Las meninas al pie del sultán enamorado
Una nación de primer
mundo la construyen ciudadanos primermundistas.
Dieciséis piezas,
evocación de las Meninas, ataviadas con elementos propios de nuestra cultura
(en especial celebro el homenaje a Deyna Castellanos, una excelente atleta),
decoran al municipio Chacao. Sé que, para muchos, el dispendioso gasto
contrasta con una ciudadanía depauperada (aun en ese municipio, uno de los más
prósperos), y que para otros no se trata de arte. Confieso, mi parecer sobre la
creación artística atraviesa varias visiones, varias ideas, y angustiosas
contradicciones, la intervención de una obra preexistente, si bien para mí no
lo es, otros, artistas verdaderos, sí lo es. En cuanto al gasto dispendioso, si
bien reconozco las penurias de tantos, también creo en la capacidad
civilizadora del ornato urbano.
La reducción de nuestra ciudad – soy caraqueño,
de esos que por la eterna odalisca y su sultán enamorado siento un ambiguo sentimiento
de amor y odio – a una terreno yermo, baldío, plagado de basura y alimañas nos
ha rebajado a meros pobladores, y nos hemos olvidado de la condición de
ciudadanos e incluso, hemos llegado al extremo de desdeñarla y, acaso, odiar
esa cualidad. Caracas, la otrora urbe de los techos rojos, hoy bosque nublado
de cemento y hormigón en esta grieta a mil metros sobre el nivel del mar, se ha
ido ranchificando y de ser la sucursal del Cielo, no es más que una zanja maloliente
entre cerros plagados de casas de cartón. Aquellas urbanizaciones ornadas por
apamates, samanes, araguaneyes, jabillos, son ahora meras barriadas
malolientes, desdibujadas en un no sé que son.
Realzar su belleza y, por qué no, a los
hijos que con orgullo podemos llamarlos venezolanos (desde el sonero mayor Oscar
D’ León y la inigualable Yulimar Rojas hasta la grandiosa pianista Gabriela
Montero, indistintamente de sus filiaciones políticas), bien podría recordarnos
valores cardinales para el desarrollo de una sociedad del primer mundo:
esfuerzo, trabajo, tesón, dedicación, amor propio, entre tantos otros que
hicieron de ellos los hombres y mujeres exitosos que recogen su provechosa
cosecha.
Mientras escribo esto, escucho el Canon de
Pachelbel y el Adagio de Albinoni (dos piezas musicales de excepcional
belleza), y no puedo obviar el alimento del alma. Mientras unos, necios,
deliran con obras ciclópeas que por lo general quedan en promesas incumplidas,
pequeñas cosas bien pueden embellecernos la vida y, lo crean o no, civilizarnos
cada día un poco más. Si a usted le agrada su casa bonita, limpia y ordenada,
¿por qué no su ciudad y su país? Tal vez resulte odioso para muchos, pero de
nada sirve la espectacularidad del Ávila (me resisto a darle ese nombre
politizado, que más persigue un fin proselitista que la reivindicación genuina
de nuestra identidad nacional), si a sus pies yace una porqueriza.
Sé de las grandes carencias de una ciudad y
de un país gestionados para arruinarlos, pero reconozco el poder civilizador
del ornato público, y aunque detesto las dictaduras, y por ello la del general
Pérez Jiménez (sin ser tan obtuso para no reconocer los beneficios de tan
deplorable régimen), convengo que la transformación del espacio físico civiliza
y hace de la gente ciudadanos.
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