Umberto Eco, destacado filósofo contemporáneo, en
su libro «A paso de cangrejo», ha dedicado un aparte a la «retórica
prevaricadora» como meta política de tiranos y demagogos. Al gobierno
revolucionario solo le interesa «adecuar la realidad a sus dogmas» y para ello
recurre a ese discurso maniqueo al cual se refiere el filósofo italiano. Para
Maduro, que del ejercicio democrático del poder entiende muy poco, lo
importante no es que en las despensas de la gente se encuentre comida o que de
las universidades egresen profesionales bien formados, sino colmar informes con
cifras que den fama a la revolución para luego, a echarse a dormir y vivir del
cuento, como dice el refranero popular y en efecto, se ha demostrado con la
Revolución Cubana.
En esa retórica se apela al
«pueblo», que es solo ése que le apoya y que como hacía en sus mejores años el
dictador fascista Benito Mussolini, se le reúne en una plaza para que
gritándole vítores al caudillo, se le endilgue el rol de portavoz de la
voluntad popular. Poco importa que en las elecciones del 6 de diciembre pasado,
la mayoría – una indiscutible mayoría - les diese su voto a los candidatos
opositores. Desde entonces, no solo han intentado maniobras para mermar la
inmensa mayoría parlamentaria, sino que desconocen como pueblo a esa ciudadanía
que ciertamente lo es, y que prefirió la opción de cambio.
Surgen así las teorías, que no
explican la realidad sino que justifican los dogmas. Su afán no es demostrar,
sino convencer. Y como los ufólogos, que recurren a las teorías conspirativas
para desestimar todas las evidencias que desarman sus alegatos, el gobierno
revolucionario recurre a la inculpación de enemigos para ofrecer una explicación
simplista de su fracaso. Tanto como Nerón acusó a los cristianos del incendio
de Roma y el régimen nazi a los judíos de la ruina alemana luego de colapsar la
República de Weimar, el gobierno revolucionario se inventa planes
desestabilizadores de agentes extranjeros en complicidad con la oposición
(sabiamente generalizada) y guerras económicas de parte del empresariado local
(nuevamente generalizando) para excusar sus políticas fallidas. Aún más, los
actores marxistas dentro del gobierno – y en los círculos intelectuales
domésticos y extranjeros - apelan a infinidad de teorías para desmentir el
fracaso del socialismo como modelo político.
Su ceguera no es más que una
negación de la realidad, que deja de ser la consecuencia natural que impide
reconocer el fracaso propio, para convertirse en la respuesta oficial y el
objeto fundamental de la propaganda gubernamental. Ya no se trata del ingenuo
muchacho socialista que se niega a reconocer que la URSS ya no existe y que
China dejó el comunismo desde los días de Den Xiaoping, sino de una política
sistemática de negación de la realidad para deslastrarse de la responsabilidad
por la precaria calidad de vida lograda en estos diecisiete años de gobierno
revolucionario y de ese modo, mantener el poder. Por eso, se le atribuye al
revendedor la cualidad de «bachaquero» o como «acaparador doméstico» al que
sigue el buen consejo que José dio al faraón. Se inventan términos para criminalizar
la reventa o almacenaje de productos, cuando esas conductas no son más que la
consecuencia inevitable de un mercado con tantas carencias. Por eso, se crea un
ministerio de «agricultura urbana», para sembrar tomates en un porrón o crías
pollos en el balcón del apartamento, como solución a la grave escasez producida
por políticas económicas que han destruido el aparato productor, sin importar
lo malsano que esa agricultura urbana puede resultar, y diciéndole veladamente
al ciudadano, «si usted quiere comer, no cuente con supermercados, siembre y
críe como pueda».
Aunque parezca paradójico, a la
gente le resulta más fácil creer la idiotez de la guerra económica que
explicaciones técnicas de por qué el modelo adoptado por la revolución es la
verdadera causa de las miserias cotidianas, y la razón es que en el fondo, las
personas no quieren explicaciones, como tampoco las desea el gobierno. Tan solo
anhelan tener razón. Tristemente, la política en Venezuela ha sido desde hace
mucho banalizada al extremo de parecer la rivalidad entre Leones del Caracas y
Navegantes del Magallanes. La lógica ha sido desplazada por la visceralidad
pasional. Dicho de otro modo, al gobierno no parece interesarle la solución de
los problemas, sino justificar sus dogmas, y de ese modo conservar el poder. Y es
por ello que no acepta otras medidas que aquellas que se adecúen a sus
creencias y su discurso. Sobre todo que se adapten a la propaganda que excusa
sus errores, y, en lugar de enmendar y solucionar los problemas, exacerbar las
emociones para generar conflictividad y así desviar la atención a otros temas.
El gobierno, no obstante, omite que
la realidad venezolana no es semejante a la cubana en los años duros de la
guerra fría. Por una parte, Cuba no ha tenido oportunidad de experimentar un
orden democrático y su historia republicana ha estado determinada por dictaduras,
sean las militares de antes o la de los hermanos Castro. Venezuela en cambio ha
gozado de largos períodos democráticos, durante los cuales se formaron
generaciones de ciudadanos acostumbrados a sus bondades. Además, la existencia
de una dictadura férrea en Cuba propicia el orden que en Venezuela ahora no
existe. La anomia imperante y la crisis son para el gobierno, una bomba de
tiempo. La realidad pues, parece profundamente disociada del discurso, razón
por la cual éste ya no convence.
Resulta peligroso, no obstante, que
ofuscados por sus dogmas y sus necesidades, el gobierno no comprenda su
precaria situación política. La pérdida de popularidad y del apoyo de aliados
podrá manejarse con un discurso puertas adentro, claro, cada vez menos creíble.
Pero en todo caso, la crisis blande sobre su cuello como el hacha del verdugo.
Su discurso ya no funciona y los logros son vistos como una propaganda sin
asidero real. En este momento, el fin de la revolución parece inminente y, ante
su tozudez y malcriadez para enmendar, también parece serlo el de Maduro.
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