miércoles, 13 de enero de 2016

La pasión como razón: receta segura al desastre

            
Umberto Eco, destacado filósofo contemporáneo, en su libro «A paso de cangrejo», ha dedicado un aparte a la «retórica prevaricadora» como meta política de tiranos y demagogos. Al gobierno revolucionario solo le interesa «adecuar la realidad a sus dogmas» y para ello recurre a ese discurso maniqueo al cual se refiere el filósofo italiano. Para Maduro, que del ejercicio democrático del poder entiende muy poco, lo importante no es que en las despensas de la gente se encuentre comida o que de las universidades egresen profesionales bien formados, sino colmar informes con cifras que den fama a la revolución para luego, a echarse a dormir y vivir del cuento, como dice el refranero popular y en efecto, se ha demostrado con la Revolución Cubana.
            En esa retórica se apela al «pueblo», que es solo ése que le apoya y que como hacía en sus mejores años el dictador fascista Benito Mussolini, se le reúne en una plaza para que gritándole vítores al caudillo, se le endilgue el rol de portavoz de la voluntad popular. Poco importa que en las elecciones del 6 de diciembre pasado, la mayoría – una indiscutible mayoría - les diese su voto a los candidatos opositores. Desde entonces, no solo han intentado maniobras para mermar la inmensa mayoría parlamentaria, sino que desconocen como pueblo a esa ciudadanía que ciertamente lo es, y que prefirió la opción de cambio.
            Surgen así las teorías, que no explican la realidad sino que justifican los dogmas. Su afán no es demostrar, sino convencer. Y como los ufólogos, que recurren a las teorías conspirativas para desestimar todas las evidencias que desarman sus alegatos, el gobierno revolucionario recurre a la inculpación de enemigos para ofrecer una explicación simplista de su fracaso. Tanto como Nerón acusó a los cristianos del incendio de Roma y el régimen nazi a los judíos de la ruina alemana luego de colapsar la República de Weimar, el gobierno revolucionario se inventa planes desestabilizadores de agentes extranjeros en complicidad con la oposición (sabiamente generalizada) y guerras económicas de parte del empresariado local (nuevamente generalizando) para excusar sus políticas fallidas. Aún más, los actores marxistas dentro del gobierno – y en los círculos intelectuales domésticos y extranjeros - apelan a infinidad de teorías para desmentir el fracaso del socialismo como modelo político.
            Su ceguera no es más que una negación de la realidad, que deja de ser la consecuencia natural que impide reconocer el fracaso propio, para convertirse en la respuesta oficial y el objeto fundamental de la propaganda gubernamental. Ya no se trata del ingenuo muchacho socialista que se niega a reconocer que la URSS ya no existe y que China dejó el comunismo desde los días de Den Xiaoping, sino de una política sistemática de negación de la realidad para deslastrarse de la responsabilidad por la precaria calidad de vida lograda en estos diecisiete años de gobierno revolucionario y de ese modo, mantener el poder. Por eso, se le atribuye al revendedor la cualidad de «bachaquero» o como «acaparador doméstico» al que sigue el buen consejo que José dio al faraón. Se inventan términos para criminalizar la reventa o almacenaje de productos, cuando esas conductas no son más que la consecuencia inevitable de un mercado con tantas carencias. Por eso, se crea un ministerio de «agricultura urbana», para sembrar tomates en un porrón o crías pollos en el balcón del apartamento, como solución a la grave escasez producida por políticas económicas que han destruido el aparato productor, sin importar lo malsano que esa agricultura urbana puede resultar, y diciéndole veladamente al ciudadano, «si usted quiere comer, no cuente con supermercados, siembre y críe como pueda».
            Aunque parezca paradójico, a la gente le resulta más fácil creer la idiotez de la guerra económica que explicaciones técnicas de por qué el modelo adoptado por la revolución es la verdadera causa de las miserias cotidianas, y la razón es que en el fondo, las personas no quieren explicaciones, como tampoco las desea el gobierno. Tan solo anhelan tener razón. Tristemente, la política en Venezuela ha sido desde hace mucho banalizada al extremo de parecer la rivalidad entre Leones del Caracas y Navegantes del Magallanes. La lógica ha sido desplazada por la visceralidad pasional. Dicho de otro modo, al gobierno no parece interesarle la solución de los problemas, sino justificar sus dogmas, y de ese modo conservar el poder. Y es por ello que no acepta otras medidas que aquellas que se adecúen a sus creencias y su discurso. Sobre todo que se adapten a la propaganda que excusa sus errores, y, en lugar de enmendar y solucionar los problemas, exacerbar las emociones para generar conflictividad y así desviar la atención a otros temas.
            El gobierno, no obstante, omite que la realidad venezolana no es semejante a la cubana en los años duros de la guerra fría. Por una parte, Cuba no ha tenido oportunidad de experimentar un orden democrático y su historia republicana ha estado determinada por dictaduras, sean las militares de antes o la de los hermanos Castro. Venezuela en cambio ha gozado de largos períodos democráticos, durante los cuales se formaron generaciones de ciudadanos acostumbrados a sus bondades. Además, la existencia de una dictadura férrea en Cuba propicia el orden que en Venezuela ahora no existe. La anomia imperante y la crisis son para el gobierno, una bomba de tiempo. La realidad pues, parece profundamente disociada del discurso, razón por la cual éste ya no convence.
            Resulta peligroso, no obstante, que ofuscados por sus dogmas y sus necesidades, el gobierno no comprenda su precaria situación política. La pérdida de popularidad y del apoyo de aliados podrá manejarse con un discurso puertas adentro, claro, cada vez menos creíble. Pero en todo caso, la crisis blande sobre su cuello como el hacha del verdugo. Su discurso ya no funciona y los logros son vistos como una propaganda sin asidero real. En este momento, el fin de la revolución parece inminente y, ante su tozudez y malcriadez para enmendar, también parece serlo el de Maduro.



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