martes, 8 de octubre de 2013

El show debe seguir

Leo en el blog de Milagros Socorro un artículo suyo de septiembre del año pasado, sobre la forma como el caudillo aspirante a la inmortalización se refirió a la tragedia de Amuay. Si no entendí mal, la periodista quiso hacer referencia a la concepción que del ejercicio del gobierno tienen estos autoproclamados revolucionarios, como es la de ser la gestión del Estado un show, que sin importar qué vicisitudes horrendas puedan ocurrir tras bastidores, debe continuar para garantizarle a los productores sus cuantiosos beneficios.
Esa visión recuerda los circos fascistas organizados por Benito Mussolini en la Plaza Venecia. Unas concentraciones de algunas decenas de miles de personas, que, cual tinglado, ejercían su rol de pueblo, para investir al fascismo de una legitimidad callejera. Antes Chávez y ahora Maduro, con su “gobierno de calle” (¿Será porque recorre las calles como las putas en busca de clientes?), hicieron de esos shows un modo de venderse como una mayoría aplastante, autorizada popularmente para avasallar al adversario político, quien no es visto como tal sino como un enemigo al que se le niega hasta un vaso de agua.
Este gobierno no urge de logros, que ciertamente no los tiene. Necesita una propaganda ensordecedora que acalle la verdad. Sigue al pie de la letra la cartilla de la propaganda nazi. A Chávez jamás le importó si su administración lograba algún éxito real en materia económica. Su único propósito era “vender” logros, aunque fuesen solo un show televisado.  
Nicolás Maduro sigue ese ejemplo, convocando masas que tiñan burdamente de legitimidad su gobierno, empañado por unas elecciones señaladas por la Unión Europea y el Centro Carter, una nacionalidad dudosa, una gestión deplorable. Su gobierno callejero busca eso, mostrar por los medios unas masas enloquecidas, apoyando con sus gritos histéricos hasta su propia defenestración.
Este régimen ha hecho del ejercicio del gobierno una fastuosa exposición de ilusiones, payasadas y malabares, en la que la ciudadanía no es más que la galería ruidosa en las gradas, que se deja convencer con la magia del tinglado para olvidarse de sus miserias aunque sea por un rato. Pero no cabe la menor duda, más tarde, más temprano, la función siempre acaba.


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