jueves, 10 de marzo de 2016

De la soberbia y la falsa voluntad popular

            
Desde las siete de la noche del 6 de diciembre se sabía que la nueva Asamblea Nacional sería mayoritariamente opositora. A partir de entonces, el Psuv maniobró para controlar el TSJ y desde la Sala Constitucional torpedear todas las iniciativas del legislativo. Queda claro pues, como ya el pueblo no los apoya más, se le ignora. Ahora no se trata de la «popularidad» del gobierno (que era de Chávez realmente), sino de la «legalidad» (que termina siendo una interpretación conveniente y cada vez menos creíble de los principios constitucionales).
Para los dirigentes oficialistas, el pueblo no sabe realmente lo que desea. Son ellos quienes deben decidir en su nombre.
            No es nuevo. La izquierda subversiva pretendió fallidamente desconocer la voluntad del pueblo en los años ’60, cuando el llamado a la abstención en las elecciones del ’63 fue un fracaso y decidieron entonces tomar el camino de «la lucha prolongada de guerrillas», y luego, en los sucesivos procesos electorales, cuando todos los partidos de izquierda radical juntos no alcanzaban más de un 15 % de los votos y de todos modos, aspiraban hacerse del poder aun por medios violentos (como se intentó en febrero de 1992). Asimismo, los militares que en el pasado «impusieron el orden» también obviaron la voluntad del pueblo, erigiendo regímenes basados en la autoridad del fusil. Hay en la actual clase dirigente, esa misma soberbia. Para los dirigentes oficialistas, el pueblo no sabe realmente lo que desea. Son ellos quienes deben decidir en su nombre.
            La retórica chavista funcionaba mientras decenas de miles de personas se congregaban en la avenida Bolívar para hacer bien su papel de pueblo. Pero ahora que Maduro, un hombre sin carisma alguno, no logra concentrar masas (como ya no lo hacía el propio Chávez al final de su mandato), debe apoyarse en las instituciones para mantener el poder, con lo cual se ha dado el paso definitivo para desnaturalizar nuestra menguada democracia y degenerarla en esta nueva clase de dictadura con visos de legalidad.
Con Maduro no manda el pueblo (que nunca lo ha hecho en estos diecisiete años). Lo hace una élite apoyada en una parte del ejército.
            Con Maduro no manda el pueblo (que nunca lo ha hecho en estos diecisiete años). Lo hace una élite apoyada en una parte del ejército. Antes, la popularidad de Chávez permitía al menos la confusión. Este gobierno no es democrático y si bien no ha ilegalizado a los partidos opositores (por ahora), los excluye (de hecho) y llega al extremo de desconocer a un órgano del poder público porque no está subordinado a sus caprichos, como sí lo están otros y como lo estuvo el poder legislativo durante el mandato de Chávez y, tras su muerte, hasta el pasado 5 de enero, cuando 112 diputados opositores, electos por el voto popular, tomaron posesión de sus cargos.

            Se le ven las costuras a este régimen. Desde la apresurada (e ilícita) designación de magistrados (luego de la jubilación forzosa de algunos) hasta las posteriores decisiones (tomadas por esos nuevos magistrados) que afectan la debida separación de poderes, su conducta desnuda su precaria vocación democrática y, desde luego, su desprecio por la voluntad del pueblo, que lo es si y solo si apoya su permanencia hegemónica en el poder. 

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