Lo que ha ocurrido en Venezuela estos últimos
diecisiete años no es inédito. Por lo menos no lo es en su esencia. Desde su
formación como Estado independiente en 1811 y aún más, desde la separación de
la Gran Colombia en 1830, la influencia «militar» ha estado presente bajo la
odiosa figura del caudillo. Tal vez fue, como lo afirma Uslar, una consecuencia
del modo como se desarrolló la guerra de independencia durante diez años, que
destruyó todo vestigio del orden colonial imperante por más de tres siglos, sin
establecer realmente otro más allá de las jefaturas temporales de los caudillos.
Sea cual fuese la causa del «caudillismo»,
nuestra evolución histórica se vio influenciada por «hombres fuertes», sobre
los cuales se erigieron épocas, sin que dejaran realmente alguna base
institucional más allá de un vago credo igualitario y federalista. Sin importar
la notoriedad de algunos, desde Bolívar hasta los «Restauradores», todos fueron
caudillos, hombres fuertes que se «impusieron» y durante algún tiempo, pusieron
orden. Prueba de ello es que a Venezuela la han regido veintiséis
constituciones, y por los vientos que parece, vamos camino de la
vigesimoséptima. Sin embargo, aún no tenemos una «verdadera república».
La muerte de Gómez en 1935 trajo la
modernidad que tímidamente se asomó durante su dictadura. Y también, nuevas
ideas políticas, que para el viejo dictador eran herejías propias de los «malos
hijos de la patria». Manuel Caballero decía que los venezolanos hemos anhelado
un orden democrático desde la década de los ’30, cuando Rómulo Betancourt
abandonó el comunismo y construyó un partido plural de centro izquierda. Yo
diría que hemos fracasado en el intento por construir uno realmente robusto.
A pesar del esfuerzo sincero
manifestado en el Pacto de Puntofijo, la dirigencia política que reemplazó a la
élite perezjimenista a partir de enero de 1958 no logró sembrar unas bases
democráticas lo suficientemente robustas. Por ello, la tentativa modernizadora
de Pérez en los primeros años de los ’90 no caló en las élites, que sin
pensarlo se echaron en los brazos de un chafarote.
Diecisiete años después, la nación
está en ruinas. Sin exagerar, creo que la revolución ha africanizado al país,
aunque recibió una cantidad de dinero que ninguno otro de nuestros gobiernos ha
recibido. Huelga enumerar las penurias por todos conocidas. El 6 de diciembre
pasado hubo un pronunciamiento claro de la población: quiere cambios, quiere
que se deje atrás el modelo socialista y se reconstruya una economía maltrecha
por políticas desatinadas. El cambio, no obstante, debe generarse desde una
plataforma consensuada. Quiéranlo o no, y sea como sea que le llame, el Pacto
de Puntofijo debe reeditarse.
Más allá de un acuerdo estrictamente
político, como lo fue el de Puntofijo, urge un consenso nacional que incluya a
las diversas fuerzas sociales, aun de aquellas que parecen estar en conflicto, para
trazar unas reglas básicas, o lo que sería más apropiado, un marco ontológico
que sirva de referente jurídico y económico para impulsar la
institucionalización del país bajo valores democráticos universalmente
reconocidos, así como para la recuperación progresiva de la capacidad
adquisitiva de la mayor suma posible de ciudadanos. Un acuerdo que trascienda
al liderazgo y que no se derrumbe como el de Puntofijo, porque AD se divorció
de Carlos Andrés Pérez y Caldera de COPEI. Este es pues, el gran reto que no
solo recae sobre los 112 diputados de la MUD, electos el 6 de diciembre pasado,
sino sobre los otros 55, militantes del PSUV, y desde luego, sobre todos los
venezolanos, agrupados en las diversas formas de manifestarse la pluralidad de
intereses en una sociedad moderna.
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