Edzar Ernst publicó un trabajo
después de veinte años de investigaciones, desmotando creencias y mitos de la
medicina alternativa. Su trabajo, «A Scientist in Wonderland» («Un científico
en la tierra de la maravillas»), prueba a través del método científico, que la
medicina complementaria no solo es un fiasco, sino que además puede resultar
peligrosa. La sustitución de tratamientos convencionales, aunque sean muy duros
(como la quimioterapia), por otros alternativos pueden costarle la vida al
paciente, aunque se disfracen de «sabiduría milenaria».
En su libro expone la feroz
oposición que sobre sus estudios hizo mucha gente, incluso el príncipe de
Gales, al parecer un defensor a ultranza de la homeopatía. Sin adentrarnos en
los chismes, el autor concluye que su esfuerzo sirve para demostrar la
ineficacia de las terapias alternativas, pero no para convencer a sus
defensores, para quienes «la medicina alternativa parecía haberse transformado
en una religión, una secta cuyo credo central debe ser defendida a toda costa
contra el infiel».
No pretendo polemizar sobre la
eficacia o no de esas terapias. He usado el trabajo de Ernst para exponer un
mal que no solo afecta a las ciencias, sino que se arraiga en el alma del
hombre, nublándole la razón y por ello, cegándole la inteligencia. Podría
compararse quizás, con las teorías conspirativas, sobre las cuales no se ha
aportado evidencia alguna que avale concienzudamente esas afirmaciones. Insisto,
parte de la esencia de su trabajo, y que podría ser profundamente beneficiosa
para el mundo de hoy, es el profundo daño que puede causar el dogmatismo, que
sin duda hace de personas inteligentes, unos verdaderos idiotas.
No malinterprete mis palabras, amigo
lector. Creer en algo no convierte a nadie en un imbécil. Aun si cree con
fervor. Ese no es el problema. Lo es, sin dudas, cuando se pierde la capacidad autocrítica
y un mínimo de objetividad y por ello, se ignoran infinidad de evidencias concretas
para defender dogmáticamente lo indefendible. Al fin de cuentas, eso termina
siendo tan solo soberbia.
En el ámbito político ocurre con
tanta frecuencia que en abundan el mundo los malos gobiernos y las llamadas
revoluciones, causantes de profundos estragos. Lo que sucede en Venezuela es
prueba de ello. Ante el caudal de evidencias irrefutables sobre la pésima
gestión de este «proceso revolucionario», sus cabecillas, como los defensores a
ultranza de los tratamientos alternativos, se aferran a sus dogmas y recurren al
discurso prevaricador, pero en modo alguno logran derribar una realidad
demostrada con hechos.
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