Con
ocasión de una de esas muchas necedades que uno lee en las noticias, no quiero
ser yo, un buen hijo de Fidel o Chávez. Soy, creo, un buen hijo de mi papá y mi
mamá.
Fidel Castro Ruz
cumplió 90 años. Senil y apartado del poder, parece ser tan solo un fetiche al
que una izquierda terca rinde pleitesía como a un dios menor. Uno que por arte
de magia permitirá la resurrección del socialismo. No comprenden estos
adoradores lo que Hegel ya veía hace más de 200 años: que el liberalismo es
desde un punto de vista conceptual, un modelo que ya no puede mejorarse más.
Nicolás Maduro, como
muchos más que permanecen congelados en el pasado, se refugia en su ignorancia
– grosera – para loar un modelo que sin dudas ha sido la causa de esta crisis,
la más profunda y grave de nuestra historia reciente. Viaja a Cuba para
obsequiarle a un dictador, decrépito que va caminando hacia el olvido, una
serenata de trasnochados que como él, loan al dictador y creen en la poderosa
magia del socialismo para resolver los problemas. Mientras tanto, en Venezuela
se repiten las mismas anécdotas de todos los países en los que se ha ensayado
una idiotez tan grande como seguidores llegó a tener (y que aún sigue teniendo,
creo yo más, por una necesidad de tener la razón y de justificar la mediocridad
propia que por una genuina creencia de que eso puede funcionar): la escasez,
los controles, la represión y la necesidad de criminalizar cada vez más
actividades para hacer lo único que el socialismo puede redistribuir, la
miseria.
Fidel Castro no es un
ejemplo a seguir. Condenó a su pueblo a la desdicha de vivir encerrados en una
isla depauperada por una revolución que un lugar de soluciones, trajo
problemas. Su terquedad – y soberbia – le impiden reconocer lo que su hermano
sí, aunque sea veladamente: que el socialismo fracasó. Le importó un rábano que
millones de cubanos padecieran penurias mientras a él solo le preocupaba mantenerse
en el poder, sostener su régimen e intentar, fallidamente, crear un bloque
regional con epicentro en él (disfrazado de La Habana).
Creo que América
Latina debe hacer un mea culpa y en lugar de achacarle sus errores a otros,
llámense los conquistadores españoles del siglo XVI o Estados Unidos, reconocer
que como naciones, hemos hecho muy mal las cosas. A pesar de las diferencias
que como pueblos tenemos, todos mostramos una tendencia infame a creer en las
soluciones mágicas y el «hombre a caballo», redentor de las causas que
habitualmente termina siendo un demonio causante de pesadillas indecibles. No
se es un gran país porque se tengan maravillas naturales como el Salto Ángel o
El Gran Cañón del Colorado (obras de Dios o de accidentes geográficos, pero no
del hombre). Se llega a ser un país grande y próspero por la gente que lo
habita. Y mientras nosotros nos excusamos, como el mal alumno que se refugia en
excusas necias; los estadounidenses han hecho de su país la potencia que es.
Basta de refugiarnos
en momias y encantadores. Es hora de sustituir al pueblo por una ciudadanía
respetuosa de la ley, productiva y responsable de sí misma, y a los caudillos
por verdaderos dirigentes políticos, conocedores del oficio. Es hora de creer
que los pueblos, la gente, son lo suficientemente maduros para vivir en
democracia y no depender, como unos manganzones, del padrecito Estado, llámese
Fidel Castro, Hugo Chávez o Nicolás Maduro.
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