lunes, 4 de enero de 2016

De Carabobo a Puntofijo, otra vez

            
Lo que ha ocurrido en Venezuela estos últimos diecisiete años no es inédito. Por lo menos no lo es en su esencia. Desde su formación como Estado independiente en 1811 y aún más, desde la separación de la Gran Colombia en 1830, la influencia «militar» ha estado presente bajo la odiosa figura del caudillo. Tal vez fue, como lo afirma Uslar, una consecuencia del modo como se desarrolló la guerra de independencia durante diez años, que destruyó todo vestigio del orden colonial imperante por más de tres siglos, sin establecer realmente otro más allá de las jefaturas temporales de los caudillos.
            Sea cual fuese la causa del «caudillismo», nuestra evolución histórica se vio influenciada por «hombres fuertes», sobre los cuales se erigieron épocas, sin que dejaran realmente alguna base institucional más allá de un vago credo igualitario y federalista. Sin importar la notoriedad de algunos, desde Bolívar hasta los «Restauradores», todos fueron caudillos, hombres fuertes que se «impusieron» y durante algún tiempo, pusieron orden. Prueba de ello es que a Venezuela la han regido veintiséis constituciones, y por los vientos que parece, vamos camino de la vigesimoséptima. Sin embargo, aún no tenemos una «verdadera república».
            La muerte de Gómez en 1935 trajo la modernidad que tímidamente se asomó durante su dictadura. Y también, nuevas ideas políticas, que para el viejo dictador eran herejías propias de los «malos hijos de la patria». Manuel Caballero decía que los venezolanos hemos anhelado un orden democrático desde la década de los ’30, cuando Rómulo Betancourt abandonó el comunismo y construyó un partido plural de centro izquierda. Yo diría que hemos fracasado en el intento por construir uno realmente robusto.
            A pesar del esfuerzo sincero manifestado en el Pacto de Puntofijo, la dirigencia política que reemplazó a la élite perezjimenista a partir de enero de 1958 no logró sembrar unas bases democráticas lo suficientemente robustas. Por ello, la tentativa modernizadora de Pérez en los primeros años de los ’90 no caló en las élites, que sin pensarlo se echaron en los brazos de un chafarote.
            Diecisiete años después, la nación está en ruinas. Sin exagerar, creo que la revolución ha africanizado al país, aunque recibió una cantidad de dinero que ninguno otro de nuestros gobiernos ha recibido. Huelga enumerar las penurias por todos conocidas. El 6 de diciembre pasado hubo un pronunciamiento claro de la población: quiere cambios, quiere que se deje atrás el modelo socialista y se reconstruya una economía maltrecha por políticas desatinadas. El cambio, no obstante, debe generarse desde una plataforma consensuada. Quiéranlo o no, y sea como sea que le llame, el Pacto de Puntofijo debe reeditarse.

            Más allá de un acuerdo estrictamente político, como lo fue el de Puntofijo, urge un consenso nacional que incluya a las diversas fuerzas sociales, aun de aquellas que parecen estar en conflicto, para trazar unas reglas básicas, o lo que sería más apropiado, un marco ontológico que sirva de referente jurídico y económico para impulsar la institucionalización del país bajo valores democráticos universalmente reconocidos, así como para la recuperación progresiva de la capacidad adquisitiva de la mayor suma posible de ciudadanos. Un acuerdo que trascienda al liderazgo y que no se derrumbe como el de Puntofijo, porque AD se divorció de Carlos Andrés Pérez y Caldera de COPEI. Este es pues, el gran reto que no solo recae sobre los 112 diputados de la MUD, electos el 6 de diciembre pasado, sino sobre los otros 55, militantes del PSUV, y desde luego, sobre todos los venezolanos, agrupados en las diversas formas de manifestarse la pluralidad de intereses en una sociedad moderna.   

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