano, de la honorabilidad de las profesiones y la salvaguarda de los intereses patrimoniales de la sociedad.

Francisco de Asís Martínez Pocaterra
Abogado

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