Muchos
creen que la deposición del presidente Maduro es la solución a la profunda
crisis que adolece esta aporreada nación. Podría ser en parte, dada la tozudez
del equipo de gobierno en materia económica. No obstante, no es ésa la
verdadera salida.
La
crisis venezolana no es circunstancial. Tristemente debemos asumir que es
endémica. Se debe a una concepción errónea de lo que debe ser el Estado, de sus
fines y de su relación con el pueblo. Así mismo, hay una idea equívoca de lo
que debe ser un gobierno. El venezolano se ha ido habituando a un Estado
todopoderoso y benefactor, cuya inviabilidad quedó patentada mucho antes de la
llegada de la revolución al poder.
Si
en verdad deseamos salir airosos de esta crisis (que es la misma que venimos sufriendo
espasmódicamente), necesitamos cambiar nosotros primero y desde esa modesta metamorfosis
íntima, alcanzar los cambios necesarios para encausarnos hacia el desarrollo y
el progreso. La transformación no viene del Estado – o una élite – hacia abajo,
sino todo lo contrario. Surge de la gente común y corriente que termina
reflejándose en el liderazgo.
Somos una sociedad majadera e inmadura. Esperamos del Estado lo que como ciudadanos debemos hacer. Tenemos que responsabilizarnos por nosotros mismos. Solo así el Estado dejará de ser lo que hasta hoy ha sido y evolucionará hacia algo mejor, más eficiente y serio, que no solucione los problemas de la gente, que son de cada uno y de cada uno depende solucionarlos, sino que fomente los procesos y mecanismos para que las personas se desarrollen de acuerdo a sus intereses y capacidades. Dicho de una forma simple: Si no quiere calles sucias, ¡no las ensucie!
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