Leo
en el blog de Milagros Socorro un artículo suyo de septiembre del año pasado,
sobre la forma como el caudillo aspirante a la inmortalización se refirió a la
tragedia de Amuay. Si no entendí mal, la periodista quiso hacer referencia a la
concepción que del ejercicio del gobierno tienen estos autoproclamados
revolucionarios, como es la de ser la gestión del Estado un show, que sin
importar qué vicisitudes horrendas puedan ocurrir tras bastidores, debe
continuar para garantizarle a los productores sus cuantiosos beneficios.
Esa
visión recuerda los circos fascistas organizados por Benito Mussolini en la
Plaza Venecia. Unas concentraciones de algunas decenas de miles de personas,
que, cual tinglado, ejercían su rol de pueblo, para investir al fascismo de una
legitimidad callejera. Antes Chávez y ahora Maduro, con su “gobierno de calle” (¿Será
porque recorre las calles como las putas en busca de clientes?), hicieron de
esos shows un modo de venderse como una mayoría aplastante, autorizada
popularmente para avasallar al adversario político, quien no es visto como tal
sino como un enemigo al que se le niega hasta un vaso de agua.
Este
gobierno no urge de logros, que ciertamente no los tiene. Necesita una
propaganda ensordecedora que acalle la verdad. Sigue al pie de la letra la
cartilla de la propaganda nazi. A Chávez jamás le importó si su administración
lograba algún éxito real en materia económica. Su único propósito era “vender”
logros, aunque fuesen solo un show televisado.
Nicolás
Maduro sigue ese ejemplo, convocando masas que tiñan burdamente de legitimidad
su gobierno, empañado por unas elecciones señaladas por la Unión Europea y el
Centro Carter, una nacionalidad dudosa, una gestión deplorable. Su gobierno
callejero busca eso, mostrar por los medios unas masas enloquecidas, apoyando
con sus gritos histéricos hasta su propia defenestración.
Este
régimen ha hecho del ejercicio del gobierno una fastuosa exposición de
ilusiones, payasadas y malabares, en la que la ciudadanía no es más que la
galería ruidosa en las gradas, que se deja convencer con la magia del tinglado
para olvidarse de sus miserias aunque sea por un rato. Pero no cabe la menor
duda, más tarde, más temprano, la función siempre acaba.
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